El agustino recoleto Alberto Fuente (Barcelona, España, 1969), para finalizar la Semana de Oración por la Unidad de los Cristianos, recuerda la propuesta agustiniana de “habitar unánimes una misma casa y tener una sola alma y un solo corazón”.
Finalizamos hoy la Semana de oración por la Unidad de los cristianos. En la Iglesia Católica esta celebración es una herencia del movimiento ecuménico de raíz protestante, del Concilio Vaticano II y de unos años de optimismo, quizá algo ingenuo, en los que la unión de los cristianos parecía un logro fácil de conseguir.
Pasado ya más de un siglo desde que la Iglesia Católica se adhirió a esta celebración (1966), somos más conscientes de las dificultades de una unidad que es don de Dios y tarea humana, nunca del todo alcanzada en este mundo y por eso, en último término, siempre de carácter escatológico.
No es nada fácil conjugar creativamente la tensión entre los valores de la unidad y la diversidad con sus polos negativos de la uniformidad y la división presentes en todos las ámbitos (antropológico, social y religioso) de un ser humano histórico, finito y pecador y, aun así, radicalmente abierto a Dios y a los demás en una relación de comunión.
Si acudimos a Dios Trinidad, fundamento de nuestra fe, descubrimos que en Dios, pero sólo en Él, se da ese equilibrio perfecto de la comunión en la unidad y la pluralidad de las tres divinas personas: Padre, Hijo y Espíritu Santo.
En toda realidad creada, imagen de Dios Trinidad, van a estar presentes el impulso radical a esa comunión y el obstáculo real del pecado, que rompe la comunión por cualquiera de sus dos vertientes, sea la de la imposición orgullosa y uniformadora o la del énfasis egoísta y miope que encierra en lo propio hasta la separación y división.
Concretizando un poco, en la realidad actual del ecumenismo percibo la influencia, negativa a mi modo de ver, de las ideologías. Y esto en todos los ámbitos: global del mundo pluri-religioso; entre los cristianos de todas las denominaciones; y en el más concreto, en nuestras parroquias y comunidades católicas.
Hoy muchas veces se dan alianzas e incluso experiencias de aparente comunión, pero que en realidad se basan en la ideología.
Y así, los católicos conservadores se alían con los protestantes conservadores, o con la ortodoxia reaccionaria, o con el sionismo nacionalista-conservador e incluso, en ciertos aspectos, basados en la confluencia de ciertos “valores innegociables”, con el Islam radical o hasta con el conservadurismo o liberalismo radical agnóstico o ateo.
Y, por otro lado, los cristianos progresistas se alían de modo semejante con todas las personas que comparten esa ideología, sean del grupo religioso que sean.
Todo este diálogo religiosos entre conservadores y progresistas, aunque limitado por carecer de raíz profunda, me parece lícito y bueno. Lo que critico es que muchas veces su fundamento es la concordancia e interés ideológico, social, político y económico, y no la raíz evangélica del amor de y a Dios y a los hermanos.
Ser cristianos, por encima de cualquier ideología, es seguir la invitación y capacitarse para superar todo odio y toda condena y vivir desde el perdón y el diálogo activo, ese que escucha, acompaña comprende y ama.
Vivimos en una sociedad muy dividida y con una falta real de contacto, diálogo y reconocimiento del otro. San Agustín era muy consciente de esta realidad de la división, que vivió en propias carnes, cuya raíz es el pecado; pero también de que somos creados y redimidos por y para la unidad-comunión humano-divina, que es nuestro origen y destino:
“Lo primero por lo que os habéis congregado en comunidad es para que habitéis unánimes en la casa y tengáis una sola alma y un solo corazón dirigidos hacia Dios”.
Así pues, para quienes seguimos su carisma esta comunión, si bien es tarea escatológica nunca lograda del todo, es, ante todo, la gracia del amor derramado por el Espíritu Santo en nuestros corazones (Romanos 5,5).
De ahí que la comunión verdadera sólo puede ser fruto de las virtudes teologales de la fe, la esperanza y, sobre todo, la caridad. Y como muy bien nos enseñó Jesús en su doble mandamiento del amor a Dios y al prójimo, está íntima y necesariamente conectada la verdadera experiencia del Dios cristiano del amor de/a Dios con la verdadera, ardua y costosa tarea del amor al prójimo.