La vocación humana, de toda persona, en su estado primigenio, posee dos vertientes: el amor y la vida. Este orden no es aleatorio: primero somos amados, imaginados, pensados; y, desde ahí, somos llamados a la existencia: pero no cualquier existencia.
Por Randy Josué Campos, agustino recoleto
Dios nos ha llamado a la existencia por puro amor; por lo tanto, si el llamado a la vida se funda de forma radical en el amor mismo, el ser humano, por naturaleza, está llamado a crear vínculos de amor con su creador y con sus hermanos, vínculos pensados por Dios desde antes de entretejernos en el seno materno (cf. Salmo 139). En la misma llamada a la existencia, Dios nos invita a crear vínculos con los demás.
La inmensa mayoría de los seres humanos nacen de un acto de amor; e incluso aquellos que no son amados desde el vientre, los no deseados, quienes sufren la indiferencia o el “no amor” desde su concepción, están llamados a crear vínculos de amor, pues nacen de un vínculo que no se rompe, a menos que nosotros lo deseemos: el vínculo de Dios con cada persona. Para Dios, nadie nace por acaso o por error.
Todos necesitamos amor. Es el único lenguaje que el niño entiende a la primera y desde el inicio. La dignidad y valor de cada ser humano se fundamenta en este vínculo eterno entre Dios y cada persona; como decía el profeta, aunque hasta una madre se olvide de su hijo, Dios nunca lo hace (cf. Is. 49,15). Y así se entiende la vida como vocación: a pesar de las heridas que el amor y el desamor humanos dejen en nuestro corazón, hay un amor más grande que sana heridas, el de verdad.
Decía Teresa de Lisieux: «mi vocación es el amor». La vida misma tiene este fin: un abrazo no arregla la vida de nadie, pero la hace soportable. Vida y amor son inseparables: sin amor hay muerte y una vida será plena en la medida en que se deje amar por Dios, reciba el amor de otros y ame. El amor nos constituye como personas.
Esta primera vocación al amor y la vida es universal, todos la compartimos, cada uno en su contexto de espacio y tiempo a partir de un plan de Dios que nos entretejió, pensó y soñó. Y como cristianos, hay una diferencia especial: nos reconocemos «enviados», no porque los otros no lo sean, sino porque no lo saben; nuestro ser «elegidos» implica una apertura a que los demás también lo son y como tal han de vivir.
Decía Henri Jozef Machiel Nouwen (1932-1996) en La voz interior del amor que el problema de nuestro tiempo es no reconocernos como hijos amados de Dios; nuestra vocación es reconocernos amados, elegidos y pensados o dicho de otro modo, según esa progresión atribuida a san Agustín, a conocernos, aceptarnos y trascendernos, porque en todo corazón está el deseo profundo de amar y ser amados.
El amor nos lleva a elegir siempre el bien, pero no necesariamente a elegir bien. Manoseada, usada y manipulada a gusto, a veces incluso pervertida, la palabra amor se ha confundido o asociado a deseo, dolor, posesión, manipulación y hasta violencia.
Suplicamos amor a gritos y se puede pretender saciar con sexo o mascotas, impelidos por el temor al compromiso del «para toda la vida», a la responsabilidad de un hijo, a la corresponsabilidad de la pareja, a la amistad plenamente entregada en libertad.
El buen amor sabe de límites y respeto, asume que el otro es siempre libre. Nuestro corazón, lo advirtió san Agustín, estará inquieto hasta que descanse en el que nos ha creado por amor y llamado a amar. No es lo mismo amar que no amar, no es lo mismo asumir la responsabilidad del amor que focalizarse en “pasarlo bien”.
Quien niega su identidad, se aliena y despersonaliza, reduce su vida a una sola dimensión, al ahora, al carpe diem, a que esto de hoy y ahora es lo único. Endiosamos cuerpos, sentimientos y emociones, nos aferramos con dogmatismo a nuestras ideas y proyectos, huimos a través de máscaras y roles.
Pero estamos vinculados al encuentro y la relación, a imagen y semejanza de Dios para participar de su naturaleza divina, llamados compartir su vida; nada puede elevar más la vida humana y su dignidad: «¿Amas la tierra? Serás tierra. ¿Amas a Dios? ¿Qué diré, que eres dios? No me atrevo a decirlo por mí mismo. Escuchemos la Escritura: ‘Yo había dicho: vosotros sois dioses, todos vosotros hijos del Altísimo’ (salmo 82,6)» (san Agustín, Tratado sobre la primera carta de san Juan 2,14).
Dios, Ser y Amor por excelencia, nos creó para que seamos felices, hizo plena nuestra vida, decodificó adecuadamente nuestros dinamismos fundamentales de permanencia y despliegue, como dice Humberto del Castillo.
