Lecturas: I Samuel 26, 2.7-9.12-13.22-23; Salmo 102: “El Señor es compasivo y misericordioso”; I Corintios 15,45-49; Lucas 6,27-38: “amad a vuestros enemigos, haced el bien a los que os odian, bendecid a los que os maldicen, orad por los que os calumnian”.

El sermón de Jesús en la llanura que nos presenta san Lucas tiene tres partes: las bienaventuranzas y malaventuranzas que oímos el domingo pasado, el precepto del amor, que es el fragmento que hemos proclamado hoy, y algunas parábolas y comparaciones.

Alguien dijo que Jesús, al predicar las bienaventuranzas, sintió que era una formulación demasiado teórica o general y, por eso, a continuación, decidió traducirlas a un lenguaje más entendible, más llano, para que todos podamos captar su sentido.

Y las tradujo así: “A los que me escucháis os digo: amad a vuestros enemigos”. Ésta sería su homilía, su explicación y puesta al día de las bienaventuranzas. Para que no nos quedemos en una mera idealización de ellas, las concretó en la forma con que hemos de amar. Como si dijera: “Vivid las bienaventuranzas según el modo de amar de Dios, no dejándoos llevar de vuestra espontaneidad e impulsos”.

Desde el mero plano psicológico comprobamos cuánta razón tiene el Maestro. ¡Como si no nos conociera! Lo que a nosotros nos sale natural es amar a los que nos aman y ser buenos con los amigos… Pero a los enemigos, ¡ni agua!, y a los que no nos caen bien ni nos son simpáticos, por su forma de pensar o porque son unos tostones, sabihondos y metetes, los esquinamos o simplemente “pasamos” de ellos.

Pero si solo amamos a los que nos aman, ¿qué mérito tenemos? También los pecadores hacen eso. Frente a lo que somos capaces de hacer nosotros está lo que Jesús nos propone. Si queremos ser de los que escuchan su voz, nos lanza este reto: dad un paso más, no os quedéis en eso sólo, id más allá, amad también a vuestros enemigos.

Ésta sí que es la marca de la casa, la patente de Jesús, la característica esencial de su mensaje, una meta humanamente inalcanzable. Una madre a quien le habían matado a su hijo decía en la prensa:

“¡Yo siempre pensé que las noches eran serenas! Y aquella noche, ¡qué frío sentí! Un puñal de acero me clavaban… Y algo moría dentro de mí. Recuerdo que lloré, los maldije, y quise morir por no sufrir.

Soy cobarde, no lo niego, y lo tengo que decir: ¡Tengo miedo! Miedo de las noches largas; los fantasmas se apoderan de mí… Hijo mío, ¡qué triste es mi historia!, qué final horrendo, pues no has muerto, ¡te mataron! ¡Hijo de mi corazón!

¡No lo entiendo! Asoman a mis ojos las lágrimas… A mis labios, una plegaria, una oración: ¡Hijo mío, yo no puedo perdonarlos! Sólo pido que les perdone Dios”.

En esta madre se resume la historia humana. El listón de Jesús —perdonar al enemigo, amarlo y hacerle el bien sin esperar nada a cambio— no puede alcanzarlo el esfuerzo humano. Para ello tiene que venir en nuestro auxilio la gracia, nos tiene que empujar sin cansancio el viento del Espíritu, nos hemos de dejar transformar de hombres carnales, cortados por el patrón del primer Adán, en hombres celestiales a imagen de Jesucristo, nuestro Señor.

Nuestro modelo de referencia para amar así es Dios mismo. Nos lo recuerda san Pablo: “La prueba de que Dios nos ama es que Cristo, siendo nosotros todavía pecadores (enemigos), murió por nosotros” (Rom 5, 8). Y lo dice san Juan con palabras parecidas: “En esto consiste el amor: no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amó y nos envió a su Hijo como víctima de propiciación por nuestros pecados” (1Jn 4, 10).

El camino de las bienaventuranzas consiste en avanzar en el amor, sin esperar a que nos amen primero. Consiste en pesar las cosas de este mundo no con las balanzas trucadas de un mundo hostil e interesado, sino con el espíritu evangélico del Señor, que podría resumirse en aquel sabio consejo de san Pablo: “Con nadie tengáis otra deuda que la del mutuo amor. Pues el que ama al prójimo ha cumplido la ley” (Rom 13, 8).

Para subrayar su discurso, Jesús acaba con otra bienaventuranza, que nos hace resonar aquella de “¡dichosos los misericordiosos!”. Nos concreta la forma de amar en la compasión, en el saber acoger y tratar con amor a los demás: “Sed compasivos como vuestro Padre es compasivo”.

Ya antes, en la primera lectura, nos ha adelantado el gesto de David de perdonarle la vida a Saúl, cuando este lo busca para darle muerte. Es un ejemplo concreto de perdón e incluso de amor al enemigo, actitudes características del comportamiento y enseñanza de Jesús.

Cuando seamos capaces de irradiar en nuestra vida ese destello divino, lograremos nuestra plena felicidad y bendeciremos de corazón al Padre, el cual, al margen de nuestro comportamiento con Él, es “compasivo y misericordioso”: “perdona todas nuestras culpas, rescata nuestra vida de la fosa, no nos trata como merecen nuestros pecados y aleja de nosotros nuestros delitos”. No solo es compasivo, sino que nos invita a ser compasivos con todos y nos da la fuerza para serlo.

Hay gente que, cansada de la vida trivial del hombre tranquilo y peatón, anda buscando a todo pasto sensaciones fuertes. Les apasiona arriesgar. No creo que haya forma de jugar tan fuerte como el desafío que nos hace hoy Jesús: “Perdonad a todos, amad a vuestros enemigos. No juzguéis. No condenéis”.

Eso es darle la vuelta al guante, el “más difícil todavía” de la vida ordinaria, el cambio de mentalidad y la conversión total siempre nos reclama Jesús.

Si pasamos de la venganza y el odio y amamos como ama Dios, seremos hijos del Altísimo y será grande nuestra recompensa. Como enseña san Lucas entre líneas: ayudar a los necesitados es el uso más inteligente que se puede hacer de los propios bienes (“la medida que uséis la usarán con vosotros”).

La Eucaristía es el sacramento del amor. Dejémonos prender —como dice santa Teresita de Lisieux— por este Fuego Divino, para que arda toda la ganga y el mal adheridos a nuestro corazón y nos libere de cualquier chispa de recelo y animadversión que nos alejan de nuestros hermanos.


Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016).