El agustino recoleto Joseph Shonibare (Lewisham, Londres, Inglaterra, 1971) ha celebrado durante este 2024 sus 25 años de ordenación sacerdotal con su familia en Inglaterra, con sus compañeros en España y con el pueblo de Dios en Cuba. Este es su testimonio de agradecimiento sincero.
¿Por qué he querido celebrar los 25 años de mi ordenación sacerdotal con mi familia, con mis compañeros de ordenación, con el pueblo de Dios al que sirvo en Cuba? Porque es justo y necesario dar gracias, siempre y en todo lugar.
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.
Celebrar es hacer memoria, y hacer memoria es agradecer. Esta memoria pretende ser una alabanza a Dios porque ha sido bueno, ha mimado y respondido a esta criatura, un pecador que le ama e intenta servir a su pueblo con amor y respeto.
Con esta acción de gracias quiero renovar mi compromiso de servicio en medio de su pueblo. He tenido presentes a mis padres, ambos ya fallecidos: Christopher y Adeola. Pero también quiero hacer presentes a cuantos hoy sufren en el mundo, especialmente a las víctimas de las guerras y conflictos, de catástrofes e injusticias.
El Señor ha sido bueno conmigo. Fui llamado siendo un joven nacido en Inglaterra, en una familia de cinco hermanos. Desde los 3 a los 18 años me eduqué en Nigeria, la tierra de mis padres y cuya cultura y sentido de vida corre por mi sangre.
A los 19 años comencé a ser consciente de mi vocación religiosa, y profesé como miembro de los Agustinos Recoletos a los 21 años. Continué mi formación religiosa y sacerdotal en España, con una vida, experiencias y aprendizajes compartidos con compañeros de otros muchos países.
El Señor me concedió el bien de ser elegido y ser ordenado como sacerdote para la Iglesia el 9 de octubre de 1999, junto con un compañero irlandés, también agustino recoleto, Hugh Corrigan.
En ese día memorable, arropados por nuestros hermanos de comunidad religiosa, familiares y amigos, nos comprometimos a la celebración fiel de los sacramentos de la Iglesia, especialmente la Eucaristía; prometimos cuidar del pueblo fiel que Dios encomendara a nuestro cuidado, nos postramos en el suelo y ofrecimos nuestras vidas como holocausto.
El obispo impuso sus manos sobre nuestras cabezas y fuimos consagrados sacerdotes para siempre. Nuestras manos fueron ungidas especialmente para ofrecer el sacrificio de la nueva y eterna alianza, siendo indignos de ese don y dádiva.
El Señor me hizo el bien de iniciar mi ministerio en una parroquia agustino-recoleta de Londres dedicada a los 40 mártires ingleses que dieron su vida por mantener su fe frente al poder civil entre 1535 y 1679. En esa Parroquia serví durante cuatro años y di los primeros pasos como sacerdote, descubriendo lo encantador que es servir al pueblo de Dios.
El Señor me hizo el bien al enviarme después, otros cuatro años, como párroco al sur de Inglaterra, a Devon, donde descubrí a las personas y a las pequeñas comunidades católicas de aquella zona rural. Tomé mucho té y fui bendecido como pastor porque pude conocer de cerca y acompañar, hogar por hogar, a las ovejas del rebaño.
En 2007, con ocho años de sacerdocio y 35 de vida, en respuesta a un pedido personal, mi comunidad religiosa me regaló poder servir en la misión de los Agustinos Recoletos en Sierra Leona, país que en esa época se estaba aún recuperando de los efectos de la guerra civil.
Cambié de país, de continente y de realidad. Viví mi sacerdocio y mi servicio ministerial en clave de páter familias, orientando a muchos niños y adolescentes que luchan por un futuro distinto al de sus padres a través de la educación.
Viví muchos momentos de alegría, pero también otros muchos de impotencia frente a situaciones de vida y muerte de tanta gente que diariamente y a cualquier hora solicitaba nuestra ayuda, en medio de un mundo hostil en el que la miseria azotaba sin piedad a cada familia, sin distinción.
