El agustino recoleto Eusebio Hernández (Cárcar, Navarra, 1944) es obispo emérito de Tarazona y reside actualmente la comunidad recoleta del Colegio Romareda de Zaragoza. Ha escrito para el semanario de la Conferencia Episcopal Española este artículo que reproducimos.
Hace unas semanas, visitando la editorial de la Conferencia Episcopal Española [EDICE], me encontré con el director de la revista ECCLESIA [semanario de actualidad de la Secretaría General y de la Comisión Episcopal de Medios de Comunicación Social de la Conferencia Episcopal Española] y me recordó la sección que tienen los obispos eméritos en la revista, y me invitó a escribir.
He leído algunas reflexiones de nuestros [obispos] eméritos [en España] y me han parecido excelentes. Cuentan su nuevo servicio pastoral, su paso a una vida más sosegada, pero activa y llena de ilusiones y deseos de servir.
También había pensado escribir algo semejante, pero con la peculiaridad de que he vuelto a mis orígenes vocacionales, es decir, a retomar mi vida consagrada en la Orden de Agustinos Recoletos. No es que la hubiese olvidado como obispo en Tarazona [Zaragoza, España], pero sí resituada en aquella condición, en una diócesis con pocos religiosos sacerdotes, ninguno de mi Orden.
En la Congregación vaticana para la vida consagrada
Hace ya algunos años, en marzo de 2011, me jubilé de oficial de la Congregación para la vida consagrada y sociedades de vida apostólica después de haber pasado por aquellos edificios curiales más de 35 años.
Años que merecen un recordatorio, porque se intentó llevar a la práctica los documentos conciliares y postconciliares. No olvidemos que el Papa Francisco nos ha invitado, como preparación al Año Jubilar 2025, a retomar, releer y actualizar con nuevo empeño toda la riqueza de las cuatro grandes constituciones dogmáticas conciliares: Dei Verbum, Sacrosanctum Concilium, Lumen Gentium y Gaudium et Spes, para orientar y guiar al santo pueblo de Dios en la misión de llevar el gozoso anuncio del Evangelio a todos (Carta del Papa Francisco a S.E. Mons. Rino Fisichella para el jubileo 2025).
Inicié mi servicio el 3 de noviembre de 1975, en el mismo año y bajo la guía, del Cardenal Eduardo Pironio, Prefecto de la Congregación para los religiosos e institutos seculares (como así se denominaba en aquellos momentos) y beatificado recientemente en su querido santuario de Luján (Argentina), donde reposan sus cenizas.
Fueron años de intensa actividad en los Dicasterios romanos. Los institutos religiosos fueron pioneros y fieles ejecutores de las directrices emanadas por dichos documentos y por los documentos posconciliares como el Decreto “Perfectae caritatis” y el Motu proprio “Ecclesiae sanctae”.
Todos estos documentos intentaron promover la renovación espiritual de los institutos religiosos y de la misma vida y disciplina de sus miembros. La Congregación impulsó este proceso de “aggiornamento”. Para ello todos los institutos religiosos, sociedades de vida apostólica, institutos seculares, vida contemplativa fueron invitados a celebrar sus Capítulos generales para que revisasen sus constituciones, y pusiesen con más claridad y evidencia su específica espiritualidad carismática, su particular misión apostólica en la iglesia y su configuración propia de gobierno.
Esta revisión fue larga en el tiempo y profunda en su estudio histórico, carismático y jurídico. Se motivó a que los principios evangélicos y teológicos propios de la vida consagrada fuesen acompañados por la espiritualidad propuesta por sus fundadores y por las sanas tradiciones, lo que constituía el patrimonio de cada Instituto; y todo ello apoyado en normas jurídicas que definiesen claramente la naturaleza, fines y medios de cada instituto.
Recuerdo que todos los Institutos celebraron sus Capítulos generales especiales para responder a esta llamada conciliar, con uno, dos y hasta tres capítulos generales. E iluminando todo este enorme y precioso trabajo con los cuatro documentos conciliares anteriormente mencionados, especialmente la constitución dogmática Lumen Gentium (capítulos 5 y 6).
Como es lógico todo este enorme trabajo de elaboración de las Constituciones, con sus peculiares formas carismáticas de cada instituto, conllevaba el estudio, la revisión y la aprobación por parte del Dicasterio romano. No había día que no tuviésemos alguna reunión con esta finalidad.
En este camino de acompañamiento a la vida religiosa por parte de la Congregación en estos años, siguiendo el Concilio Vaticano II, se sintió la necesidad de acompañarla con específicos estudios, reflexiones que iluminasen y respondiesen adecuadamente a los nuevos signos de los tiempos.
Se tuvieron numerosas reuniones con los superiores y superioras generales y provinciales. Cada semana, además, teníamos encuentros con los obispos en sus visitas “ad limina”, y casi todos los años celebrábamos las “Congregaciones Plenarias” del Dicasterio.
Frutos de estas Plenarias se elaboraron documentos de enorme importancia para la vida consagrada y para la misma vida de la Iglesia, como son Mutuae Relationes (1978), Religiosos y promoción humana (1980), Dimensión contemplativa de la vida religiosa (1980), Elementos esenciales sobre la vida religiosa (1987), Directrices sobre la formación en los institutos religiosos (1990), Vida fraterna en comunidad (1994), Colaboración entre los institutos para la formación (1999), Caminar desde Cristo: un renovado compromiso de la vida consagrada en el tercer milenio (2002), El servicio de la autoridad y la obediencia (2008), La identidad y misión del religioso hermano en la Iglesia (2015).
