Lecturas: Isaías 62, 1-5; Salmo 95,1-2a.2b-3.7-8a.9-10a y c: “Contad las maravillas del Señor a todas las naciones”; Corintios 12,4-11; Juan 2, 1-11: “No tienen vino”
Dejamos atrás la Navidad, la fiesta alegre del nacimiento de Dios y sus profundas consecuencias, que vamos a desgranar y saborear a partir de ahora, a lo largo del año. En el Tiempo Ordinario la Palabra de Dios nos llevará por los caminos del aprendizaje del estilo de vida propio de los discípulos de Jesús.
Un aprendizaje que comienza desde pequeños, algo que recordamos en esta Jornada de la Infancia Misionera 2025 bajo el lema “Los niños ayudan a los niños”. Y el evangelio de hoy es un arranque insuperable: el primer signo obrado por Jesús, que manifiesta su gloria y aumenta la fe de sus discípulos.
Hay mucho que leer entre líneas en este fragmento. Podemos pensar sencillamente que es una continuación de la Navidad, aunque veamos ya a Jesús crecido y acompañado de sus discípulos, porque, en definitiva, el Dios que se reveló a los pastores y a los magos es el mismo que se revela hoy, manifestándose poderoso con un actuar no propio del hombre.
La alegría que sentía Isaías al anunciar un tiempo nuevo para la Jerusalén desolada es la que siente la Iglesia al percibir la presencia de Dios que se acerca a salvarla. Dios, a pesar de todos los pesares, ha decidido vivir en ella, desposarse con ella, hacerla su “favorita”.
Dios —parece decir el texto— nos invita a mirar adelante y a considerar que el mal trago ya pasó, que los tiempos antiguos quedaron atrás, con sus sombras tenebrosas y la esperanza disecada. Ahora nos va a llenar de alegría, como se alegra un novio con su novia. Así aparece en todo su sentido este fragmento de las bodas de Caná.
Frente al agua del Antiguo Testamento, el vino del Nuevo; frente a la carga agobiante de las prescripciones judías y su complicada legislación, la soltura de quien se siente liberado de un peso paralizante y puede desarrollar su natural espontaneidad; frente al trabajo cansino de los días, la propina de la fiesta, el gozo desbordante del domingo con guitarras.
Se hace presente el Señor en nuestras cosas porque quiere enseñarnos a que las apreciemos; se hace presente en las bodas para santificarlas y bendecirlas y llenar el amor de sentido y profundidad. Dios goza de estar entre nosotros y viene cargado hasta los topes del vino de la justicia, que ha de brillar como una luz que disipe toda situación vergonzosa contra la dignidad, contra la vida y la degradación de la casa común.
¡Qué antiguo y pasado de moda resulta, ante este horizonte de novedad, el querer volver a las andadas e imitar al perro que busca su vómito! ¡Qué incomprensible la testarudez del que se ancla en un pasado viejo y estéril! Sí, ¡qué lamentable error esa nostalgia prehistórica de la violencia!
Pero si han llegado los tiempos nuevos, si ya está con nosotros el novio, si invitamos a Jesús a nuestra casa, nunca ha de faltar el vino del optimismo que da brillo a los ojos y pone en movimiento la vida. Somos dichosos porque se ha manifestado el amor de Dios en la persona de Jesús, cuya gloria percibieron los invitados al banquete de Caná.
Destaco otro elemento: el primer milagro de Jesús se realiza en equipo. Jesús pone la guinda, pero debajo late todo un mundo de manos cooperantes. María constata la falta del vino y llama la atención al Hijo; Él, naturalmente, aporta su poder; los sirvientes llenan las seis tinajas hasta el borde y se las llevan al organizador que llama al novio para decirle: “has guardado el vino bueno para el final”.
Ha sido un trabajo comunitario en el que cada uno aporta lo mejor de sí, lo que sabe, lo que puede.¿No formará parte de este orden nuevo de cosas que Cristo quiere instaurar la construcción comunitaria del Reino?
¿No será su intención enseñarnos el valor de los agentes ocultos, de las acciones anónimas, de las personas innominadas que sostienen con su trabajo la marcha del mundo?
¿No concuerda todo con aquello de que la Iglesia es un edificio que hay que levantar entre todos, un ser vivo en el que cada órgano desempeña una función necesaria para la buena marcha del conjunto?
De esto nos ha hablado precisamente la segunda lectura: “hay diversidad de dones, diversidad de servicios, diversidad de funciones”. Dios es uno, pero se manifiesta en cada uno de una forma distinta para el bien común. A uno se le da la inteligencia; otro habla con sabiduría; este tiene el don de curar; aquel, el de profetizar; y, otros, el de hacer milagros, o el discernir los espíritus, o el de hablar en lenguas arcanas, o interpretarlas…
En los libros de arte solo consta el arquitecto de la gran catedral y, a lo más, el delineante o el maestro de obras, pero faltan los albañiles y los pintores y los electricistas y los fontaneros… Y todos son padres del invento, aunque unos pasen a los libros de historia y otros se pierdan en el olvido de las generaciones.
Dios ha querido construir su Reino de esta forma grupal. No cabe pisarse unos a otros por torpeza u orgullo. La Jornada de la Infancia Misionera nos permite releer el evangelio desde esta clave. Dios quiere construir el Reino de forma grupal, empezando e incluyendo a los más pequeños, el trabajo comunitario de todos, las manos de tantos que laten en el anonimato, desde la diversidad de dones, servicios y funciones.
Hemos llegado a los tiempos mesiánicos: Dios se ha encarnado y cuenta con nosotros. Si hacemos nuestro trabajo con diligencia, correrá a raudales el vino de la patria nueva y de la humanidad reconciliada. Seremos felices y Dios será todo en todos. Sigamos el ejemplo de los más pequeños.