Lecturas: Éxodo 3,1-8a.13-15; Salmo 102,1-2.3-4.6-7.8 y 11: “El Señor es compasivo y misericordioso”; I Corintios 10,1-6.10-12; Lucas 13,1-9: “Señor, déjala todavía este año y mientras tanto yo cavaré alrededor y le echaré estiércol, a ver si da fruto en adelante. Si no, la puedes cortar”.

Siguiendo las grandes páginas de la historia de la salvación del Antiguo Testamento, nos encontramos hoy con Moisés, el caudillo escogido por Dios para sacar a su pueblo de Egipto.

Lo que nos importa, por encima de los detalles concretos, es que Dios se muestra cercano y quiere liberar a Israel del yugo del faraón y llevarlo a una tierra espaciosa y fértil donde pueda descansar de tanta injusticia y dar a Dios el culto merecido.

¡Cómo olvidar cada uno de los pasos realizados por este Dios, que se revela a Moisés como “El que es”, es decir, ¡el Dios que se manifiesta constantemente y sin interrupción en la historia del hombre!

Frente a los años, que pasan con sus estaciones, nieves y quebrantos, dejando su breve rastro de recuerdos más o menos agradables, Dios es.

Frente a los poderosos, que quieren mantenerse en el poder, aun a pesar de oprimir al pueblo con un régimen de crueldad y miseria, Dios es.

Frente a nuestras desganas, el torpor de la edad, las cómodas excusas, los falsos perdones, el egoísmo intemperante, la falta de comprensión y el no tomarnos en serio que estamos en la última etapa del tiempo, Dios es.

Dios vive. Dios se manifiesta. No es un fósil del pleistoceno que estemos descubriendo, cavando en los pliegues de nuestra historia. Dios no es una pieza arcaica de museo, que se exponga en un centro de interpretación a la curiosidad del visitante como algo bonito pero sin pulso. Dios es.

Dios no es de cartón. Es “El que es”, el que vive y ve y oye y siente los cien mil dramas que torturan el corazón de sus hijos.

Moisés sólo podrá conducir a sus hermanos a la patria de la libertad después de encontrarse con este Dios que es.

El episodio de la zarza nos enfrenta a una experiencia de contemplación. Y de la mano del hombre transformado en jefe espiritual, Dios irá sacando al pueblo de la oscuridad a la luz, de la esclavitud a la libertad; lo irá educando en el verdadero culto, lo irá afinando con el hambre y la sed y todas las tentaciones del desierto para confirmarlo en el único amor por este Dios, que ha sido para él como un padre.

El salmo 102 resume en cuatro palabras los capítulos en que Dios los salvó. Y el pueblo grita: “Bendice, alma mía, al Señor, no olvides sus beneficios”.

Y los va enumerando a vuelapluma: “Perdona todas tus culpas, cura tus enfermedades, rescata tu vida de la fosa y te colma de gracia y de ternura. Hace justicia y defiende a los oprimidos; es compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia”.

Ante tantos gestos de su amor, podríamos decir también nosotros, como hace el salmista: “¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?”.

Los acontecimientos de la vida no son vividos por todos como Dios manda. San Pablo nos recuerda que muchos israelitas -la mayoría, dice el texto- no entraron en la Tierra Prometida, quedaron tirados en el desierto porque no agradaron a Dios.

Y dice el Apóstol: “No protestéis como ellos para no seguir su misma suerte. Su vida es ejemplo para nosotros y esto se escribió para escarmiento nuestro”. Recordamos, al hilo, el dicho popular castellano: “Cuando veas las barbas de tu vecino mojar, echa las tuyas a remojar”.

Jesús lo enseña bien claro. Va más allá de los hechos y sabe interpretarlos. Frente a los que creen que los galileos aplastados por Pilato en aquella revuelta durante la Pascua eran pecadores y pagaron por ello, Jesús les espabila para que no se crean justos por seguir con vida y haberse visto libres de cualquier desgracia.

Frente a los que piensan que los que quedaron sepultados por el hundimiento de la torre de Siloé se lo merecieron, Jesús les dice: “Vosotros sois tan pecadores como ellos. Y si no os convertís, todos pereceréis”.

Y nosotros, ¿nos vamos a quedar también sólo en la cáscara, al interpretar la última masacre de un asesino? ¿No está diciéndonos Jesús cuánto necesitamos de conversión? ¿No somos con frecuencia cizaña que contamina su campo de trigo? ¿No somos higuera perezosa que se conforma con estar bien vestida de verdor, aunque sólo sea de eso? ¿No somos candil mortecino y titubeante que apenas alumbra y ayuda a nadie a caminar sin tropiezos por la vida? Y aún peor: ¿No creemos que el que tiene que convertirse es el jefe de la empresa o la maestra o este vecino que nos molesta constantemente con sus impertinencias?

Dios tiene paciencia y sabe esperar hasta que demos frutos. Lo dice san Pedro: “La paciencia de Dios es nuestra salvación” (2 Pe 3, 9). Dios, que es “El que es”, el que anda a nuestro lado, el Buen Pastor que nos echa a sus hombros cuando estamos cansados o heridos, es también el agricultor diligente y atento que nos cava alrededor con mucho cuidado y tacto, y nos estercola con la abundancia de su misericordia, y nos riega con la fuente de su Espíritu para que podamos, por fin, dar frutos de conversión.

La Cuaresma es un tiempo de gracia, un cuidado de este Padre bueno, un detalle más de su misericordia, la expresión de su paciencia sin límites. Él está dispuesto a repetir su fama de libertador como antiguamente.

También ahora ve nuestra opresión y oye nuestras quejas. Y baja a salvarnos porque es interminablemente compasivo. Aprovechemos la oportunidad. Dejémonos querer. Convirtámonos a Dios, para no quedar tendidos en el desierto de la infelicidad y a dos velas de disfrutar de su alegría.


Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016).