Adaptación del texto de la Carta 130 de san Agustín a Anicia Faltonia Proba (†432), noble y creyente cristiana que escribió al santo porque temía no estar orando como debía. Agustín le respondió con este breve y práctico ensayo escrito después del año 411. Parte 1.

Atención: texto resumido y adaptado. Puede consultarse el original en este enlace.

Me pediste que te escribiera sobre cómo orar y aquí están estas palabras ahora que tengo tiempo y ganas para ayudarte con mucho gusto, con cariño y en el espíritu de Jesús. La verdad, me hizo súper feliz que me lo pidieras, porque me di cuenta de cuánto te importa algo tan importante.

¿Qué mejor oportunidad que la viudez para dedicarte a orar día y noche, como dice el Apóstol, la que es verdaderamente viuda y está sola, ponga su esperanza en el Señor y persevere en la oración día y noche? (1Tm 5,5).

Algunos quizá se sorprendan al ver que, siendo noble, de buena posición y madre de una gran familia, te preocupes tanto por orar. Pero eso es porque sabes que, en esta vida, nadie puede sentirse completamente seguro sin confiar en algo más grande.

El deseo de orar no viene de la nada. Es Dios quien te lo ha puesto, el mismo Dios que puede hacer que un rico entre en el reino de los cielos, te inspiró a buscarlo y preguntarte cómo debes orar. Jesús llevó al rico Zaqueo hacia el Reino de Dios. Y después de su resurrección, el Espíritu Santo inspiró a muchos ricos a dejar de aferrarse a sus bienes, haciéndolos aún más “ricos” al liberar su corazón de la avaricia.

Cómo ser para poder orar

¿Cómo tendrías tú esa necesidad de orar si no confiaras en Dios? ¿Y cómo confiarías en Él si estuvieras más enfocada hacia tus riquezas? San Pablo decía que quienes tienen bienes no deben ser arrogantes ni poner su esperanza en algo tan incierto como el dinero, sino en Dios, que nos da todo lo que necesitamos para disfrutar la vida. Su consejo era ser generosos, compartir con gusto, y acumular en el “banco” del cielo con buenas acciones, para así ganar la verdadera vida eterna (1Tm 6,17-19).

Entiendo que tu deseo de una vida plena te haga sentirte vacía, incluso aunque todo parece irte bien. Comparada con la vida real que Dios ofrece, esta vida, por muy feliz y larga que sea, no es más que una sombra. Dios promete un consuelo genuino, una paz verdadera y duradera: “Te daré un consuelo real, paz tras paz” (Is 57,18.19). Sin ese consuelo, cualquier otra “felicidad” de este mundo deja una sensación de vacío más que de paz.

La riqueza, los altos cargos, esas cosas que parecen dar satisfacción a muchos, no son una felicidad real. Nos engañan porque la verdadera felicidad no está en ellas. ¿Qué tranquilidad te da algo si necesitas aferrarte a ello por miedo a perderlo, o si te consume el deseo de tenerlo?

No te hace mejor el tener estas cosas; en realidad, solo se vuelven buenas cuando alguien que ya es bueno las usa con sabiduría. El consuelo verdadero está donde está la verdadera vida, porque para ser realmente feliz hay que ser una buena persona.

Hay personas buenas que ofrecen mucha ayuda y consuelo en esta vida. Cuando la pobreza golpea, el duelo nos entristece, el dolor físico se hace fuerte, o estamos lejos de casa y sentimos angustia, esos amigos son un alivio enorme, saben no solo celebrar los buenos momentos sino también llorar en los difíciles. Su compañía nos ayuda a llevar la cruz y afrontar las dificultades. Es Dios quien actúa en ellos, haciéndolos buenos y compasivos por medio de su Espíritu (Lc 11,13).

Aunque no falte dinero, la salud esté perfecta y estemos en casa rodeados de los nuestros, esas riquezas y comodidades no saben igual si hay personas malas cerca. El temor a las traiciones, al engaño o las discusiones amargan esa “buena vida”. La verdad es que nada de este mundo se disfruta igual sin una buena amistad.

¿Quién puede ser tan buen amigo para confiar en él ciegamente? Ni siquiera sabemos cómo cada uno reaccionará mañana; ¿cómo conocer a otro del todo? Esta falta de certeza e incertidumbre sobre el corazón humano hace que san Pablo recuerde que no juzguemos antes de tiempo, antes que venga el Señor. Él hará visible lo que está oculto en los corazones, y solo entonces recibiremos el reconocimiento de Dios (1Co 4,5).

