Adaptación del texto de la Carta 130 de san Agustín a Anicia Faltonia Proba (†432), noble y creyente cristiana que escribió al santo porque temía no estar orando como debía. Agustín le respondió con este breve y práctico ensayo escrito después del año 411. Parte 2.
Atención: texto resumido y adaptado. Puede consultarse el original en este enlace.
Ejercitar el deseo con la oración
Dios nos ayuda aunque sabe lo que necesitamos antes de pedírselo y mueve nuestro ánimo a pedírselo. Es sorprendente para quien no entiende que Él no busca que le manifestemos nuestra voluntad, pues Él ya la conoce. Su intención es ejercitar nuestros deseos a través de la oración, preparando así nuestra capacidad para recibir lo que nos va a dar (1Co 2,9).
Su don es inmenso y nosotros somos limitados y frágiles para recibirlo. Tendremos una mayor capacidad para recibir ese don tan grande cuanto más firmemente creamos, más firmemente esperemos y más ardientemente deseemos.
En la fe, esperanza y caridad, oramos con un deseo constante. Sin embargo, en ciertos momentos del día también oramos con palabras al Señor. Esto nos da conciencia de nuestros avances en el deseo y así nos anima a intensificarlo. El Apóstol nos exhorta a orar sin interrupción (Flp 4,6), o sea, a “desear sin interrupción” la vida bienaventurada.
La oración nos ayuda a concentrarnos en el bien que deseamos, para que lo que comenzó a enfriarse no se apague del todo por falta de constancia. Debemos ser conscientes de nuestras necesidades a través de la perseverancia. No será inútil ni censurable dedicar un tiempo prolongado a la oración, siempre que otras obligaciones y actividades, que son igualmente buenas y necesarias, no nos lo impidan.
También en esas actividades debemos orar siempre con el deseo. Y no es lo mismo orar con muchas palabras que dedicar un tiempo prolongado a la oración. Hay diferencia entre un extenso discurso y un afecto sostenido. Se dice que el mismo Señor pasaba la noche en oración y oraba de manera prolongada (Lc 6,12). ¿No era un ejemplo para mostrarnos la importancia de orar constantemente, aunque Él y el Padre se escuchan en la eternidad?
Algunos se ejercitan en oraciones frecuentes, pero muy breves, como si fueran lanzadas en un abrir y cerrar de ojos, para que la atención, que es tan necesaria para orar, se mantenga vigilante y alerta, sin fatigarse ni perderse en la palabrería.
La atención no se debe forzar cuando no se puede mantener ni debe retirarse si se puede continuar. Debemos alejar los largos discursos de la oración, pero mantener una súplica siempre que la atención se mantenga ferviente.
Hablar mucho en la oración es convertir un asunto en necesario mediante palabras superfluas. Por el contrario, la súplica sostenida es llamar a la puerta de aquel a quien oramos, realizado con una continua y piadosa emoción del corazón.
A menudo, esta llamada se expresa más con quejidos que con palabras, más con llanto que con discursos. Dios guarda nuestras lágrimas ante Él, y nuestros sollozos no le son ocultos, pues Él, que creó todo por su Verbo, no necesita del verbo humano.
Para nosotros las palabras son necesarias y nos permiten ver lo que pedimos:
- Al decir “santificado sea tu nombre” (Mt 6,9), nos incitamos a desear que el nombre del Señor, que siempre es santo, sea considerado como tal por todos y no sea despreciado.
- Al decir “venga a nosotros tu reino” (Mt 6,9), que vendrá queramos o no, avivamos nuestro deseo de que ese reino venga a nosotros y merezcamos reinar en él.
- Al decir “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo” (Mt 6,9), pedimos para nosotros cumplir su voluntad de la misma manera que la cumplen los ángeles en el cielo.
- Al decir “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy” (Mt 6,9), entendemos por “hoy” el tiempo presente y pedimos lo esencial bajo el nombre de pan; así como el sacramento, necesario no solo para la felicidad de este tiempo, sino para la eterna.
- Al decir “perdónanos nuestras ofensas, así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden”, nos obligamos a reflexionar sobre nuestras acciones para merecer recibirlo.
- Al decir “no nos dejes caer en la tentación”, nos exhortamos a pedirlo, no sea que, sin la ayuda divina, sobrevenga la tentación y consintamos seducidos o cedamos afligidos.
- Al decir “mas líbranos del mal” (Mt 4,12-13), nos recordamos que aún no estamos en ese lugar bueno en el que no padeceremos mal alguno. El cristiano, ante cualquier problema, reza con esa fórmula; con ella llora, por ella comienza, en ella se detiene y por ella termina su oración.
