El género distópico triunfa en el lenguaje audiovisual al tiempo que las noticias falsas fluyen por las conversaciones. Imaginar mundos e ideas y dotarlos de una capa de verosimilitud es ya una moda. ¿Y si imaginamos un mundo donde los valores políticos procedan de otros ámbitos de la vida humana que no son ideológicos?
Las nuevas generaciones, las que han vivido con una pantalla entre las manos desde que nacieron, habitan mundos mentales diferentes de quienes no son nativos digitales. Y no siempre tienen claro qué es real y qué es imaginación, qué es original y qué es copia, qué es natural y qué lleva “efecto”, qué es propio y qué es ajeno, qué es humano y qué es algoritmo, qué es verdad y qué no es verdad.
Lo verosímil ya goza para la opinión pública de suficiente credibilidad con tal que apoye el sentimiento personal de identidad, de opinión o de creencia. Y esto los políticos lo saben: son más autosuficientes, menos dialogantes y más “hooligans” de sí mismos: si lo apoya el contrario, siempre es “falso”; si lo propongo yo —los míos—, es “cierto”.
Y juzgamos no ya decisiones políticas de amplio espectro, sino que nos atrevemos incluso con las decisiones personales y familiares de los sujetos. Si ponemos nuestros ojos en las personas, aumenta la capacidad de cada “opinador” de considerarse un “poseedor de la verdad”. Y lo enjuiciamos desde una atalaya.
Por eso en política ha surgido el “odio personal” como elemento de juicio político. La gente ya no solo “no está de acuerdo”: ahora también odia, se siente enfadada o triste, se estresa, grita y reniega del adversario, no le concede ni empatía ni escucha, pasa días tristes o violentos con el éxito del “contrario”.
Venezuela como espejo
Las elecciones venezolanas de 2024 y sus consecuencias sirven como ejemplo de que la credibilidad ya no está en la verdad objetiva —y en este caso se trata de contar votos, una verdad matemática, la menos “opinable”—; en el mundo de las Redes y de las distopías humanas cada uno puede “creer” quién ganó según “su opinión”.
¿Y si fuera verdad que el deseo del pueblo venezolano era que gobierne la oposición? ¿Dónde quedarían la democracia, la justicia y los organismos internacionales ahora que ha tenido su candidato que refugiarse en España? ¿Comprometerte con tu país puede llevarte a abandonarlo, huir? ¿Podemos juzgarle por pedir asilo a cambio de libertad, por firmar bajo coacción para que su familia no sea afectada?
¿Y si fuera verdad que no hubo transparencia, que hubo manipulación: cómo tiene que sentirse el pueblo? ¿Y cómo se estará sintiendo él personalmente, siendo juzgado por propios y extraños ante una decisión personal tan trascendental?
Hígado y cerebro
Son múltiples los sentimientos que brotan en las personas ante la realidad social y política, unas veces con motivo, otras con exageración o incluso imaginación: frustración, confusión, impotencia, desconcierto, indignación, injusticia, desconfianza, aislamiento, miedo, rabia, ansiedad, desesperación…
Muchos conciudadanos han permitido que el principal órgano de su cuerpo a la hora de tomar una decisión social o política, a la hora de opinar sobre lo de todos, sea el hígado y no el cerebro. Y surgen así de vuelta las nostalgias de las autocracias, o de cuando “los míos mandaban”, o queremos revivir un pasado que en realidad hemos falseado para que parezca bueno. Y surge así el odio y el cabreo constante, el mal humor.
No hay nada peor para las personas en particular y para una sociedad en general que perder la confianza en la democracia (o sea, en la función política y la representatividad de las opiniones para armar consensos); en la justicia (o sea, en un poder judicial de ojos tapados y equilibrio en la balanza con la persona como principal protagonista, y no los intereses económicos o de poder); en la educación (o sea, en una enseñanza accesible a todos que atienda integralmente y enseñe a pensar y a actuar con libertad y con responsabilidad); o en la salud (o sea, en un sistema sanitario justo que protege, previene, salva vidas sin mirar el bolsillo del enfermo, o su raza, o sus “papeles”).
Cuando la Ley no se construye mediante el consenso y no es para todos, cuando el Estado de derecho se corrompe, la única ley que rige es la de la selva, la del más fuerte y poderoso, la de la violencia y la imposición. La humanidad, el sentido común, la cordura y sana convivencia desaparecen.
