Domingo III del Tiempo Ordinario.

Lecturas: Nehemías 8, 2-4a. 5-6. 8-10; Salmo 18, 8. 9. 10. 15: “Tus palabras, Señor, son espíritu y vida”; I Corintios 12, 12-30; Lucas 1,1-4;4,14-21: “He resuelto escribírtelos por su orden, después de investigarlo todo diligentemente desde el principio, para que conozcas la solidez de las enseñanzas que has recibido”.

A la luz de lo que hemos proclamado, estamos en el buen camino. Nos hemos reunido para hacer memoria de Jesús y hacer actual la Buena Nueva de su Reino. Si los profetas anticiparon, a través del túnel del tiempo, un retrato en “negativo” del Señor, el propio Jesús lleva a la perfección todas las descripciones y vaticinios de la Antigua Alianza.

Él, perfecto revelador del Padre, ofrece el precioso “positivo” del rostro de Dios. San Agustín lo decía en magistral síntesis: “La ley antigua estaba preñada de Cristo”.

¡Qué maravillosa correspondencia entre la primera lectura y el Evangelio de hoy! ¡Cuántas coincidencias entre la Fiesta de las Tiendas y la homilía de Jesús en la Sinagoga de Nazaret!

Si alguna vez nos hemos preguntado sobre el sentido de nuestras reuniones litúrgicas dominicales, hoy tenemos la ocasión de encontrar la respuesta a tal interrogante. Meditar en estos textos nos ayudará a entender lo que debe ser el “día del Señor” en nuestra vida y a pasar de ese odioso “voy a misa porque está mandado” a “vivir la fiesta del encuentro” de quienes nos sentimos hermanos e hijos del mismo Padre.

¡Tus palabras, Señor, son espíritu y vida! ¡Qué poderosa y solemne la Palabra de Dios en el Génesis! Todas las cosas acuden presurosas de la nada y ocupan sus puestos asignados.

¡Qué íntima y cercana la Palabra de Dios en Belén, acampada en la hermosa tienda de Nuestra Señora! ¡Qué necesaria e insustituible la Palabra de Dios en el camino de nuestra vida terrena!

La Palabra es la campana que nos congrega como miembros de la única Iglesia, el arquitecto que nos forma y edifica como pueblo de la Nueva Alianza en la Sangre de Cristo, la espada de doble filo que nos hiere y purifica de nuestras maldades, la playa que nos da descanso y sosiego después de la fatiga, la luz que nos ilumina, la mano y la fuerza que nos sostiene, el techo que nos cobija, el paisaje que llena de gozo los ojos y el corazón de tantos hombres y mujeres agobiados.

¿Cómo aguantar el peso de la jornada y la fatiga del trabajo sin una comida que repare las fuerzas? ¿Cómo dar con la salida a la libertad de este mundo laberíntico si olvidamos la brújula que nos oriente?

¡Qué importante escuchar a Dios cuando habla! Cuando un pequeño intentaba meter baza en una conversación de mayores, decían en algunas partes este dicho: “Niño, tú, habla cuando mee la gallina”.

Los niños, normalmente, no son capaces de aportar soluciones a los asuntos complejos. Pero cuando Dios habla —según el salmo—, caen derrotados los enemigos y tiemblan las naciones. Todo pasa, pero la Palabra de Dios permanece. ¿No hablamos y hablamos a veces hasta amortiguar la Palabra del Señor? ¿No concedemos la palabra a oscuros influencers y se la negamos a Dios?

Después de la repatriación de Babilonia, el pueblo judío no tenía templo, en ruinas, pero la Palabra de Dios reúne a los dispersos y les devuelve su identidad. Esdras lee; los levitas comentan; el pueblo escucha. Brevemente se indican todas las disposiciones para escuchar a Dios:

Silencio (“todo el pueblo estaba atento”), respeto (“se postran rostro en tierra y escuchan de pie”), confrontación de la conducta propia con el texto sagrado, dolor de los pecados y arrepentimiento (“el pueblo entero lloraba”), gozo por descubrir la voluntad de Dios en la ley (“comed, bebed…, no estéis tristes”).

En Nazaret, la proclamación de la Palabra de Dios es más modesta en su forma exterior, pero más profunda. El Señor se apropia la cita de Isaías: “El Espíritu del Señor… me ha enviado para dar la Buena Nueva a los pobres, para anunciar la libertad a los cautivos y la vista a los ciegos, para dar la salvación a los oprimidos y anunciar el año de gracia del Señor”. ¿Puede haber un programa más positivo?

En la Palabra de Dios de los domingos está la alegría profunda de sentirnos unidos en la misma fe, celebrar el amor del Padre manifestado en la oblación de Jesucristo, y la esperanza de compartir un día la común compañía de Dios y de los santos. Si no se logra, no hay que atribuírselo al mensaje del Señor, sino a la mala explicación del predicador o a la mala recepción del oyente.

Hoy se cumple esto que acabáis de oír”. La luz, la gracia, la bondad, la liberación que trae Jesús y que debe repartir la Iglesia en todo momento y lugar, no se logrará de forma aséptica, repitiendo intemporalmente el Evangelio.

Hay que leer y traducir y comentar la Palabra de Dios cargados con los problemas de cada día, los que apesadumbran y conmueven a la gente. Sólo entonces será Buena Nueva.

Nueva”, porque es eterna, nunca pasada de moda, siempre actual. Pero para eso habrá que leerla sin rutina, no como un pergamino antiguo, sino como una carta recién escrita por Dios a nuestro nombre, que interpela nuestras posturas vitales y nuestra escala de valores.

Buena”, porque abrirá nuestro corazón a la esperanza, nos librará de toda injusticia y nos hará descubrir formas de amor a cada instante. Hallaremos qué pobres hay que evangelizar, qué cautivos y oprimidos hay que liberar y a qué ciegos hay que devolver la vista y a quiénes hay que anunciar la amnistía graciosa del Señor.

Por otra parte, para ser ese cuerpo místico de Cristo del que habla Pablo son necesarios dos elementos: dejarnos influir por Él, que es nuestra Cabeza, unidos siempre a Él por el amor personal; y relacionarnos con los otros mediante la solidaridad, el altruismo y el bien común. Es decir, haciendo correr por nuestras venas la sangre del amor a los demás y evitando, así, el trombo del egoísmo.


Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)