
Lecturas: Deuteronomio 26, 4–10; Salmo 90,1-2.10-11.12-13.14-15: “Quédate conmigo, Señor, en la tribulación”; Romanos 10, 8-13; Lucas 4, 1-13: “El Espíritu lo fue llevando durante cuarenta días por el desierto, mientras era tentado”.
Comenzamos la Cuaresma el pasado miércoles, con el rito penitencial de la imposición de la ceniza, y hoy se oyen ya los grandes temas de reflexión que la Iglesia quiere proponernos para este camino: Cuaresma, cuarentena, tiempo de prueba.
Ahora que el lenguaje de las epidemias y pandemias nos es sobradamente conocidos, sabemos bien cómo son de importantes las normas de desinfección, más en lugares de especial interés, como una cocina o un hospital. Pues de alguna manera, en eso consiste la cuaresma, en desinfectar.
Es mirarse al espejo de la Palabra de Dios para confrontar la vida con el Evangelio y enderezar lo torcido, alumbrar lo oscuro, limpiar lo manchado, levantar lo hundido.
La cuaresma es una ascensión al monte de la paz transfigurada, donde nos espera Dios, resucitado y triunfante para comunicarnos la alegría del triunfo sobre el pecado, el demonio y la muerte. Y hay que subir con esfuerzo, cordada a cordada, con ascesis penitencial, oración intensa y caridad solidaria.
La cuaresma es un “tiempo fuerte”, un aldabonazo de gracia del Dios que nos quiere y nos llama a una vida mejor. Ese Dios que, como antiguamente sucedió con Israel, también hoy ha oído nuestro clamor, ha mirado nuestra desgracia y opresión, los trabajos y angustias en que nos han enredado tantas esclavitudes modernas y quiere bajar a liberarnos.
Ha decidido sacarnos de este Egipto que nos aplasta y llevarnos a una tierra espaciosa, a un horizonte de libertad donde los sabrosos frutos de la alegría no interrumpida nos hagan olvidar las congojas del destierro.
La cuaresma es un encuentro con Dios en el desierto, tierra donde el Señor nos quiere volver a enamorar, lejos del tumulto aturdido de prisas y devaneos estériles, lugar en el que nos quiere mostrar la intimidad de su amor y donde también nos pone a prueba.
Como el Espíritu Santo guio a Cristo al desierto, así a nosotros nos empuja a vivir esa experiencia espiritual y a sentir, en medio de la tentación, su amparo de Padre que nos sostiene y nos dice: “Me invocará y lo escucharé”.
¿Cómo nos va a dejar solos quien nos ha puesto en camino? ¿Cómo nos va a abandonar quien nos ha prometido su fuerza en la lucha contra el mal? ¿Tendremos miedo, después de haberle escuchado: “Lo libraré, lo protegeré, con él estaré en la tribulación, lo defenderé, lo glorificaré”?
Hay que recordar aquí el testimonio de san Pablo, frágil como nosotros pero valiente desde Cristo, que escribe a los de Corinto: “He sufrido muchos trabajos, cárceles, azotes sin medida, riesgos de muerte; he sido apedreado; tres veces naufragué; pasé por peligros de ríos, de ladrones y de falsos hermanos. Padecí hambre y sed, frío y desnudez. Y además, la amenaza del mal en mi interior. Pero el Señor me dijo: ‘Mi gracia te basta’”.
Y en la carta a los Romanos, proclamada hoy, dice: “Todo el que invoca el nombre del Señor se salvará”.
Cristo es tentado por el diablo en el desierto. Este lo quiere apartar de su camino de Redentor, lo quiere confundir con los espejismos egoístas del poder, la autonomía cerrada del yo y la vanidad espectacular. Y Cristo se deja tentar para enseñarnos que no es un hombre virtual, sino en todo semejante a nosotros, menos en el pecado; se deja tentar para enseñarnos que también nosotros seremos tentados.
Lo recuerda san Agustín: “Mientras dura esta peregrinación, nuestra vida no puede verse libre de la tentación, pues de ella sacamos provecho; nadie se conoce a sí mismo si no se ha visto tentado; nadie puede verse coronado sin victoria ni triunfar sin combate; nadie puede combatir, si no tiene enemigos ni tentaciones”.
Cristo se deja tentar para enseñarnos a vencer en la prueba, utilizando las armas de la Palabra de Dios, la coraza de la fe frente a las dudas, el yelmo de la esperanza contra el desánimo y la falta de entusiasmo, el escudo de la confianza en Dios contra los dardos de la desorientación religiosa y las mil amenazas que quiebran nuestra seguridad meramente humana.
“Convierte estas piedras en pan”. ¿No somos tentados nosotros de lo mismo? Tú que tienes autoridad, poder adquisitivo, un puesto renombrado, un oficio estratégico, influencia moral, un cargo de alta consideración, tómate unas ventajillas, sácale jugo a la vida, no dejes pasar ocasión…
“Te daré el poder y la gloria y todos los reinos del mundo, si te arrodillas delante de mí”. Pocos están en la cabina del avión de la humanidad, los que han alcanzado un grado sumo de poder y pueden experimentar en estado puro esta tentación.
Pero sabemos todos de qué se trata: conseguir metas ambiciosas, llegar a puestos de altura, cerrar negocios o alcanzar aquello que cada cual se ha fijado en la imaginación, ¿no supone pasar factura a lo que uno cree, olvidar límites, pisar derechos, aparcar principios que frenan esas iniciativas?
“Tírate desde lo alto del templo; los ángeles te sostendrán en sus manos para que tu pie no tropiece con las piedras”. Un número de circo, un espectáculo gratuito, un encandilamiento de las masas hambrientas de milagros y hechos espectaculares.
Un vivir sacándose continuamente conejos de la chistera, un subir a Jerusalén en la carroza triunfante del taumaturgo que dilapida prodigios a su paso por las plazas del mundo.
El diablo teme la cruz, el poder de la debilidad, la grandeza de la humillación, el resplandor del servicio y quiere conducir a Cristo por un camino de rosas, aplausos y palmas.
¿Y nosotros? ¿Seríamos capaces de no retener un poder tan acendrado en esa tesitura? ¿Somos capaces de esconder nuestros méritos cuando no está en juego una necesidad o una responsabilidad? ¿Somos modestos o vanidosos? ¿Qué nos tira más: la espuma de la fama o el reconocimiento callado de una conciencia evangélica?
Fijaos si tenemos materia de examen en este principio de la cuaresma. No olvidemos, sobre todo, que Cristo nos acompaña en la prueba y que como a Pablo, también a nosotros nos dice, cuando le pedimos que nos quite la tentación: “Te basta mi gracia”.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016).