Todas las demás palabras no dicen otra cosa que lo que se encuentra en el padrenuestro. Quien pide algo que no encaje en esta oración evangélica ora de forma errónea.
Por ejemplo, alguien dice: “Muestra tu caridad a todas las naciones, como la has manifestado entre nosotros”; o “que tus profetas sean hallados fieles” (Si 36,4.18). ¿Y qué otra cosa dice sino “santificado sea tu nombre”?
Otro dice: “Dios de las virtudes, vuélvete a nosotros, muéstranos tu rostro y tendremos la salvación” (Sal 79,4). ¿Y qué otra cosa expresa sino “venga a nosotros tu reino”?
Otro dice: “Dirige mis caminos según tu palabra y no me domine iniquidad alguna”. ¿Y qué otra cosa dice sino “hágase tu voluntad así en la tierra como en el cielo”?
Otro dice: “No me des riquezas ni pobreza” (Pr 30,8). ¿Y qué otra cosa dice sino “el pan nuestro de cada día, dánosle hoy”?
Otro dice: “Acuérdate, Señor, de David, de su mansedumbre” (Sal 131,1); o “Señor, si he ejecutado ese mal, si hay iniquidad en mis caminos, si a los que me hicieron mal se lo he devuelto” (Sal 7,4-5). ¿Qué otra cosa dice sino “perdónanos nuestras deudas así como nosotros perdonamos a nuestros deudores”?
Otro dice: “Quítame la sensualidad de la carne y no sea yo esclavo de deseos impuros” (Si 23,6). ¿Y qué otra cosa dice sino “no nos dejes caer en la tentación”?
Otro dice: “Líbrame, Señor, de mis enemigos y defiéndeme de los que se levantan contra mí” (Sal 58,2). ¿Y qué otra cosa dice sino “líbranos del mal”?
Si revisas todas las oraciones de la Escritura, no hallarás nada que no esté contenido y encerrado en la oración dominical. Hay libertad para repetir en la oración las mismas cosas con diferentes palabras; pero no hay libertad para decir cosas distintas.
Esto es lo que, sin duda alguna, debemos pedir para nosotros, para nuestros seres queridos, para los extraños e incluso para nuestros enemigos. Cada uno pedirá, según su relación o la cercanía que tenga con el otro, pero lo hará siempre y cuando en el corazón del que ora haya y arda el afecto.
Supongamos que alguien ora: “Señor, multiplica mis riquezas”; o “dame tanto como le diste a aquel o aquel otro”; o incluso “eleva mi dignidad; hazme poderoso y famoso en este mundo”, o algo similar. Si siente deseo hacia esos bienes seguramente no encontrará en el padrenuestro una oración que se ajuste su petición. Debería darle vergüenza pedirlo si no le da ya vergüenza desearlo; y si siente vergüenza, pero no deja de pedirlo porque su deseo le domina, lo mejor será que pida: “mas líbranos del mal”.
En mi opinión, aquí tienes, no solo las condiciones del que ora, sino también lo que se debe pedir. No soy yo quien te lo enseña, sino quien se ha dignado enseñar a todos. Debemos buscar la vida bienaventurada y pedírsela al Señor.
Aunque muchos han discutido interminablemente sobre esta bienaventuranza, ¿qué necesidad tenemos de acudir a tantos autores y debates? La Biblia lo dice de manera clara y precisa: “Bienaventurado es el pueblo cuyo Dios es el Señor” (Sal 143,15).
Para ser parte de ese pueblo, contemplar a Dios y vivir con Él sin fin, el único camino es la caridad de un corazón puro, de una buena conciencia y de una fe auténtica. Al enumerar estas tres propiedades, la esperanza se coloca en el lugar de la buena conciencia. Por lo tanto, la fe, la esperanza y la caridad conducen a Dios al que ora, es decir, a aquel que cree, espera y desea, y advierte en el padrenuestro lo que ha de pedir al Señor.
Los ayunos, la mortificación de la sensualidad carnal sin dañar la salud y, principalmente, las limosnas, también ayudan mucho a la oración, permitiéndonos decir: “En el día de mi angustia busqué al Señor con mis manos, y por la noche, en su presencia, no fui defraudado” (Sal 76,3). ¿Cómo se busca al Señor con las manos, sino a través de las obras?
Saber pedir como conviene
Si Pablo y los cristianos a quienes se dirigía conocían el padrenuestro, ¿por qué dijo: “No sabemos lo que hemos de pedir como conviene” (Rm 8,26)? Expresó esto porque las preocupaciones y los sufrimientos curan el tumor de la soberbia, nos hacen probar y ejercitar la paciencia.
El Apóstol sugiere que ni él mismo se libró de este desconocimiento, aunque tal vez sabía pedir correctamente, pues en la grandeza de sus revelaciones, y para que no se enorgulleciese, batalló con la debilidad y fragilidad de la carne (1Co 12,7-8).
