Lecturas: Génesis 15, 5-12. 17-18; Salmo 26,1.7-8a.8b-9abc.13-14: “El Señor es mi luz y mi salvación”; Filipenses 3, 17 – 4, 1; Lucas 9,28b-36: “El aspecto de su rostro cambió y sus vestidos brillaban de resplandor”.
Vamos subiendo las gradas de este itinerario cuaresmal que nos va llevando, domingo a domingo, al encuentro del Señor en su pasión, muerte y resurrección. Y es bueno que también nosotros, en el plano espiritual, al estilo de los jóvenes o de los aprendices de artista, busquemos nuestros maestros y modelos de referencia.
No es difícil observar en nuestra sociedad cierto vacío de referentes e ideales, falta de entusiasmo general. En los días de escuela y mono, lo gris se apodera de la semana, la desgana y la falta de bríos marchita la dedicación al trabajo, la diligencia en el estudio o un sugestivo aprovechamiento de la vida. “Quiero morirme”, no es difícil escuchar esta frase en las nuevas generaciones. ¡Con tanto por vivir y hacer!
Fijémonos en las personas ejemplares, imitemos a los maestros. No echemos en saco roto tanta experiencia afortunada y tanta sabiduría evangélica. Las lecturas de este domingo proponen, por lo menos, tres espejos donde mirarnos: Abrahán, Pablo y, naturalmente, Jesús.
Abrahán aparece muchas veces en boca de Pablo y del mismo Jesús como modelo de fe. Judíos, musulmanes y cristianos lo consideramos, espiritualmente hablando, nuestro padre común. Con él comienza la larga cadena de hombres y mujeres que se van trasmitiendo unos a otros el legado de la fe.
Una fe que da alas para levantar el vuelo y ver en perspectiva la línea del horizonte; una fe que sostiene el mundo y le pone pilares a la tierra; una fe que permite interpretar los acontecimientos a la luz de un sentido más profundo, ininteligible a ras de gallinero.
La historia sagrada cuenta la biografía de este gran patriarca. No lo tuvo nada fácil, como la mayoría: claro que tendría miedo y le atormentarían las dudas. Dice el texto de hoy que tuvo que espantar los buitres que bajaban a los cadáveres, y que le invadió un sueño profundo, y que un terror intenso y oscuro cayó sobre él.
Es natural, era como nosotros. Pero confió en su Dios y fue fiel a su misión. Dejó su seguridad, su casa, su proyecto y se puso en las manos de Dios para lo que fuese (“harás lo que yo te diga”) y en donde fuese (“irás adonde yo te mande”). Y Dios se lo contó por justicia.
Pablo es otro abanderado. Pocos como él caen en docena. Apóstol incansable, predicador de la cruz de Cristo, misionero arriesgado del Señor. ¡Qué epopeya su vida, traspasada de sustos y vicisitudes por la propagación del Evangelio!
Forjado por el hambre y la persecución, el látigo y los naufragios, la cárcel y las envidias, su testimonio de fidelidad a Jesucristo lo selló con la sangre del martirio. Se pone delante como ejemplo concreto y conocido para ser imitado por los filipenses, sabedor de que él sigue a Jesucristo, el único modelo realmente válido para el cristiano.
Jesucristo es el centro del pasaje de san Lucas. Nadie como Él puede enseñarnos. Sólo Él es el Maestro. Él instruye; nosotros repetimos. Y no sólo dice palabras de vida eterna, sino que su vida es una flecha de fidelidad dirigida a la cruz de la obediencia del Padre.
Él se apropia de las palabras de la Escritura y dice, al entrar en el mundo: “Aquí estoy, oh Dios, para cumplir tu voluntad” (Heb 10, 7-8), y dice ya al final, clavado en la cruz: “Se ha cumplido” (Jn19, 30). Esa fue su verdadera comida y la referencia firme de su vida toda: la voluntad del Padre.
Vino a nosotros sin meter ruido, nos habló secretos impensables haciéndonos una descripción de su Padre al alcance de nuestras pobres entendederas, se enfrentó a los torcidos, vivió siempre pobre, descubrió a una mujer sedienta la fuente de todas las delicias, perdonó sin humillar, bendijo a los niños, hizo favores sin cuento, quiso a los hombres hasta dar su vida por todos.
Como su palabra no dejaba de cumplirse -¡quién más profeta que Él!-, anunció su muerte a los discípulos, cosa que les supo a rayos; algo tan chocante en su programa de mesías que no entendieron. Por eso, como un bastión para tiempos de prueba, quiso anticiparles el regalo del Tabor, como un ancla para no perderse en la marejada de la vida y para que supieran seguirle hasta la fidelidad última.
La verdad no puede rebozarse. Ilumina y sana cuando se dice entera. Puede doler, pero no es engañosa y conduce a la libertad. La verdad nos hace felices, si estamos convencidos y hemos tenido la suerte de conocerla.
La Verdad es Jesús, el Hijo de Dios Padre, nuestro Maestro. Escucharle es aprovechar bien el tiempo, proveerse de los mapas para el camino y llenar la alforja del alma con el viático que da fuerzas.
Cuando atendemos a farsantes, quedamos encandilados por cualquier cosa que reluce como el oro sin serlo o nos dejamos caer por las pendientes de lo cómodo, traicionamos el mandato del Padre y nos hacemos reos de olvido culpable.
Más aún, cuando alcanzamos a gozar de situaciones donde nos hallamos muy a gusto, tanto que nos dan ganas de decir, como Pedro: “¡Qué bien se está aquí!”, habrá que comenzar a desconfiar: es posible que no nos falte la presencia de Jesús y que nos haya servido para vivir una experiencia cristiana, pero puede ser una trampa y, quizá, no sea un lugar donde Jesús nos quiera para siempre. Habrá que discernir.
Jesús, por ahora, dice que hay que bajar de la montaña y nos envía al valle, al encuentro de la vida diaria, a la Jerusalén que mata a los profetas. Y hay que ser fieles, aunque nos cueste.
Lucas nos habla de la montaña, lugar de oración, sitio de silencio para oír claramente la voz de Dios. Cuaresma es tiempo para reflexionar, para buscar el rostro de Dios, en el cielo o en la tierra; tiempo para escuchar la palabra de la Escritura y para descubrir la voz de Dios escondida en cualquier voz humana; la del padre o la de la amiga, la del niño o la del pobre que ha salido por la tele.
El Jesús transfigurado del Tabor se va a dejar ver enseguida en la Eucaristía. Escuchémoslo y vivamos de su vida, para poder recorrer sin cansancio los caminos del mundo dando testimonio de Él.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016).