En esta vida, a veces oscura y “lejos” de Dios, necesitamos sentirnos almas desoladas para mantenernos en oración. La Biblia es algo así como una lámpara en la oscuridad, hasta que llegue la luz verdadera que brille en nuestros corazones, Dios mismo. Pero para poder verlo necesitamos limpiar los corazones por medio de la fe (Hch 15,8), porque solo “los puros de corazón verán a Dios” (Mt 5,8). Sabemos que cuando Él se muestre, seremos semejantes a Él, porque lo veremos tal como es (Jn 3,2).

Después de esta vida habrá una vida y consuelo verdaderos que reemplazarán toda soledad y sufrimiento, nos librará de la muerte y del dolor, no habrá más lágrimas. Como dice el Salmo, Dios librará nuestros pies de la caída. No habrá más tentaciones ni necesidad de orar, porque no estaremos esperando algo bueno sino disfrutándolo plenamente. “Alabaré al Señor en la tierra de los vivos” (Sal 114), viviré de verdad, no en el “desierto de los muertos” de ahora.

“Estamos muertos y nuestra vida está escondida con Cristo en Dios; pero cuando aparezca Cristo, nuestra vida, también nosotros apareceremos con Él en gloria” (Col 3,3-4). Esa es la verdadera vida que debemos buscar, y los ricos han de buscarla a través de sus buenas obras.

En tu oración debes decir: “Mi alma tiene sed de ti; cuánto te desea mi carne en esta tierra desierta, sin caminos y sin agua” (Sal 62,2-3). Aunque esté llena de cosas buenas y personas a nuestro alrededor, esta vida es limitada y pasajera, llena de alegrías inciertas. Comparadas con la felicidad que Dios promete, ¿qué valen?

Siendo una viuda rica y de familia noble, madre de muchos hijos, me pediste que te hablara sobre la oración. Te invito a reconocerte “sola”, aunque estés rodeada de seres queridos que te cuidan, porque aún no has llegado a la verdadera vida, esa en la que encontramos el consuelo completo y verdadero.

De esa vida futura dice el salmo: “Al amanecer, nos saciaremos de tu amor y estaremos alegres y felices todos nuestros días. Recordaremos con gratitud los días en que pasamos dificultades y los años en que vivimos momentos difíciles” (Sal 89,14-15).

Aunque disfrutes de muchas cosas buenas en esta vida, recuerda que estás “sola” y mantén tu oración constante, de día y de noche (1Tm 5,5). Recuerda que quien vive en placeres, aunque esté vivo, ya está muerto 1Tm 5,6).

Las personas se enfocan en lo que valoran y creen que les da felicidad. Pero “si las riquezas abundan, no pongas el corazón en ellas” (Sal 61,11); no te aferres a esos placeres ni te creas más feliz si son abundantes y parecen fluir sin fin. Más bien míralos con indiferencia, solo válidos por la simple salud física, importante para esta vida. Pero en el futuro, viviremos en una salud perfecta, eterna, estable y sin corrupción. “No conviertan el cuidado del cuerpo en un deseo obsesivo” (Rm 13,14). Es decir, cuidemos de nuestro cuerpo, pero solo para salvaguardar su salud, sin excesos ni defectos.

Si una viuda se deja llevar y se apega a los placeres de esta vida, aunque esté viva, su espíritu está “muerto”. Por eso, muchos santos y santas se alejaron de esos placeres; decidieron compartir su riqueza con los necesitados, en lugar de dejar que se convierta en fuente de distracciones y tentaciones. Así, en lugar de tener esos bienes aquí, los trasladaron a un “tesoro celestial” mucho más seguro.

Si no puedes repartir tus bienes porque tienes responsabilidades familiares, sabes bien que tendrás que rendir cuentas a Dios sobre cómo los manejaste. Nadie conoce tus pensamientos y tu situación mejor que tú misma. Solo Dios, en su momento, sacará a la luz lo que hay en cada corazón, Él reconocerá a cada cual (1Co 4,5).

Si disfrutas de comodidades, tu misión es que tu corazón no se apegue a ellas, pues un corazón que quiere alcanzar la vida verdadera debe estar elevado. Busca ser de aquellos de quienes se dijo: “Sus corazones vivirán eternamente” (Sal 21,27).