Una vía alternativa
Y en todo esto ¿cuál es el papel de la Iglesia? ¿Tienen los católicos altitud de miras y ven la historia en su globalidad, como han logrado hacer a lo largo de la Historia con otras muchas crisis sociales y políticas? ¿Usamos el diálogo y la contención o nos hemos unido a la ola de autocomplaciencia sobre nuestra propia opinión frente a la del otro?
¿Y si fuera verdad que el poder, la ambición, el egoísmo y la inhumanidad no tienen la última palabra? ¿Y si fuera verdad que Jesucristo resucitó para recordarnos que lo que da sentido y plenitud a todo es el amor y la entrega?
¿Y si fuera verdad que hay vida eterna, no merecería la pena vivir como Cristo vivió y luchar por la dignidad de las personas como Él lo hizo? ¿No lucharíamos por construir ya, aquí y ahora lo que deseamos vivir en el futuro, implantar ese Reinado de Dios de justicia, equidad, amor?
Un vistazo general al planeta nos dice que los humanos aún no tenemos madurez democrática ni madurez social o histórica. Pero los cristianos tenemos la ventaja de reconocernos como pueblo y fraternidad universal. ¿Y si lo expresamos a través del compromiso, del servicio y del amor a todas y cada una de las personas?
Hay cosas de las que nunca podremos tener la seguridad de cómo son o cómo ocurrieron, pero de otras podemos tener la certeza absoluta, aunque no lo podamos demostrar. Una de ellas es el amor incondicional de Dios por la humanidad.
Otras certezas que podemos poner en nuestra bandera son la bondad de corazón de quienes no conocen la maldad, las misioneras y misioneros que viven entregados a la causa de sus comunidades, las personas sencillas y humildes que aman y se desviven por los suyos a base de trabajo diario y un gran listado de personas honestas y coherentes que viven comprometidas.
De ellos son de los que nos tenemos que rodear. Las situaciones difíciles las vivimos todos, bien es cierto que algunos tienen vidas más duras que otros. Pero está demostrado que tienen más posibilidad de salir adelante los que tienen un entorno fuerte y establecen vínculos con las personas que les rodean.
¿Y si fuera verdad que la solución es rodearse de personas buenas por naturaleza? ¿Y si fuera verdad que la solución es vincularse con lo que gritan con su vida y su testimonio, con su ejemplo y su mirada, pero de forma silenciosa, sin estar en las portadas, que Jesús sí resucitó?
Según Agustín de Hipona el gobernante ideal debe tener las virtudes de la justicia y de la sabiduría. También debe ser humilde, compasivo y estar dispuesto a servir a los demás en lugar de buscar su propio interés.
Agustín sabía que los poderosos tienen influencia para promover la paz y la armonía en la sociedad y, si quieren, pueden escoger las decisiones basadas en principios éticos y en el bien común.
San Agustín también enfatizaba la importancia de la autoridad legítima y la obediencia a las leyes. Él vivió en tiempos muy convulsos, de graves crisis, justo en la caída del Imperio Romano de occidente. Murió con los vándalos atacando las murallas de la ciudad en la que vivía. Lo que más igualdad nos da es obedecer la misma Ley, sin privilegios, sin atajos, sin excepciones.
Al hablar del bienestar de los ciudadanos, Agustín se fijaba especialmente en los más vulnerables. También sabía que el poder social y político tiene la capacidad de mejorar la vida de los que menos tienen. Porque la ciudad terrena debía estar al servicio de la ciudad de Dios, el poder temporal está sujeto al poder espiritual.
El poder debe practicarse con reglas aun cuando el poderoso tenga la tentación de crear las suyas propias o de aprovecharse de su situación de poder para enriquecerse.
No podemos mirar hacia otro lado. Todos debemos emprender un camino personal con las pocas o muchas certezas que tengamos. Pero las que tengamos, que sean certezas de verdad y no una auto-adoración que otorga el valor de la verdad a lo que tan solo es una opinión.
¿Y si fuera verdad que el camino del diálogo para evitar el dolor y el sufrimiento es una alternativa verdadera en Venezuela, en Gaza, en Ucrania o en cualquiera de las otras 56 guerras activas en el mundo mientras lees este último párrafo?