O, en palabras de José Fernando Juan: «La vocación trata de responder con la propia vida a ese diálogo que hemos comenzado con Dios. ¡Claro que Él habló primero, claro que dio el primer paso y todo eso! Pero hablamos de vocación cuando queda involucrada la persona, cada vez con más intensidad y profundidad, en una conversación que no termina con ese Dios que le ama, con el Amor que pide se amado.»
Por eso la vocación, que nace y tiende a Dios pasa la vida necesariamente por los demás, se abre a los otros, huye de estar ensimismada en un monólogo egoísta, busa un diálogo abierto que Dios inicia al darnos el don de la vida.
Todos creemos amar y hacer lo mejor por el ser amado, nadie elige el mal per se sino que nos equivocamos y hacemos daño al pretender adueñarnos del otro, al querer salvar al que no quiere o no necesita ser salvado, al manipular o permitir injusticias, ¡tantos son los terribles crímenes cometidos en nombre del Dios del amor!
Nos equivocamos porque no hemos conocido plenamente ese amor que nos transforma desde dentro; nos hemos perdido en divagaciones en vez de amar, y solo esto: «Ama y haz lo que quieras…» (san Agustín, Tratado sobre la primera carta de san Juan 7,8)
«Love is love», se proclama; pero ya hace mucho que san Pablo dijo cómo es el verdadero amor, lo único que puede cambiar el mundo: «es paciente y bondadoso; no tiene envidia, ni orgullo ni jactancia. No es grosero, ni egoísta; no se irrita ni lleva cuentas del mal; no se alegra de la injusticia, sino que encuentra su alegría en la verdad. Todo lo excusa, todo lo cree, todo lo espera, todo lo aguanta. El amor no pasa nunca.» (1Cor 13).
El amor humano, ¿no es limitado? ¿Cómo saciar una sed eterna de amor en una fuente finita? El creador ha dejado huellas de su amor eterno dentro de cada uno al darle la vida para que, siguiéndolas, lleguemos a Él, fuente verdadera. Como decía Agustín de Hipona, en el interior de cada uno habita la verdad.
Pero nosotros, insensatos, convertimos en fin ese medio para llevarnos al creador, ávidos de una inmediatez que parece saciar pero solo nos deja con más sed. Debemos no parar, seguir caminando, agradecer cada amor ubicándolo en un proceso, como una tendencia, no como una meta. De otro modo la vida será un sinsentido de ir y venir de amor en amor; cada amor finito una escalera que lleva al Amor infinito que no se acaba, a Quien nos llamó a la existencia y que existe siempre y desde siempre.
¡Cuántas veces nos enamoramos de las creaturas y olvidamos a su creador! Deslumbrados por los detalles, el sufrimiento está en anclarnos en la inmediatez de amores que no sacian. Pero Dios nos ha creado y llamado a la vida para amarle, él mismo desea amar y ser amado por nosotros, él, el eterno amor.
«El Amor no tiene quien le ame», decía Francisco de Asís refiriéndose a Dios. Conozcamos quién nos pide de beber (cf. Jn, 4), sepamos que es el mismo que nos creó, el que no se olvida a pesar de nuestros olvidos (cf. san Agustín, Confesiones 13,1).
Somos como la samaritana, con una sed insaciable buscando el sentido, el porqué de la vida. Él, y solo él, ha de ser nuestro amado, la razón de nuestra existencia; y en él debemos amar a las creaturas, pues sin él no serían, encontrar nuestro lugar y su rostro en otros rostros. Por nuestra vida pasaron muchos amores que no supimos valorar, a algunos nos aferramos con fuerza y a otros los dejamos ir.
Y ama aun sabiendo de tus limitaciones, defectos y contradicciones. Pide perdón al equivocarte, al ser arrogante o necio, incomprensible o calculador, exigente o hiriente, cuando pierdas el rumbo. Él te vuelve a mirar con amor, no importa qué miseria o traición, qué engaño o infidelidad hayas cometido. Él permanece fiel porque no puede negarse a sí mismo (cf. 2Tim 2,13).
Cristo vino para que tengamos vida, y vida en abundancia (cf. Jn 10,10), quiere que descubramos que nos ha creado para y por el amor. Ser cristianos es vivir como Jesús, en él se traduce nuestra vocación y llamada a la vida plena: «Jesús, sabiendo que llegaba su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos, los amó hasta el extremo (…) sabiendo que había salido de Dios y a Dios volvía» (Jn 13).
Ojalá al final de nuestra vida concluyamos que hemos vivido así, que amamos y dimos sentido a nuestra existencia y a la de los demás; en fin, que vivimos, porque vivir es amar, amar es vivir.