Entonces pidió al Señor en tres ocasiones que lo librase de tal desesperación, seguramente sin ser consciente de lo que pedía. En su respuesta Dios le manifestó por qué no se cumplía lo que un santo tan grande pedía y por qué no era conveniente que se realizara: “Te basta mi gracia, pues la virtud se perfecciona en la enfermedad” (2Co 12,9).
En estas luchas interiores, que pueden ser útiles o perjudiciales, no sabemos qué pedir de manera adecuada. Debido a su naturaleza molesta y a que aumentan nuestra fragilidad, todos coincidimos en solicitar que se nos libre de ellas.
Pero a nuestro Señor le debemos la gracia de entender que no nos abandona cuando no nos quita esos males, sino que nos anima a esperar mayores bienes al soportar humildemente los sufrimientos. Así, la virtud se perfecciona en la adversidad.
El Señor, en ocasiones, concedió a algunos lo que pedían sin la compasión con que se lo negó al Apóstol. Así, los israelitas que, tras satisfacer su concupiscencia, fueron severamente castigados por su impaciencia (Nm 11,1-34); cuando pidieron un rey a su manera, y no según la voluntad de Dios, se les concedió (2S 8,5-7); incluso al diablo se le permitió lo que pedía para probar a su siervo Job (Jb 1,12; 2,6), y escuchó a los espíritus inmundos que pedían entrar en la piara de cerdos (Lc 8,32).
Fue para que nadie se sienta orgulloso si Dios le escucha cuando pide con impaciencia algo inconveniente, y para que nadie se desanime ante la divina misericordia si Dios no le concede lo que podría ser su perdición o ruina, dejándolo caer en la corrupción de la prosperidad, en el engaño del tener.
En tales situaciones, no sabemos pedir como conviene. Si ocurre lo contrario a lo solicitado, debemos aceptarlo con paciencia y dar gracias a Dios, sin dudar de que lo que sucede por su voluntad es más adecuado a lo que deseamos. Nuestro Salvador nos dejó un ejemplo cuando dijo: “Padre, si es posible, que pase de mí este cáliz”, pero añadió: “Pero no lo que yo quiero, sino lo que tú quieres” (Mt 26,39).
Sin embargo, quien pide al Señor y busca la vida bienaventurada pide con certeza y confianza; no teme que haya obstáculos para recibirla, porque sin ella de nada le servirá cualquier otra cosa que pida.
Esa vida dichosa consiste en contemplar la delicia del Señor eternamente, dotados de inmortalidad e incorruptibilidad. Por ella se pide adecuadamente todo lo demás. Quien tiene esto, tiene cuanto desea; y no podrá desear nada que no sea conveniente.
En ese lugar está la fuente de la vida (Sal 35,10), cuya sed hemos de avivar en la oración mientras vivimos en la esperanza. Ahora vivimos sin ver lo que anhelamos, bajo las alas de aquel ante quien expresamos nuestro deseo, para embriagarnos de la abundancia de su casa y saciarnos en el torrente de su dicha; porque en Él está la fuente de la vida, y en su luz hemos de ver la luz (Sal 35, 8-10). Entonces se satisfará nuestro deseo en los bienes, y no tendremos que pedir a gritos, sino que disfrutaremos de todo.
Aun así, dado que Él es la paz que supera todo entendimiento, no sabemos lo que pedimos de manera adecuada. No podemos imaginarlo tal como es y, por lo tanto, lo ignoramos. En realidad, todo lo que nos viene a la mente lo rechazamos, lo evitamos, lo desaprobamos; sabemos que eso no es lo que buscamos, aunque no sabemos cómo es realmente lo que anhelamos.
En nosotros existe una ignorancia sabia, por así decirlo, sabia gracias al espíritu de Dios, que nos asiste nuestra debilidad. En efecto, el Apóstol dice: “Si lo que no vemos lo esperamos, con paciencia lo aguardamos”; y luego añade: “De un modo similar, el espíritu nos ayuda en nuestra debilidad; porque no sabemos lo que hemos de pedir como conviene; más el mismo espíritu intercede por nosotros con gemidos indescriptibles. Y quien examina los corazones conoce lo que el Espíritu sabe, pues intercede según Dios por los santos” (Rm 8,25-27).
El Espíritu de Dios intercede por los santos porque impulsa a los santos a interceder. Del mismo modo se dice: “El Señor vuestro Dios os pone a prueba para ver si le amáis” (Dt 13,3), es decir, para que vosotros lo reconozcáis.