Qué pedir en la oración

Hasta aquí he hablado sobre cómo ser para poder orar. Ahora, veamos qué debes pedir en la oración. “No sabemos pedir como conviene” (Rm 8,26). Temes que pedir de forma equivocada sea peor que no pedir nada. Te lo resumo: pide la vida verdadera y plena, la vida feliz. Todos desean alcanzarla; incluso quienes viven mal o de manera impulsiva, lo hacen creyendo que así encontrarán la felicidad. Entonces, ¿qué deberías pedir? Lo mismo que buscan todos, buenos y malos, pero que solo los buenos realmente alcanzan.

¿Qué es la vida verdadera y plena? Esta pregunta ha atormentado a muchos filósofos a lo largo de la historia. Y cuanto menos se reconoce a la Fuente de la vida y se es agradecido con Dios, menos se logra encontrar.

Algunos dicen tristemente que es feliz quien vive según su propia voluntad. ¿Y si alguien decide vivir injustamente? ¿No es más infeliz cuanto más fácil le resulta seguir sus impulsos destructivos? Hasta quienes filosofaron sin creer en Dios llegaron a rechazar esta idea. Un gran orador, dijo: “Hay quienes creen que ser feliz es vivir como uno quiere. Es mentira, porque querer lo que no es bueno es, en sí mismo, una miseria. No conseguir lo que deseas es menos doloroso que desear cosas que no te convienen”.

Es verdaderamente feliz quien tiene lo que quiere y no desea nada malo. Así que rodéate de personas que no quieren el mal. Algunos son mejores que otros, pero todos ellos buscan cosas que les son convenientes.

¿Podemos afirmar son verdaderamente felices quienes tienen la salud propia y de sus seres queridos? Estarían muy lejos de alcanzar la vida verdaderamente feliz si no poseen bienes más grandes, más valiosos y más útiles que esos.

¿Y desear para sí mismos y para los suyos honores y reconocimientos? Es bueno cuando no es por egoísmo, sino por el bien que puedan traer. No es apropiado quererlo por aparentar, por vanidad o por ser el centro de atención.

También se puede desear estabilidad económica. Dice san Pablo: “La piedad con las necesidades básicas cubiertas es una gran ganancia. Porque, al final, no trajimos nada a este mundo y no nos llevaremos nada al irnos. Si tenemos comida y ropa, debemos estar contentos con eso. Pues los que pretenden enriquecerse caen en la tentación, trampas tontas y dañinas que llevan a la ruina y en la perdición. Porque raíz de todos los males es la avaricia. Algunos, al dejarse llevar por ella, se alejaron de la fe y se meten en un montón de problemas” (1Tm 6,6-10).

Quien desea lo básico y nada más, no desea nada malo. Esa suficiencia pedía y deseaba aquel que decía: “No me des riquezas ni pobreza; dame lo que necesito para vivir, no sea que, satisfecho, me convierta en mentiroso y diga: ‘¿Quién me ve?’ O que, apretado por la pobreza, termine robando y perjudiquen el nombre de Dios” (Prov 30,8-9).

Esta suficiencia permite la salud y mantener un decoro adecuado para relacionarse con los demás de manera honesta y civilizada. En todas estas cosas lo que realmente se busca es la integridad del ser humano y la amistad. La suficiencia está relacionada con ambos bienes.

La integridad tiene que ver con la vida misma: con la salud y con el bienestar tanto del alma como del cuerpo. La amistad no se limita al círculo cercano, sino que abarca a todos aquellos que merecen nuestro amor y nuestra bondad, incluso a los que son nuestros enemigos, porque se nos pide orar por ellos.

Esto significa que a ninguna persona se le debe negar nuestra caridad, debido a la fraternidad universal que compartimos con toda la humanidad, aunque nos cueste un poco más con algunos que con otros y prefiramos la compañía de aquellos que también nos aman de manera sana y sincera. Por lo tanto, hay que orar por estos bienes: si ya los tenemos, para no perderlos; y si no los tenemos, para conseguirlos.

Pero la suficiencia debe ser vista como secundaria cuando se trata de alcanzar la vida eterna. Aunque tengamos buena salud, el espíritu no está sano si no priorizamos lo eterno sobre lo material. No podemos vivir de manera significativa en el presente si no estamos construyendo méritos para lo que vendrá.

