Martín Heredero es doctor en Filosofía (2024), máster en enseñanza de la Filosofía, profesor asociado del Departamento de Filosofía de la Universidad de Valladolid y profesor de Filosofía y de Valores éticos del Colegio San Agustín de los Agustinos Recoletos en Valladolid.
Por Martín Heredero Campo, doctor en Filosofía.
Decir que “hacer filosofía” es “aprender a morir” no es decir nada nuevo: ya lo mostró Sócrates ejemplarmente, y otros tantos lo repitieron. No obstante, esta caracterización ya clásica de la filosofía como ars moriendi ha sufrido lo que le pasa tantas veces a lo clásico: ha sido dada por hecho.
Parece, sin embargo, que la gravedad del tema nos obliga a repensar una vez más qué es esto de aprender a morir, y si acaso se puede aprender a hacer eso que todos tendremos que experimentar sin saber muy bien en qué consiste.
Quizá podamos dar un primer paso en el esclarecimiento de esta cuestión si pensamos sobre qué es la muerte. De ella no tenemos experiencia de primera mano, pero sí que conocemos lo que es el morir a través de otros. Este examen diferido puede aclararnos cómo mantener la mirada a este misterio, y eso es lo que nos permite hacer un bellísimo pasaje de Las confesiones de san Agustín.
Me refiero a las palabras con las que el santo narra un acontecimiento crucial de su biografía, en el libro IV: la muerte de un amigo amado. Tras haber perdido a su compañero, el obispo de Hipona se encuentra tan desorientado, y es tan grande la ausencia de sentido que vive, que solamente puede decir:
— Factus eran ipse mihi magna questio.
Es decir, que la muerte de su amigo le ha convertido en un enigma para sí mismo. La experiencia de la muerte se revela, de esta manera, no como una pregunta más, sino como una problematización global de la existencia.
Sabedores de que lo que amamos cuando amamos las cosas temporales ha de desaparecer, ¿qué podemos hacer? Pues, si resulta que el ser de todo lo que conocemos en el tiempo y en el mundo consiste en pasar hasta su disolución definitiva en la nada, la vida no sería nada más que un caminar hacia la muerte.
Este hallazgo, enraizado en la experiencia vital, permite considerar la muerte como una experiencia ontológica. En ella, se nos revela el ser de lo que existe en la finitud que le constituye; en la precariedad de la que se encuentra transida la criatura cuyo vivir es, así visto, un paulatino morir.
Pero, dicho con Miguel de Unamuno, pareciera que en el hombre de carne y hueso hay un hambre y una sed de eternidad que ninguna realidad finita puede saciar. No nos referimos aquí a algo distinto de esa inquietud del corazón señalada por san Agustín al comienzo de Las confesiones, cuyo descanso solamente puede darse en la eternidad.
Por ello, afirmará el santo de Hipona que el enorme dolor producido por la muerte del ser querido no es del todo indisociable de un desordenado amor por las rerum mortalium, o sea, un apego excesivo a las cosas temporales.
Resulta, pues, que hemos de reestablecer el ordo amoris que permite amar los distintos órdenes de la realidad según su medida. Así, san Agustín examinará los distintos estratos de la realidad con el alma puesta en ellos, interrogando si lo creado puede satisfacer esa sed metafísica que habita en la criatura sabedora de su finitud.
Y cuando san Agustín le pregunta a la tierra, a los astros, a los animales y a todas las bellezas de la Creación, solamente obtiene una respuesta:
— Neque nos sumus Deus quem quaeris: ellas no son lo que el hambriento de Dios necesita.
Dada la insuficiencia constitutiva de las realidades mundanas, el itinerario de la búsqueda de sentido ante la realidad de la muerte, esa posibilidad de absoluta imposibilidad, como dirá Heidegger en el siglo XX, exige replegarse a una posición de interioridad que trascienda lo sensible y nos obligue al examen del alma.
Por eso dice el santo en los Soliloquios:
— Deum et animam scire cupio. Solamente Dios y la propia alma son la búsqueda a la que aspira san Agustín.
Será en esta pesquisa donde descubrirá que el modo en que el alma trasciende su temporalidad en la oración, la conversión y el éxtasis permite vivenciar la elevación desde la precariedad ontológica de la criatura hasta la eternidad del ser pleno, es decir, el camino de salvación.
Por otra parte, el modo en que Dios interviene en el tiempo finito de la criatura será también objeto de estudio, y aquí nos topamos con el misterio de la gracia. En ambos casos, aunque en direcciones distintas, se trata de examinar el misterioso vínculo entre el tiempo y la eternidad, y quizá sea justamente aquí donde hayamos de reconocer la enseñanza que nos presenta la muerte.
El carácter inexorable del pasar de las cosas, cuando es vivido hasta sus últimas consecuencias, nos obliga a confrontar la finitud que nos es propia. Empero, este momento coincide con el hallazgo de la posibilidad de la trascendencia.
Así, el análisis de la temporalidad será la clave existencial para rastrear la huella de la eternidad en nuestro ser. Lo hará san Agustín examinando cómo el amor por la vida eterna remite a una suerte de memoria metafísica que nos hace reconocer una coincidencia entre este recuerdo de la plenitud querida de nuestro ser y entre la sustancia de nuestra esperanza.
Parece, pues, que aprender a morir es, al menos en cierta medida, aprender a esperar, pues es la esperanza el modo en que la criatura finita puede rozar la eternidad desde el tiempo.