Salud, amistad, sabiduría, claves de una vida feliz según san Agustín.

San Agustín, a raíz de una festividad de mártires, habla en su Sermón 299d sobre qué es superfluo y qué es necesario. Presentamos un resumen de ese sermón adaptado a nuestro lenguaje y ámbito cultural actual.

Los mártires, testigos de Dios, eligieron ser tan valientes que, al morir, no sentían que perdían la vida, sino que la abrazaban del todo. Claro que amaban vivir, pero no tenían miedo de dejar su vida atrás porque para ellos negar a Cristo no tenía sentido.

Si negaban a Cristo, sus verdugos les prometían una vida fácil, pero no una vida como la que Cristo ofrece. Confiaron en las promesas de Jesús y se rieron de las amenazas. Y esta celebración, por mucha gente que reúna, no les da más gloria. Ellos ya tienen su corona, y lo que ellos han recibido es enorme, nunca nadie lo ha visto ni oído.

La lección es que no debemos negar a Cristo ni por lo que es innecesario ni por lo necesario. Muchas cosas de este mundo son solo extras, lujos, otras son realmente necesarias. ¿Quién puede decir todo lo innecesario? Si quisiera nombrar todas esas cosas innecesarias, no acabaríamos nunca.

Así que hablemos de lo que sí es necesario: todo lo demás será lo superfluo. En este mundo necesitamos dos cosas: la salud y los amigos. Son regalos naturales. Dios nos creó para vivir, eso es la salud; y para no estar solos, y eso son los amigos. La amistad empieza con la familia y se extiende a todos los demás, pues formamos parte de una misma humanidad. ¿No somos todos humanos, iguales?

La Sabiduría vio un día que estábamos perdidos, como tontos, obsesionados con las cosas que no valen la pena, buscando lo temporal y olvidando lo eterno. Y decidió entonces acercarse a nosotros y hacerse uno de nosotros. Ese es el misterio de Cristo. ¿Qué hay más opuesto a la sabiduría que la necedad? ¿Qué más cercano a una persona que otra persona? Por eso la Sabiduría se hizo humana, cercana.

La Sabiduría nos dijo que la piedad es sabiduría (Jb 28,28), y que una forma de mostrar sabiduría humana es adorar a Dios (o sea, la piedad). Lo resumió en dos mandamientos: Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, alma y mente. Y otro: Amarás a tu prójimo como a ti mismo.

“¿Y quién es mi prójimo?”. Pensaba quien preguntó que Jesús le iba a decir: “Tu padre, tu madre, tu pareja, tus hijos, tus hermanos”. Pero en lugar de eso, Jesús le contó una historia. Un hombre fue atacado por ladrones que lo golpearon, lo despojaron y lo dejaron medio muerto. Todos le ignoraron indiferentes, incluso un sacerdote y un levita. Un samaritano es quien se acercó, lo subió a su caballo y pagó por sus cuidados.

¿Quién fue el prójimo del medio muerto? El malherido creía que los sacerdotes y los levitas eran sus prójimos y los samaritanos, extraños. Pero fue al revés, los prójimos lo ignoraron y el extraño se acercó.

Jesús entonces devolvió la pregunta: ¿Quién es mi prójimo? Lo pregunta con orgullo, responde ahora con sinceridad. “El que tuvo misericordia de él”. Y Jesús le dijo: “Vete y haz lo mismo tú también” (Lc 10,37).

La salud y los amigos son cosas de este mundo, pero la sabiduría viene de otro lugar. Para mantener la salud necesitamos comida, ropa y, si estamos enfermos, medicinas. El apóstol, estando sano y hablando a personas sanas, dijo: “La piedad es una gran ganancia si tenemos lo suficiente. No hemos traído nada a este mundo, y no podemos llevarnos nada de él. Si tenemos comida y ropa, contentémonos con eso” (1Tm 6,6-8).

¿Y qué dice sobre lo que es innecesario? Pues que quien busca hacerse rico con lujos cae en la tentación, se enreda en malos deseos y eso lo lleva a la muerte y a la perdición. En resumen, ¿dónde está la salud? Si tienes comida y ropa, basta con eso para estar feliz.

Y sobre los amigos, ¿qué más se puede decir que esto: “Amarás a tu prójimo como a ti mismo” (Lc 10,27)? Si la salud es importante para ti, también lo es para tu amigo. Si tu amigo no tiene ropa, y tú tienes dos túnicas, comparte una con él (Lc 10,27). Si tiene hambre y tú tienes comida, compártela (Lc 3,11). Si estás bien alimentado, alimenta a los demás; si vas bien vestido, viste a otros.

La sabiduría, por su parte, tiene un origen distinto: la aprendes y luego la compartes.

Imagina a los mártires cuando el enemigo les exige negar a Cristo. Al principio no usa tormentos sino promesas de riquezas y honor. ¿Voy a negar a Cristo por riquezas? ¿Voy a rechazar lo que importa por algo que se acaba? ¿Voy a dejar al tesoro por el oro?