Después de siete años, de lo que considero fructífera misión africana en Kamalo, Dios me hizo el bien de escuchar mi pedido para continuar mi servicio en un lugar diferente, el Amazonas brasileño, otro continente, otra realidad, otro mundo.
Allí me dio la posibilidad de renovar y descubrir otros aspectos del ministerio sacerdotal. El pastor debe oler como sus ovejas, dice el Papa Francisco, compartiendo de cerca sus alegrías y tristezas. En Brasil descubrí que Dios puede usar instrumentos indignos, como yo, para consolar y fortalecer a su gente. Realmente, Dios ama a su pueblo.
Fueron ocho años en la Amazonia, uno en Manaos, con una configuración pastoral y social más de gran ciudad, y siete en Pauiní, en un lugar aislado del resto del mundo y donde las comunidades de fe están separadas por horas de barco y kilómetros de selva, solo accesibles por navegación fluvial.
Pero una vez más Dios tuvo el detalle de escuchar mi pedido. El 4 de julio de 2022 recibí la carta del prior general de los Agustinos Recoletos, del que depende esta misión, enviándome a Cuba. Y a mi cabeza me vino enseguida una canción que había aprendido en mis años de formación en España: “!Qué detalle, Señor, has tenido conmigo!”.
¡Ya sabía que aquí no era fácil encontrar leche, huevos o carne! Pero algo en mí me llevaba, y no sé por qué, a querer servir a la gente aquí. Y aquí estoy, desde hace dos años, en Cuba.
La situación es muy desafiadora, pero para quienes aquí vivimos sentir esperanza está vinculado íntimamente a creer en Dios Padre, que sigue manifestándose a través de sus “anawin”, sus humildes. Como pueblo caminamos y resistimos, compartimos la esperanza que nunca defrauda y que se torna mensaje de salvación frente a quienes pese a la propaganda no mejoran la vida de la gente.
¿Qué he aprendido de ser sacerdote durante 25 años? Resalto al menos dos enseñanzas de entre otras muchas: la primera, que es un privilegio servir al pueblo. El más mínimo examen de conciencia recuerda a cada sacerdote que, como dice la oración inicial, “sin merito alguno de mi parte, me has elegido”. Somos de barro, no merecemos ser sacerdotes: ¡hay personas más santas, inteligentes, equilibradas, pacientes y creativas que yo y no son sacerdotes!
¿Qué significa esto? Simple: he de vivir mi sacerdocio con extrema humildad y respeto a Dios, sabiendo que es Dios quien escogió este barro, como dice la segunda lectura, “para demostrar que el tesoro que llevamos es divino, más allá de nosotros”.
La segunda lección que destaco de las aprendidas como sacerdote es parecida y se resume con esto: en relación a la gente, los sacerdotes somos más queridos de lo que imaginamos y más perdonados de lo que merecemos.
Esto de ser querido lo vemos especialmente cuando cambias de misión y la persona que menos esperas, al despedirse, te recuerda cómo lo has ayudado. De repente, relata tus cualidades o buenas obras de un modo que no esperabas, ni siquiera eras consciente de que existía esa cierta admiración o agradecimiento en el interlocutor.
Y somos perdonados porque el pueblo fiel de Dios… ¡Nos aguanta! Aguanta nuestra idiosincrasia tan diferente, aguanta nuestras debilidades y sigue llamándonos “padre”, aguanta nuestros días apáticos o tristes y nos anima, nos estimula a vivir nuestro compromiso. Ellos ven a Cristo pastor en nosotros.
Para vivir con profundidad este 25º aniversario de ordenación sacerdotal, propongo comprometerme ante vosotros con entusiasmo y realismo para servir siempre al pueblo fiel de Dios. También a celebrar recordando ese cartel presente en tantas sacristías de todo el mundo: como si fuese mi primera misa, mi única misa y mi última misa.
Gracias a todos. Gracias a Dios. El resumen de todo esto ya lo habéis escuchado:
¿Cómo pagaré al Señor todo el bien que me ha hecho?
Alzaré la copa de la salvación invocando su nombre.
Cumpliré al Señor mis votos en presencia de todo el pueblo.