Las sonadas retiradas de Nadal y Biden, las huelgas de colectivos que piden anticipar su jubilación, la elevación paulatina de la edad de retiro o el recurrente debate de la viabilidad de las pensiones nos llevan a conocer un poco mejor esta realidad en la vida religiosa.
Recientemente han sido noticia algunas retiradas muy sonadas, que han ocupado ríos de tinta, hoy diríamos millones de bits de información entre noticias, memes y comentarios en las redes.
El quizá mejor deportista español y uno de los tres tenistas más grandes de la historia, Rafael Nadal, tras una vida laureada de éxitos y un legado que durará tiempo, ha visto cómo su cuerpo le ha dicho: “¡basta!, ¡hasta aquí!”. Emprende ya un nuevo proyecto de vida, planes que pasan, según sus palabras, por dar un lugar preferencial a su familia o centrarse en su fundación.
Otra retirada sonada ha sido la de Joe Biden durante la carrera presidencial en Estados Unidos. No fue planeada, sino obligada por las circunstancias. Podemos intuir cómo ha vivido personalmente esa fractura de la edad, llevada al extremo por el juicio de los propios y la crítica feroz y voraz de los contrincantes.
Encontrar el puntillo de la vida no es fácil. Descubrir el momento de parar, tampoco. Normalmente imaginamos una retirada feliz para hacer aquello para lo que antes no teníamos tiempo: viajar, leer, pasear, divertirse… Pero las ganas y las posibilidades de hacer cosas después de los 65 no son las mismas que cuando estábamos en plenitud.
Vamos aquí a rendir un homenaje a esos religiosos incombustibles que dilatan su labor hasta que el cuerpo aguanta. En las comunidades religiosas no hay una edad determinada de jubilación. En el mundo eclesial solo está el caso de los obispos, que deben renunciar al cumplir 75 años. E incluso tienen que esperar, a veces años, hasta que llega su relevo.
Muchos religiosos emprenden nuevos proyectos para acomodar su actividad al ritmo que su cuerpo y su mente les permite. La fecha de caducidad no se calcula por la fecha de nacimiento, sino en usar hasta el último aliento al servicio de los demás y reinventarse nuevas formas de presencia, de pastoral, de apoyo, de gastar el tiempo por los otros.
Con motivo de la retirada de las canchas de la competición al más alto nivel de Rafael Nadal se han publicado muchas declaraciones de grandes del tenis de todos los tiempos agradeciendo su ejemplo, su tenacidad o su inspiración.
Muchos religiosos mayores, hoy en situación de dependencia, o con sus facultades comprometidas, o con cuerpos que luchan contra dolores, enfermedades o disfunciones, les podríamos decir cosas muy parecidas a esas que se han publicado para el tenista:
“Vuestra dedicación, entrega y servicio se recordarán entre quienes servisteis. Vuestra fortaleza espiritual os hizo levantaros ante adversidades y contratiempos. Vuestro amor a Jesús y a la Iglesia, a la Recolección y a vuestros hermanos de comunidad, brilló como testimonio e inspiró a otros a seguir ese camino de fe o esa vocación.
Abristeis nuevos caminos pastorales, nos enseñasteis a ser personas de bien, lecciones que no se olvidan, que enseñan a madurar y a afrontar los momentos duros de la vida. Disfrutabais de vuestro trabajo con pasión, como buenos hijos de Agustín de Hipona y de la Recolección.
Muchas gracias porque hicisteis de la tierra un lugar mejor y nos enseñasteis a amar nuestra vocación. Respeto y admiración por lo que habéis hecho por la gente, por la comunidad, por la sociedad, por crear un mundo más justo y mejor”.
Sirvan, como ejemplo, dos religiosos agustinos recoletos que, motivados y amantes de su vocación, se reinventaron cuando llegó ese momento de reconocer la propia debilidad.
Antonio Eraso (1928-2024) fue profesor casi toda su vida pastoral. Cuando por edad no podía ya estar en primera línea en las aulas, se esforzó en aprender para servir a los demás con un escáner. Hasta, literalmente, su última semana de vida, con 95 años, casi ciego y muy sordo, con leucemia y un cáncer declarados, seguía digitalizando documentos y corrigiendo los textos resultantes. No era para él un “trabajo” sino un “entretenimiento”. Al finalizar una tarea, enseguida pedía más a quien coordinaba las tareas: “dame más alpiste”.
El otro ejemplo es un religioso vivo. No pondremos su nombre, seguros de que se ruborizaría. Misionero en tiempos muy difíciles y precarios en el Amazonas brasileño, luego durante lustros luchó por dar una vida y una vivienda digna a los empobrecidos en la zona rural del nordeste semiárido brasileño. Soñaba con morir en su querido Brasil, pero por sus achaques de salud y necesidad de tratamientos se le envió a España, un país nuevo para él, por mucho que hubiese nacido en él. Mientras pudo, en una Parroquia celebró los sacramentos y siguió luchando por los olvidados y excluidos. Ahora, en un convento, ora cada día por todos acompañado y acompañando a más hermanos en su misma situación.
San Juan Pablo II decía: “No os preocupéis por mí, tengo toda la eternidad para descansar”. Para el buen religioso el final nunca llega, porque luego, desde el cielo, intercede por todos: si la jubilación no existe en vida, tampoco en la eterna. Su forma de ser y de vivir no se lo permite. Y esto es así, genuino, cuando la persona está centrada en el mandamiento del amor: siempre actuando.