El Espíritu Santo incita a los santos a interceder con gemidos inefables, inspirándoles el deseo de esa gran realidad, que aún nos es desconocida y que esperamos con paciencia. ¿Cómo expresar lo que se ignora pero se desea? Si nos fuera completamente desconocido, no lo desearíamos; pero si lo viéramos, no lo desearíamos ni lo pediríamos con ansia.
Teniendo en cuenta todo esto, y cualquier otra cosa que el Señor te sugiera y que yo no haya mencionado, o que sea demasiado extensa para relatar, esfuérzate por seguir luchando a través de la oración.
Ora con esperanza, ora con fidelidad y amor, ora con perseverancia y paciencia; ora como la viuda de Cristo. Aunque, como Él enseñó, el acto de orar corresponde a todos sus miembros, es decir, a todos aquellos que creen en Él y están unidos a su cuerpo, en la Escritura se asocia de manera especial a las viudas la preocupación más diligente por la oración.
Se citan con gran honor a dos Anas: una casada, que dio a luz al santo Samuel, y otra viuda, que conoció al Santo de los Santos cuando aún era un niño (Lc 2, 36-38). La primera oró en la angustia de su alma y en la aflicción de su corazón, porque no tenía descendencia; y recibió a Samuel, a quien luego devolvió a Dios, tal como había prometido al pedirlo.
Es difícil establecer cómo su petición se enmarca en el padrenuestro, a menos que se relacione con “líbranos de mal”; porque ella consideraba un mal menor estar casada y no tener hijos, ya que la razón de criar a los hijos podría excusar esa condición.
Ahora, considera lo que se dice de la otra Ana, la viuda: “No se apartaba del templo, sirviendo día y noche con ayunos y súplicas” (Lc 2,37). Esto está en consonancia con las palabras de Pablo: “La que es verdadera viuda y desolada, espera en el Señor y persevera en la oración de día y de noche” (1Tm 5,5).
También el Señor, al alentarnos a orar siempre y no desmayar, citó a una viuda que, con sus continuas interpelaciones, obligó a un juez inicuo, impío y despreciador de Dios y de los hombres, a atender su caso (Lc 18, 1-5).
Las viudas, más que nadie, deben dedicarse a la oración. Esto se deduce al ver que, para motivarnos a todos en el empeño de orar, se nos presenta el ejemplo de las viudas como un ejemplo motivante e interpelante.
¿Y qué es lo que se observa en las viudas en relación con la práctica de la oración, sino su desamparo y desolación? El alma que se siente desamparada y desolada en este mundo, mientras peregrina lejos del Señor (2Co 5,6), manifiesta, mediante su perseverancia y fervorosa súplica, una especie de viudez ante Dios, su defensor.
Ora tú como viuda de Cristo, que aún no disfrutas de la presencia de Aquel cuyo auxilio imploras. Y aunque seas rica, ora como si fueras pobre. Porque todavía no posees las auténticas riquezas del futuro, donde ya no deberás temer daño alguno.
Aunque tengas hijos, nietos y una familia numerosa, ora como desamparada. Todo lo temporal y material es incierto, incluso si, para nuestro consuelo, se mantiene hasta el final de esta vida. Si buscas y anhelas las cosas de arriba (Col 3,1-2), deseas lo eterno y lo seguro; y como aún no las tienes, debes considerarte desolada, incluso si mantienes todos tus bienes y recibes honores de todos.
Y no solo tú, sino también tu estimada nuera, siguiendo tu ejemplo, así como las demás santas viudas y vírgenes que están bajo vuestra protección. Cuanto mejor administres tu hogar, más deberías insistir en la oración, sin dejarte atrapar por las preocupaciones de los asuntos presentes, a menos que sean necesarios para una buena causa.
No te olvides, al final, de orar por mí con diligencia. No quiero tal honor si me vais a quitar la ayuda que considero necesaria. La familia de Cristo oró por Pedro y también por Pablo (Hch 12,5; 13,3). Me alegra saber que vosotros formáis parte de esa familia. Sin embargo, como bien sabéis, necesito infinitamente más que Pedro y Pablo de las oraciones de mis hermanos y hermanas.
Perseverad en la oración pues lucháis no entre vosotras, sino todas juntas contra el enemigo de todo lo santo. La oración se fortalece enormemente con el ayuno, las vigilias y todo sacrificio. Cada una de vosotras debe hacer lo que pueda. Lo que una no puede realizar, otra lo hará por ella, si ama en la otra lo que ella no puede hacer.
Por lo tanto, la que menos puede no debe impedir a la que puede más, ni esta última exigir a la que puede menos. Porque todas debéis vuestra conciencia a Dios. En cambio, a ninguna de vosotras os debéis nada, sino la mutua caridad (Rm 13,8).
Que el Señor os escuche, ya que Él puede hacer más de lo que pedimos o entendemos (Ef 3,20).