Lecturas: Eclesiástico 24,1-2.8-12; Salmo 147,12-13.14-15.19-20: “El Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros”; Efesios 1,3-6.15-18; Juan 1,1-18: “De su plenitud todos hemos recibido gracia tras gracia”.

Celebramos el primer domingo del año 2025, pero no conmemoramos algo distinto de lo que, como cristianos, conocemos como la Pascua de invierno. Es más, la Iglesia nos invita a meditar y celebrar hoy el gran misterio de la Encarnación del Hijo de Dios en nuestra historia.

En medio del jaleo del cambio de año, con el agobio de desplazamientos y visitas, cuando casi todo parece un carrusel de vacaciones, comidas, lotería y regalos, la liturgia nos propone hacer un alto y profundizar en la fiesta de Navidad con la misma actitud de María, la Madre, que “conservaba todas estas cosas, meditándolas en su corazón”.

Los textos bíblicos redondean y completan el mensaje central que narra el evangelio: “La Palabra se hizo carne y acampó entre nosotros”. El Niño recién nacido es la Palabra viviente de Dios, la Sabiduría encarnada, el Salvador de los hombres, el Mesías largamente esperado, el Maestro que enseña la Verdad de Dios y da la Vida imperecedera por medio de la adopción filial. Todo, obra de su amor.

Se dice fácil, pero tiene miga. ¿Qué significa exactamente que Dios entró un día en nuestra casa, empezó a andar nuestros caminos y compartió nuestra propia historia? Porque al calor de la entrañable navidad del Niño adquiere un aire sombrío el inciso de san Juan: “Vino a los suyos y no lo recibieron”.

Quizá nos da un poco de luz para entender el misterio de la Encarnación aquel párrafo del Principito de Saint Éxupery:

— Ven a jugar conmigo -le propuso el Principito al zorro-.

— No puedo -dijo este-. Todavía no estoy domesticado.

— Perdona -replicó el Principito-: ¿Qué significa “domesticar”?

— Es algo que mucha gente ya olvidó -dijo el zorro-. Quiere decir crear lazos de unión, como si fuera entrar y vivir en casa de otro. Si tú me domesticas, tendremos necesidad el uno del otro. Tú serás para mí el único y yo seré para ti único en el mundo. Domestícame y tendrás un amigo siempre.

Dios se ha unido a nosotros con lazos irrompibles. Nació de la purísima sangre de María, de la tribu de Judá, de la familia de David, en un pueblo desconocido de Palestina, entre aquellos judíos del siglo I que contaban el año en doce meses lunares y medían el trigo con el jómer y el efáh.

Así, Dios entra en los calendarios y anuda su historia con la nuestra. Su proyecto de amor es que abandonemos nuestra condición de pecado, como aquel zorro que necesitaba dejar sus malas mañas para poder jugar con el Principito.

¿Cómo es posible que los de su raza rechazaran a Jesús, que vino en la amable sencillez de un niño? Porque los judíos esperaban un flamante liberador nacionalista, un poderoso guerrero, un mesías político…

¿Y por qué se dan hoy tantas actitudes salvajes? ¿Por qué la continuada violencia, los actos terroristas y la actualidad de la guerra sin cuartel? ¿Cómo es posible que tantos cristianos no lo acepten en sus vidas, presentándose él tan sencillo e insignificante? ¿Cómo es posible que se le siga persiguiendo con saña si su reino es de paz, justicia y amor?

Precisamente por eso. Porque esperan a un Dios mágico que solucione problemas materiales y les viene un Niño pobre y débil. No han entendido que la gloria de Dios se contiene en ese minúsculo latido de carne que yace en un pesebre, a las afueras de Belén.

La Palabra se encarna para revelarnos la gracia y la verdad, el amor gratuito y fiel de Dios a los hombres. San Agustín lo resume certeramente: “Cristo solo era necesario para enseñarnos el amor”, para desvelarnos el rostro auténtico y misericordioso del Padre, que quiere contar para siempre con una extensa familia de hijos con los que practicar mutuas relaciones de confianza y amor.

Pidamos a Dios, como hace Pablo con los efesios, que nos conceda “espíritu de sabiduría y revelación para conocerlo”, para entender que si el bautismo es el sacramento de la filiación divina, nuestra vocación es la santidad, oficio para practicar a diario imitando la conducta de un Dios que se ha hecho pequeño para que todos nos tratemos como hermanos y, domesticados, vivamos felices, construyendo un mundo nuevo, y esperando “la riqueza de gloria que da en herencia a los santos”.


Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)