Lecturas: Isaías 6, 1-2a.3-8; Salmo 137,1-2a,2bc-3.4-5.7c-8: “Delante de los ángeles tañeré para ti, Señor”; Corintios 15, 1-11; Lucas 5, 1-11: “Rema mar adentro, y echad vuestras redes para la pesca”.
Durante este ciclo C, el que nos toca leer y meditar en las lecturas dominicales de este año litúrgico, nos acompaña el evangelista san Lucas que, como todo autor, encierra unas características propias y subraya sus propias intenciones.
Al comienzo de su Evangelio nos topamos con esta escena de la vocación de sus discípulos: Jesús los llama y ellos dejan sus tareas y lo siguen. Pero no solo es el Evangelio el que nos habla de la vocación: también la primera y la segunda lectura.
La vocación de Isaías —el domingo pasado oíamos la de Jeremías— ocurre en el templo, en el marco de una majestuosa visión del Señor, rodeado de serafines, que se gritan unos a otros:
— “Santo, santo, santo es el Señor de los ejércitos; la tierra está llena de su gloria”.
Isaías se queda perplejo y sin habla, contemplando a este Dios soberano y trascendente. Si es imposible explicar al Inefable, ¿cómo se atrevería a hacerlo él, pecador de labios impuros? La conciencia de su debilidad y de su pequeñez le hacen exclamar:
— “¡Ay de mí, estoy perdido! Yo, que pertenezco a un pueblo pecador, he visto con mis ojos al Rey y Señor de los ejércitos”.
Pero, al tocarle los labios uno de los serafines con una brasa ardiente, lo purifica, le hace pasar de la parálisis y de la mudez a la vida y lo convierte en un hombre nuevo, capaz ahora de anunciar la palabra de Dios. De ahí, su frase decidida, llena de atrevimiento y confianza:
— “Aquí estoy; mándame”.
Jesús recluta a sus primeros apóstoles en torno a la Palabra. Ya ha comenzado su ministerio público y se dispone a anunciar los misterios del Reino de Dios escondidos desde siempre en el seno de la Trinidad.
Dice el texto que Jesús se sentó en la barca de Pedro y la gente se agolpaba en las orillas del lago de Genesaret “para oír la Palabra de Dios”. Simón, experto en las artes de la pesca, sabe que es por la noche cuando se puede hacer mayor redada, aunque todo fue inútil la noche anterior. Pero “por tu palabra” —dice a Jesús— “echaré las redes”.
Finalmente, después del milagro espectacular, Jesús los invita a colaborar con Él en el anuncio del mensaje salvador. Son, pues, tres momentos:
- Al principio la palabra es anuncio, catequesis, enseñanza, la verdad necesaria en que hay que fundamentar la vida para no andar extraviados, al retortero de todo viento de doctrina o al aire de las modas predominantes o al compás de lo que dicte el gurú de turno.
- Luego, esa palabra se convierte en fuerza y poder eficaz, cumple lo que ordena; es decir, no es una palabra vacía que no responde a nada; no es un eco de una voz anterior; no es una cáscara hueca de contenido, sino que, al ser pronunciada, crea.
- Finalmente, la palabra es una llamada a la misión que fundamenta la vocación de los primeros discípulos.
En esta secuencia se nos enseñan varias cosas: quién nos envía, a qué se nos envía, qué hemos de predicar, en qué nos hemos de apoyar cuando veamos nuestra indignidad y pecado, a quién hemos de obedecer y de qué autoridad nos hemos de fiar, aunque las evidencias o nuestra propia experiencia desmientan lo que se nos manda, y la actitud que hay que adoptar al ser interpelados por esa palabra que se nos impone como una vocación de por vida.
Cuando tanto parece costar el decidirse por un compromiso, en jugárselo todo a una carta, el relato evangélico es una apuesta de confianza por el Señor.
Decía el poeta romano Propercio en una de sus elegías:
— “Unusquisque sua noverit ire via”, o sea, aprenda cada uno a marchar por su camino.
El aprender supone y exige escuchar las llamadas de Dios, tantas veces escondidas en los acontecimientos cotidianos, en las mediaciones humanas, en los latidos del propio corazón. Solo quien guarda silencio de vez en cuando discierne esa voz interior que resuena en tantos sitios y que nos llama a realizar nuestra propia vocación.
Hablar de esto en el contexto de la jornada anual de Manos Unidas contra el hambre tiene miga. Dos tercios de la humanidad malvive en la pobreza, no puede ir a la escuela ni tiene acceso a la sanidad y se muere de hambre, mientras el tercio restante nada en la abundancia y el derroche.
En vez de atajar las auténticas causas de la injusticia, que provocan la violencia y siembran de cadáveres el mundo, no pocos, algunos con grandes cuotas de poder, se dedican a trastocar el lenguaje y a asegurar y fortalecer sus fortunas y su poder a costa de la miseria de millones.
¿Qué hacer? El mensaje del Evangelio de hoy es tan claro como el lema de la jornada “Compartir es nuestra mayor riqueza”. Somo enviados y, sea cual sea nuestra vocación, siempre estamos llamados a compartir. La Palabra nos llama a la misión y nuestra primera misión es compartir. Dios nos envía a compartir la riqueza del Evangelio, la grandeza ser hijos amados de Dios, a compartir lo que somos y tenemos.
La mayor enfermedad es el hambre, decía Pablo VI. Preguntémonos qué podemos hacer nosotros para remediarlo y actuemos en consecuencia: levantando la voz de la protesta, ayunando, rezando, dando una limosna generosa, compartiendo la vida, etc. Que Dios nos ayude a encontrar, a cada uno, nuestro camino para compartir.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)