Domingo XXXI del tiempo ordinario: “¿Qué valor tiene para ti Dios, la justicia, la defensa de los empobrecidos, el clamor de los humildes?”

Lecturas: Deuteronomio 6,2-6; Sal 17,2-3a.3bc-4.47 y 51ab: “Yo te amo, Señor, tú eres mi fortaleza”. Hebreos 7, 23-28. Marcos 12, 28b-34: “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”.

El célebre poeta español Antonio Machado escribe, al hacer su autorretrato, estos preciosos versos:

Detesto las romanzas
de los tenores huecos
y el coro de los grillos
que cantan a la luna.

A distinguir me paro
las voces de los ecos
y escucho solamente
entre las voces una.

He aquí un formidable ejercicio de discernimiento cristiano. Nunca, hasta hoy, hemos gozado de un surtido de noticias tan rápido y abundante. El hombre actual es todo ojos y oídos, todo lo contrario de un Robinson Crusoe aislado en la soledad silenciosa de una isla perdida.

Y a la sed inagotable, a su curiosidad sin límites, las plataformas de comunicación y las nuevas tecnologías, manejados por empresas de enorme volumen económico, le suministran datos, artículos, películas, series, documentales, deportes, juegos…, toda una serie de contenidos que puedan satisfacer holgadamente al inquieto consumidor.

Naturalmente, buscan con eso, cada cual a su manera, subir lo más posible en el “ranking” de audiencia, aumentar la fama de su espacio y conseguir más beneficios con la publicidad y el comercio de datos de los suscriptores.

Añádase a esto nuestras conversaciones ordinarias con la familia, con los vecinos, en el mercado y con el tendero de la esquina de la calle. ¡Cuántas voces! ¡Cuánta algarabía de ruidos resonando en nuestros oídos como en una aturdida caracola! ¿Qué nos queda al final? Cosas superficiales, palabras y palabras hueras que, en el mejor de los casos, se las lleva el viento.

¿Nos paramos alguna vez a distinguir, como el poeta, el consejo sabio de la palabrería vana, la voz ecuánime, serena, cargada de humanidad, de los meros ecos, de las risas tontas, de las groserías sin sentido? Más aún, somos cristianos: ¿qué valor tiene para nosotros Dios, la justicia, la defensa de los empobrecidos, el clamor de los humildes?

Ya habéis escuchado la Escritura: ¡qué luz arroja sobre nuestra vida! A la vista de preceptos tan abundantes (había 248 prescripciones y 365 prohibiciones legales), la gente no tenía claro cuáles eran los más importantes. Así, se justifica que un letrado le pregunte a Jesús:

— “¿Qué mandamiento es el primero de todos?”.

Y Jesús le responde:

— “El primero es: ‘Escucha, Israel; el Señor es el único Señor. Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser’”.

Así de claro. Comienza el Señor por recordarnos que lo primero es “escuchar”, abrir el oído y el corazón a la palabra de Dios, prestar atención a ese Maestro interior que es el Espíritu de Jesús, el cual nos recuerda sus palabras de vida eterna.

Y luego, tras acoger con sentimiento religioso y con alegría profunda la verdad de su único señorío —¡Solo Dios es nuestro único Señor! —, Jesús nos recuerda que hemos de amarlo por encima de todas las cosas, de todas las personas y de todos los afectos.

No hace el Señor sino traernos a la memoria el texto del Deuteronomio, donde Moisés pide al pueblo que “tema al Señor, guarde sus mandatos, ponga por obra sus preceptos y lo escuche”. No se trata de un temor servil, sino filial, que se convierte en piedad y obediencia religiosa, que se confunde con el amor y que se traduce en un servicio diligente y en un culto agradable a sus ojos.

Hijos de nuestro tiempo, nos aderezamos con toda suerte de alhajas y vestidos para ir a tono con la moda, pero ¿recordamos nuestra dignidad y condición de seguidores de Cristo, de hijos del Padre Dios y de templos del Espíritu Santo?

En España, cuando se hacen planes para el futuro, los mayores suelen añadir la condicional “Dios mediante”. En Costa Rica y en México se usa “Primero Dios”. Pues eso es a lo que nos exhorta a tener presente constantemente en la vida la Escritura. Y el autor detalla las diversas situaciones, recomendándonos que lo tengamos presente: en la educación de los hijos, en las relaciones con los demás, dentro y fuera de casa, cuando tratamos con sanos o enfermos, cuando es de día y cuando nos vamos a acostar.

Pero Jesús sigue:

— “El segundo mandamiento principal es amarás a tu prójimo como a ti mismo. No hay mandato mayor que éstos”.

Es decir, que, para Jesús, el amor a Dios y el amor al prójimo —y prójimo son todas las personas— constituye un único y principal mandamiento indisolublemente unido.

Dice san Agustín que ambos amores son como las dos alas de la paloma; cualquiera que le quitemos, le impide remontar el vuelo. Y san Juan Pablo II dijo que “el hombre es el camino de la Iglesia hacia Dios”.

No hay otro camino, sino rodeos que, como en la parábola del buen samaritano, pueden desviarnos de Dios. Sólo cumpliendo este mandato “nos irá bien” y mereceremos idéntico elogio que el que Jesús dirigió al letrado:

— “No estás lejos del Reino de Dios”.


Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)