Así que está claro que todo lo que deseamos de manera útil y adecuada debe estar orientado hacia esa vida en la que vivamos con Dios y de Dios. Nos amamos a nosotros mismos de manera correcta cuando amamos a Dios. Y siguiendo este principio, amamos de verdad a nuestros hermanos y hermanas como a nosotros mismos cuando, dentro de nuestras posibilidades, les guiamos hacia un amor semejante por Dios.

Amamos a Dios por sí mismo, y a nosotros mismos y a los demás, por Él. Pero, aunque vivamos así, no debemos pensar que ya hemos alcanzado la vida bienaventurada y que no tenemos nada más que pedir. ¿Cómo tener una vida realmente dichosa y feliz si nos falta lo único por lo que vivimos bien?

¿Por qué nos preguntamos qué pedir y nos obsesiona no hacerlo correctamente? Podemos recordar lo que dice el Salmo: “Una cosa pido al Señor, esto buscaré: habitar en la casa del Señor todos los días de mi vida, para contemplar la belleza del Señor y visitar su santo templo. (Sal 26,4)”.

En esa morada todos los días son simultáneos y eternos, esa vida es infinita. Para alcanzar esa vida bienaventurada, el mismo y verdadero Dios, a través de Jesús, nos enseñó cómo orar; no con muchas palabras, como si el hablar mucho nos hiciera ser más escuchados, porque, como Él mismo dijo, oramos a Aquel que conoce nuestras necesidades antes de que se las expongamos (Mt 6,7-8).

Sorprende que nos exhorte a orar quien conoce nuestras necesidades. Dijo que es necesario orar siempre y no desfallecer, usando como ejemplo a una viuda que, a fuerza de súplicas, fue escuchada por un juez injusto. Este no se inmutó a la justicia o caridad, pero se sintió agobiado con la insistencia. De ahí, que Jesús nos enseña que el Señor, justo y misericordioso, escuchará nuestras oraciones si perseveramos en ellas.

Jesús muestra que con disposición y bondad nos escuchará Dios, el que no duerme y nos despierta cuando estamos adormecidos. Cristo ilustra esto con el relato de un hombre que, al recibir a un amigo en casa y no tener qué ofrecerle, le pide a otro tres panes, simbolizando quizás la Trinidad. A pesar de que este estaba acostado, se vio obligado a levantarse y darle los panes más por la molestia que por ganas (Lc 11,5-13). Si uno que está dormido actúa por la insistencia de un pesado, con mayor razón el que no duerme responderá cuando le pidamos.

Y nos dice: “Pedid, y recibiréis; buscad, y hallaréis; llamad, y se os abrirá. Porque todo el que pide recibe, el que busca encuentra y a quien llama se le abre. ¿Quién de vosotros, si su hijo le pide un pan, le dará una piedra? ¿O si le pide un pez, le dará una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le dará un escorpión? Si vosotros, siendo imperfectos, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¿cuánto mejor dará vuestro Padre celestial bienes a quienes se los piden? (Lc 11,9-13)”.

San Pablo recomienda tres virtudes. La primera es la fe, simbolizada en el pez (1Co 13,13), símbolo que puede venir por el agua del bautismo, o porque la fe se mantiene firme entre las adversidades de este mundo; en contraposición a la fe, está la serpiente, que, con su lengua viperina, lleva a renunciar a la fe en Dios.

La segunda virtud es la esperanza, representada por el huevo, símbolo que viene de la vida del pollo que aún no ha comenzado; no es visible todavía, sino que se espera, dado que “la esperanza que se ve ya no es esperanza” (Rm 8,24). La esperanza se opone al escorpión, ya que quien espera la vida eterna olvida lo que deja atrás y se dirige a lo que tiene por delante. Mirar atrás es perjudicial: el escorpión tiene atrás su aguijón venenoso.

La tercera virtud es la caridad, simbolizada en el pan. Es la mayor de las tres (1Co 13,13), ya que el pan supera en utilidad a todo lo demás y se opone a la piedra, pues los corazones endurecidos rechazan el amor.

Aunque estos símbolos pueden tener otras interpretaciones, no cabe duda de que quien sabe dar buenas cosas y cuidar a sus hijos nos invita a pedir, buscar y llamar.