Porque él, siendo rico, se hizo pobre por nosotros para que pudiéramos enriquecernos con su pobreza (2Co 8,9). De hecho, el apóstol también dice que en Él se encuentran todos los tesoros de la sabiduría y el conocimiento (Col 2,3).

El enemigo se fija en lo que ofrece, pero yo veo lo que quiere quitarme. Con la fe percibimos lo que realmente importa, aunque el enemigo solo vea lo temporal. Lo que ves con los ojos de carne es solo temporal, pero lo que no se ve es eterno (2Co 4,18).

Por eso dice el alma fiel: “Desprecio tus regalos porque son solo para este mundo, son vanos, pasan rápido, están llenos de trampas y tentaciones. No los puedo tener cuando quiero, y los pierdo cuando no quiero”.

Si no funcionan los halagos, el enemigo cambia de táctica y se hace perseguidor cruel y feroz. “¿No quieres recibir riquezas? Pues si no renuncias a Cristo, te quitaré lo que ya tienes”. Se ensaña como si lo que no necesitamos fuera importante. Intenta engañarnos como una navaja afilada, que corta sin tocar la piel.

Podríamos pensar: “Si me quita mis bienes, no podré hacer el bien”. Pero, ¿sería menos ante Dios porque quiero, pero no puedo? ¡Que me quiten lo que no necesito! Nada trajimos a este mundo, y nada nos llevaremos de él. Si tenemos comida y ropa, basta con eso para estar contentos (1Tm 6,7s).

Entonces el enemigo te quitará la comida y la ropa” Lo superficial se queda atrás, ahora va a por lo esencial. “No te alejes de mí, porque se viene la tormenta” (Sal 21, 11s). Pero, ¿quién nos separará del amor de Cristo? (Rm 8,35) ¿La tribulación? ¿La estrechez? ¿El hambre? ¿La desnudez?

Sube la amenaza: quitarte a tu amigo, matar a tus seres queridos. ¿De verdad mata? Si no niegan a Dios, jamás los mata; pero si le niegan, sí los mata.

Se ensaña más: “Si no te importan los tuyos, haré que tú ya no veas más la luz”. Pero, ¿de qué luz me priva? La luz que ofrece no es gran cosa. Por esa luz no negaré la Luz con mayúsculas, la luz verdadera (Jn1,9). Sé a quién decirle: “porque en ti está la fuente de la vida, y en tu luz veremos la luz”. Quítame la vida, la luz; tendré vida, tendré luz; una vida en la que no sufriré; una luz que ni tú, ni ninguna noche puede quitarme.

El mártir venció. No hay batalla mayor, fue amenazado con la muerte, se ensaña contra la salud, descuartiza, tortura, quema, provoca a las fieras. Pero en todo esto vencemos indiscutiblemente por aquel que nos amó (Rm 8,37).

No debemos negar a Cristo ni por lo superficial ni por lo necesario; nadie es más importante que Él. Antes decía que la salud y los amigos eran necesarios. Si pecas para cuidar tu salud y niegas a Cristo, al final perderás la salud. Si pecas por tu amigo y niegas a Cristo para no ofenderlo, ¡qué triste!

A veces se niega a Cristo por vergüenza. No hay perseguidor cruel, ni ladrón, ni verdugo, pero niegas a tu Señor con tal de no desagradar a tu amigo. ¿Qué te dará a cambio? Solo amistades que te harán pecar, que te atraparán y te harán enemigo de Dios.

Ese no sería tu amigo si tú fueras tu propio amigo; pero como eres tu propio enemigo, piensas que tu enemigo es tu amigo. Quien ama la maldad, odia su alma. No se niega a Cristo para agradar a un amigo impío y perdido.

¡Cuántos males se cometen por comida, ropa, salud, amigos! Si desprecias las cosas presentes, Dios te dará las eternas. No estarás sin la amistad de tu prójimo si tienes a Dios por amigo.

Mira lo que perdemos si negamos a Cristo: donde la vida es eterna no habrá llanto, ni será necesario el alimento o la ropa y estaremos contentos (1Tm 6,8). Nuestro vestido será la inmortalidad; nuestro alimento, la caridad, la vida eterna. Allí no habrá hambre que remediar, ni forasteros que acoger, ni enemigos, ni oprimidos que liberar, ni guerras en las que poner paz. Solo llegaremos a eso si antes hemos realizado aquí las cosas buenas.

La vida eterna, la vida feliz con Dios, es allí donde ya no podemos perecer. No niegues a Cristo por buscar la salud, por no ofender amistades humanas; confiesa a Cristo, y tendrás por amiga a la ciudad de los ángeles, de los patriarcas, de los profetas, de los apóstoles, de los mártires, de todos los buenos fieles. Cristo en persona la ha fundado para siempre (Sal 47,9).