Domingo de Ramos 2025.

Lecturas: Isaías 50,4-7; Salmo 21,8-9.17-18a.19-20.23-24: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”; Filipenses 2, 6-11; Pasión de Nuestro Señor Jesucristo según San Lucas 22,14 – 23,56.

Con esta procesión festiva que introduce a Jesús en Jerusalén, entre cantos de júbilo y vivas de niños y niñas, con palmas de triunfo y saludos de hosannas, comenzamos la Semana Santa de la Pasión de Cristo.

Se trata de siete días densos y dramáticos, agridulces y llenos de claves para entender a Jesús y actuar según el patrón de su vida. Así saludaba al Señor, en el siglo XVIII, Joaquín Lorenzo Villanueva:

¡Oh rey benigno y manso!
Tu gala es la pobreza;
tu fausto, el menosprecio del tesoro;
el afán, tu descanso;
tus placeres, el lloro;
la humildad, tu grandeza,
pues a la cruz tu pompa se endereza.

Jesús, llegada la hora, decide subir a Jerusalén. Es la “ciudad que mata a los profetas” (Lc 13, 34), y Jesús da la vida porque quiere: “libremente la entregaré y libremente también la recobraré” (Jn 10, 18). Su entrada en la ciudad santa adquiere pleno significado mesiánico: es el Siervo que camina a la muerte, y es el Señor que va a ser glorificado.

La salvación del hombre es un misterio de amor. Dios, dominado por esa maravillosa locura, ha querido rescatar a sus hijos no desde arriba ni desde fuera, sino desde abajo y desde dentro; no con alardes de poder y estrépito, sino con mansedumbre y benevolencia.

San Pablo nos lo ha explicado como un maestro. Plantó el Señor su tienda entre nosotros, de la misma tela que la nuestra: fabricada de desengaño, de miradas ausentes y desdeñosas, de dolor, de traición, de carne crucificada. Cristo se empequeñeció hasta convertirse en “carne de pecado”.

No hay ningún argumento más claro que este para afirmar que la liberación que esperan los hombres, la salvación anhelada, nunca puede venir de las palabras bonitas del líder de moda, o del listo de la casa, ni tan siquiera del bueno que no cuenta más que con su talento.

Solo viene de la Palabra, y esta hecha carne, y carne de Cruz. Jesús se alimentó de la voluntad del Padre (cfr. Jn 4, 34) y la voluntad de Dios es “que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad” (1 Tim 2, 4).

Por eso, hoy es un día marcado para la alegría. Si nosotros no aplaudimos y alabamos, lo harán las piedras. Nuestros ramos son ramos de victoria. Pero ¡ojo!, aquí no hay caballos ni carros blindados, ni mariscales de campo, ni cohetes con cabeza nuclear. No se trata de poder más, de aplastar por la fuerza, de imponer pactos de vergüenza, sino de salvar. Al único que se ataca y se vence es al espíritu del mal (cfr. Ef 6,12).

La victoria de Cristo es la del amor, contra el pecado y sobre Satanás. Cristo ha instaurado el Reino de Dios, que es el principio de una nueva humanidad, el triunfo contra todo aquello que oprime, amenaza, angustia o hace sufrir al hombre.

Nuestros ramos son también ramos de paz, un homenaje al que es nuestra Paz, que ha bajado del cielo y ahora entra en Jerusalén en un burrillo. Hoy, aunque sea una excepción, la paz no la transporta el pico de la paloma sino las manos inocentes de los pobres y los niños. Una paz que es reconciliación entre Dios y los hombres, que es superación de toda violencia e injusticia, que es bienaventuranza, gozo inextinguible y estar para siempre con Dios.

El Evangelio de hoy es el primer pregón de Semana Santa. Aparece Cristo como el Siervo doliente, que “ofrece la espalda a los que le golpean, y no oculta el rostro a insultos y salivazos”.

Son tres horas de espanto, desde la agonía de Getsemaní hasta la muerte en el Calvario, pasando por la traición y el sudor frío, los falsos testigos en juicio, las burlas y el desprecio, el ridículo y los dolores físicos, psicológicos y espirituales.

Dios se vacía de sus galones y comparte la suerte —mala, para un elevado porcentaje de hermanos— de los desfavorecidos del mundo, en los que Cristo sigue insultado, vejado y llevado de tribunal en tribunal, sin que nadie mueva un dedo ante tal injusticia.

Los empobrecidos son el síntoma de ese enorme sarcoma que devora a todos, una metástasis invasiva gravemente irrecuperable, ese “individualismo insolidario e insensible”. Contemplemos este misterio de amor y pidamos luz y fuerza para desclavar al Señor con la limosna de nuestra vida dada “gratis et amore”.