Lecturas: Jeremías 17, 5-8; Salmo 1,1-2.3.4 y 6: “Dichoso el hombre que ha puesto su confianza en el Señor”; Corintios 15, 12.16-20; Lucas 6,17.20-26: “Bienaventurados los pobres, porque vuestro es el reino de Dios”.
Se ha convenido en calificar a las Bienaventuranzas como un concentrado de cristianismo, como el corazón del mensaje predicado por Jesús dentro de esa Carta Magna que es el Sermón de la Montaña.
Digamos, con todo, que según lo cuenta san Lucas, el sermón de Jesús no tiene lugar en el monte sino en el llano, dirigido a un grupo grande de gente venida de muchas partes; es verdad que después de haber estado Jesús rezando toda la noche en el monte y haber elegido a los doce apóstoles.
Jesús baja y, siguiendo el esquema de Jeremías y el del salmo primero, propone, ante la opción libre de cada persona, los dos caminos: el de la felicidad y el de la perdición.
Tenemos suerte de poder escuchar hoy esta voz distinta a todo lo que habitualmente escuchamos, el contrapunto necesario que cae sobre nuestro corazón como agua de mayo, como palabras balsámicas en medio de tanto sinsentido, interés personal y soberbia.
Lucas y Mateo relatan esta intervención de Jesús, pero mientras Mateo muestra las bendiciones como actitudes psicológicas, Lucas se refiere a realidades sociológicas. ¿Cuál era la versión original? Vete a saber. Los evangelistas acomodan las palabras de Jesús a la situación y necesidades de sus comunidades, lo mismo que dos medios de distinta tendencia ofrecen dos crónicas del mismo hecho diversamente coloreadas.
Jesús no alaba la pobreza, ni el hambre, ni el dolor, ni la pesadumbre, ni el sufrimiento. Lo que se beatifica es una actitud de confianza, apertura y abandono en Dios, el abrir las manos y esperarlo todo del Señor. Los autosuficientes se apuntalan en las columnas de sus cuentas corrientes y cierran sus manos para que no se les escape nada.
Una traducción podría ser: “Bienaventurados, pobres, porque Dios está cansado de veros sufrir y ha decidido poner manos a la obra y mostraros que os ama. Sois felices porque Dios toma a pecho vuestra suerte de marginados y se pone de vuestra parte como protector y defensor”.
Antes que aceptar o rechazar una lista de dogmas, la Escritura se inclina, para designar a alguien como creyente o increyente, por una elección existencial, por la orientación fundamental de la propia vida.
Jeremías lo subraya incisivamente: “Maldito quien confía en el hombre apartando su corazón de Dios, bendito quien confía en el Señor”. Y para indicar la distinta suerte de ambas categorías, el profeta y el salmo adoptan un simbolismo vegetal: quien confía en Dios es como un árbol junto al borde de la acequia: aguanta el calor y el bochorno, a todas horas está fresco, da sombra y es fecundo; y quien ha puesto su confianza en cualquier otra cosa distinta de Dios es como un cardo en la estepa, paja que arrebata el viento, no lleva fruto, vive en una aridez de muerte.
Jesús habla de los ricos y de los que viven con egoísmo en la opulencia: son el envés de las bendiciones. Algunos dicen que más que una maldición, es una compasión. A pesar de las apariencias son unos desdichados, miopes, ciegos, hipnotizados por falsos valores, Pueden hasta aparentar éxito a corto plazo, pero, a fin de cuentas, acaban en bancarrota porque en el fondo no cuentan con ningún valor seguro.
Hemos oído el Evangelio y ahora tenemos que reflexionar: ¿No damos, a veces, la imagen antipática de quien busca el poder y la vanidad y se aleja del amor y el servicio? ¿Cómo dar ejemplo de felicidad si nos dejamos atrapar por la comodidad o por los brillos del lujo?
La fe es para los cristianos la patente de que, fundados en Él, no podemos naufragar, porque de esa cepa recibimos el frescor y la vida, la fuerza y el amor, la esperanza y la certeza de la razón.
Puesta en Él nuestra confianza, somos dichosos ya en la tierra y, desde luego, nuestra recompensa será grande en el cielo.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)