Lecturas: Jeremías 33,14-16; Salmo 24: “A ti, Señor, levanto mi alma”; I Tesalonicenses 3,12-4,2; Lucas 21,25-28.34-36: “Entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria. Cuando empiece a suceder esto, levantaos, alzad la cabeza; se acerca vuestra liberación”.
Con este primer domingo de Adviento comienza un nuevo año litúrgico. El Adviento es un tiempo que la Iglesia llama fuerte, como si quisiese advertirnos de que se necesita una intensificación de buena voluntad, un plus de vida espiritual.
Este año se reduce prácticamente a tres semanas. Por eso hay que aplicarse desde ahora, no perder ni un segundo y ponerse ya en sintonía con la Iglesia, que, con sabia pedagogía, nos suministrará los textos más adecuados de la Escritura y nos trazará la línea de conducta más acorde para esperar anhelantes la venida del Señor.
Acostumbrados a la rutina del calendario y al peso del folclore comercial, corremos el peligro de reducir la conmemoración del nacimiento de Jesús a la cosa más natural del mundo; sin embargo, la encarnación sigue siendo el don más gracioso y el hito más importante de la historia.
El mejor Adviento es recordar a Jesús tal cual fue: un Dios que “se anonadó a sí mismo, haciéndose un hombre en todo semejante a nosotros”. Un Dios que pasó por la niñez, la juventud y la madurez y que, después de desvivirse por todos, se entregó en un sublime gesto de amor. ¡Cómo no admirar a este Hijo de Dios y de la Virgen que irrumpe en nuestra historia para enseñarnos a ser hombres justos y rectos!
Junto a esta preparación amorosa de la Navidad, la Iglesia nos urge a preparar la vuelta de Cristo al final de los tiempos. En medio de ese estilo apocalíptico de acontecimientos espectaculares y pavorosos y que no pasan de ser el marco, el meollo de la profecía de Zacarías y especialmente del evangelio de Lucas es la venida del Hijo del hombre en gloria y poderío.
Eso debe suscitar en nosotros no el temor, sino la esperanza: se acerca nuestra liberación. Efectivamente, sea cual sea la duración de nuestro paso por la tierra, nuestro destino, rotas las ataduras del tiempo, es vivir la eterna libertad de los hijos en la casa del Padre.
Esas dos venidas de Cristo se armonizan con la múltiple y constante venida de Cristo. El Señor viene a diario: en la Eucaristía, cuando meditamos su Evangelio o cuando tratamos de ser sus testigos y reproducir en nuestra pobre biografía aquellos rasgos que san Pedro recordaba de Él: “Pasó por la tierra haciendo el bien”.
Ante la venida del Señor, la virtud propia de este tiempo es la esperanza, una esperanza audaz. El cristiano no espera con la mentalidad de quien, por ejemplo, espera ganar la quiniela; ni con la esperanza modesta y vaga de quien espera, tras largas jornadas de lluvia, que “vuelva el buen tiempo”. El objetivo de nuestra esperanza es bien definido, tiene por objeto el don que, en Cristo, nos viene del Dios que acostumbra a mantener sus promesas.
El Adviento nos insta a purificar esta esperanza y a no apoyarla en cosas, hombres, cálculos, astucias, amiguismos o valores inconsistentes. Sólo una esperanza purificada de ídolos, de apariencias, de productos envenenados con reclamos llamativos puede llamarse cristiana. No esperamos a Godot ni a cualquiera de los absurdos incapaces de saciar los ilimitados anhelos del corazón humano. Nuestra esperanza es únicamente Cristo, el Señor.
Esta esperanza confiada que exorciza el miedo no se improvisa. Lo acabamos de escuchar: para que aquel día “no se os eche encima de repente” y no os estrangule “como un lazo”, es necesario vivir cada día en espera vigilante y consciente, impedir que los corazones se emboten “con el vicio, la bebida y la preocupación del dinero”. Es decir, el pensamiento del último día no puede impedir el vivir ni aguar el gozo. “Estad siempre despiertos”, nos ha recordado el Señor.
Es la misma recomendación de Getsemaní para inmunizar a los discípulos contra el peligro de caer en la tentación (Lc 22, 40-46). Frente a las seducciones del “date el gustazo de…”, “aprovecha que son dos días”, “te lo mereces”, Jesús y la Iglesia nos enseñan la pedagogía de la indispensable lucidez : no salirnos del camino que lleva a la vida.
La oración y la vigilancia son la orientación, cada vez más necesaria, en este laberinto atravesado de charlatanes tan atrevidos. Para mantenerse en pie hay que ejercitarse en la esperanza y repetir incansablemente, en medio del esfuerzo y de la prueba: “Ven, Señor Jesús”.
San Pablo une la esperanza con el amor. En este tiempo de espera entre la encarnación de Jesús y su venida final corre el tiempo de la Iglesia, un tiempo para hacer visible y palpable, presente aquí y ahora al Señor, un tiempo para practicar el amor, como el Apóstol nos ha recomendado: “Que el Señor os colme y os haga rebosar de amor mutuo y de amor a todos para que cuando Cristo vuelva, acompañado de sus santos, os presentéis santos e irreprensibles ante Dios nuestro Padre”.
¡Cuánto queda por hacer! No es un mero esperar vacío. Si Dios mantiene sus promesas, a nosotros nos queda no defraudar sus esperas.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)