Relieve de sarcófago. Siglo IV. Catacumbas de San Giovanni, Siracusa, Italia.

El agustino recoleto David Conejo (Cartago, Costa Rica, 1993) invita a vivir la Navidad como un acontecimiento presente y comprometido con nuestro tiempo a partir de las palabras de san Agustín y de las representaciones paleocristianas de la Navidad.

En esta jornada en que celebraremos la Nochebuena, me gustaría compartir con vosotros una reflexión sobre las primeras representaciones del nacimiento de Cristo en el arte cristiano, relacionándolas con pasajes de los sermones de San Agustín.

Tomo, como referencia, algunas ideas propuestas por la autora Martine Dulaey, especialista en historia y literatura latina de la antigüedad cristiana, en particular de san Agustín, miembro del Instituto de Estudios Agustinianos, en su libro Símbolos de los evangelios (siglos I-VI).

La representación de la Natividad en el arte de los primeros cristianos no es solo una ilustración del nacimiento de Cristo en Belén, sino un verdadero resumen visual y teológico de la Encarnación y de la salvación que Cristo inaugura.

Desde sus primeras expresiones artísticas bajo el reinado de Constantino, hasta las escenas más elaboradas de los siglos IV y V, tiempos de Agustín, la representación del nacimiento fue vista como una figura del misterio salvífico de Cristo, capaz de transformar no solo la comprensión histórica del nacimiento, sino también la vida espiritual de los creyentes.

En las primeras representaciones de la Natividad, Cristo aparece en un pesebre o cuna que evoca humildad y pobreza. Las palabras para llamar al pesebre, en griego y en latín, aluden tanto al establo donde nació Jesús como al lugar donde los animales se alimentan, lo que enriquece su simbolismo teológico.

San Agustín, al meditar sobre esto, subraya el asombroso contraste entre la grandeza del Hijo de Dios y la humildad de su nacimiento:

— «Aquel que llena el mundo no encuentra un lugar en la posada» (Sermón 189, 4).

Pero el pesebre, más que un espacio físico, tiene un significado espiritual. Agustín continúa este sermón diciendo que en el pesebre, lugar donde comían los animales, «fue puesto Cristo para convertirse en nuestro alimento».

Otro elemento característico de las primeras representaciones de la Natividad es la presencia del buey y el asno, los cuales están también cargados de simbolismo.

San Agustín los interpreta como figuras de dos pueblos: el buey representa al pueblo judío, ya que es el animal utilizado para los sacrificios, y metafóricamente simboliza al pueblo sobre el que descansa la Ley, así como el yugo se coloca sobre el buey.

Por su parte, el asno, dócil y de largas orejas, simboliza a los gentiles que escuchan y obedecen al Señor (Sermón 204, 2). Además, al relacionarlo con el asno de la entrada en Jerusalén, Agustín ve en este animal una dimensión espiritual más profunda: recuerda la Pasión y simboliza a los creyentes que, guiados por Cristo, son conducidos hacia la Jerusalén celestial (Sermón 189, 4).

De esta forma, Agustín ve en la Natividad no solo un recuerdo histórico del nacimiento de Cristo en Belén, sino una realidad que debe actualizarse constantemente en la vida del cristiano.

San Agustín relaciona el nacimiento de Cristo con el bautismo, donde el cristiano experimenta un segundo nacimiento. Dice Agustín:

— «Fuiste bautizado, entonces Cristo ha nacido en tu corazón» (Sermón 370, 4).

Esta relación con el bautismo hace que la Virgen María, quien aparece en todas las representaciones de la Natividad en tiempos de Agustín, tenga también un significado simbólico.

Ella es figura de la Iglesia, que mediante los sacramentos engendra a los hijos de Dios. El baptisterio, lugar del segundo nacimiento, se compara a menudo con un útero, el de la Virgen madre, que es figura de la Iglesia. Al engendrar al pueblo cristiano, la Iglesia prolonga la Natividad, que también se realiza en el corazón de cada creyente; dice san Agustín en un sermón de Navidad:

— «Su madre lo lleva en su seno, llevémoslo también nosotros en nuestro corazón […]. Una Virgen engendró al Salvador, que nuestra alma engendre la salvación» (Sermón 189, 3).

Desde el siglo IV, María comienza a aparecer como figura central, sentada junto a la cuna. Curiosamente, su gesto melancólico en muchas de estas representaciones parece anticipar el sufrimiento de su Hijo, subrayando que la Encarnación está indisolublemente unida al sacrificio redentor de la Cruz.

En estas representaciones, a menudo la Virgen se gira lejos del pesebre haciendo un gesto de tristeza, similar al de las mujeres en duelo representadas en ciertos sarcófagos paganos junto al lecho fúnebre del difunto.

Agustín destaca la conexión entre la Navidad y la salvación en otros sermones de Navidad, en los que afirma:

— «Dios se hace hombre para que el hombre se haga Dios» (Sermón 371, 1). «Nació para hacernos renacer» (Sermón 189, 3);

Y también:

— «Tomó un cuerpo mortal para vencer a la muerte» (Sermón 88, 1).

Por lo tanto, la Encarnación no es solo el inicio de la salvación, sino un misterio que culmina en la resurrección y la participación de los hombres en la vida divina. Dice Agustín:

— «Hecho hijo de hombre, el Hijo único de Dios transforma a muchos hombres en hijos de Dios» (Sermón 194, 3).

No es casual, entonces, que las escenas de la Natividad más destacadas del tiempo de Agustín sean frecuentemente obras de arte funerario. La Natividad es vista como una escena de salvación íntimamente relacionada con la resurrección, la cual esperan los muertos en sus sepulcros.

Otras figuras o escenas que son habituales para nosotros en la representación de la Natividad, son desconocidas para Agustín y sus contemporáneos. Por ejemplo, la figura de san José está siempre ausente antes del siglo V; empieza a aparecer con una sierra como atributo en un tiempo histórico posterior.

La teología contenida en los sermones de san Agustín y en las primeras representaciones de la Natividad nos invita a mirar el nacimiento de Cristo como un hecho actual, no confinado al pasado ni reducido a una mera celebración, sino presente en la vida del cristiano a través de la fe y los sacramentos.

Que nuestra contemplación de estas imágenes nos lleve, como Agustín exhortaba, a hacernos morada del Verbo y a vivir en nosotros el misterio de la Natividad como una promesa siempre viva de salvación.