A estos documentos preparados por el Dicasterio del 1978-2015, y aprobados por el Santo Padre, hay que mencionar dos documentos especiales, de singular importancia, promulgados por san Juan Pablo ll, el Código de Derecho Canónico (1983) y Vita Consecrata (1996).
Hay veces que me he preguntado si esos documentos del Dicasterio eran fruto de la situación que estaba pasando o afrontando la vida consagrada, o eran documentos que ayudaban a iluminar y sensibilizar a la misma vida religiosa ante esas nuevas situaciones culturales, sociales y eclesiales. Tal vez hayan sido ambas cosas unidas, las que han culminado en esos resultados tan excelentes.
Considero que con la doctrina del Concilio Vaticano II, con los documentos posteriores mencionados y estudios en torno a los mismos, se ha ido preparando y elaborando orgánicamente la teología de la vida consagrada.
Bastan estas brevísimas referencias a la vida y a los documentos que tiene una directa relación con la vida consagrada para comprender el dinamismo de aquellos años del Dicasterio romano. Sin olvidar tampoco la atención y cuidado prestado a la vida religiosa contemplativa en los números monasterios esparcidos por todo el mundo y que también hicieron su camino de renovación y “aggiornamento” para acomodarse a las directrices emanadas por la Santa Sede.
También es cierto que en medio de esa vida pujante y dinamizadora tenemos que señalar numerosas decepciones y abandonos de la vida religiosa. Constituyeron momentos dolorosos, pero tal vez sirvieron para clarificar con más nitidez la vocación consagrada en el nuevo mundo que se iba perfilando a escala mundial.
Otra actividad muy significativa en aquellos años de orientación y animación para la vida consagrada lo constituyeron la Uniones de Superiores y de Seperioras Generales (USG y UISG), la CLAR (América Latina) y la UCESM (Europa), y las Conferencias de Religiosos nacionales.
Estos organismos surgen en los años 50 del siglo pasado, reciben el apoyo definito del Concilio Vaticano II (Perfectae Caritatis, Ecclesiae sanctae y Mutuae Relationes) y son sancionados por el Código de Derecho Canónico, con los objetivos de, en unidad de esfuerzos, trabajar para conseguir más plenamente el fin de cada instituto, para tratar de asuntos comunes y para establecer la conveniente coordinación y cooperación con las Conferencias Episcopales, así como con cada uno de los obispos.
Fueron organismos de comunión que sirvieron para unir fuerzas y afrontar juntos tantos desafíos y retos que la sociedad y la misma iglesia iba presentando. Con la caída del muro de Berlín también surgieron estas conferencias en aquellos países que necesitaban una especial ayuda, iluminación y comunión ante la nueva y compleja situación social y eclesial que se les presentaba.
A mí me tocó más directamente seguir de cerca el caminar de estos organismos. Promovimos la erección de estas Conferencias de superiores mayores de religiosos y religiosas en numerosos países de África, Asía o Centroeuropa. No hay duda que sirvieron para fomentar la comunión entre los Institutos, promover la formación, afrontar nuevas necesidades y urgencias que se iban presentando.
También sirvieron para propiciar una mayor comunión eclesial con las conferencias episcopales y con los obispos en particular. Aunque tampoco faltaron momentos de tensión y dificultades, pero no hay duda que dieron viveza y empuje a la vida consagrada y, en general, a la vida de la iglesia. También los conflictos pueden ayudar a crecer y a discernir mejor ciertas situaciones sociales y eclesiales.
Obispo llamado a evangelizar
Después de esta sintética relación de mis largos años en el Dicasterio de la vida consagrada y sociedades de vida apostólica, que me he permitido la “epiqueya” de llamar “primera jubilación”, dada la cercanía a la Sede petrina, ahora paso a mi “segunda jubilación”, cuando el Santo Padre nombró a mi sucesor para la querida Diócesis de Tarazona (Zaragoza, España).
Si jubilación viene de “jubilo”, pienso que ambos momentos tienen profundo sentido para mi vida religiosa, sacerdotal y episcopal. Estos muchos años de servicio en Roma y en Tarazona me han ayudado a conocer y amar con más profundidad a la Iglesia.
El amor a la Iglesia alienta y ensancha la capacidad de comprenderla. La Iglesia es santa, pero hecha de pecadores. Amemos y aceptemos con alegría la Iglesia tal como es. Porque nosotros también somos Iglesia. San Agustín recordaba que la Iglesia es el Cuerpo de Cristo y a sus fieles les repetía, parafraseando a san Pablo, y vinculando el misterio de la Iglesia con la eucaristía: “vosotros sois el cuerpo de Cristo” (1 Cor 12, 27; Sermón 272)
La grandeza del ministerio sacerdotal y episcopal, la responsabilidad que implica y los desafíos y tareas que ha de afrontar, ponen a la luz la tremenda desproporción entre la misión encomendada y el peso de las propias limitaciones, pobrezas y debilidades.
Porque muchas veces hemos escuchado y pensado que Dios no llama a los capaces, a los más preparados, sino que capacita y habilita a los que llama. Por eso decía san Agustín: “Da lo que mandas y manda lo que quieras” (Confesiones 10, 40).
Esto nos obliga a ser más agradecidos a Dios, porque no solamente nos ha llamado, sino que nos ha preparado a llevar adelante nuestros compromisos y obligaciones. Durante estos cincuenta años, yo siempre he encontrado junto a mí, dispuestos a ayudarme, a muchas personas, competentes, disponibles y cercanas para hacerme más fácil mis deberes y compromisos.
Nosotros ejercemos este ministerio desde la debilidad. Debilidad de nuestra propia carne, porque somos vasijas de barro que nos podemos romper en cualquier momento, y debilidad de Dios en el mundo, que no ha querido actuar con omnipotencia creadora sino con la fuerza de su amor, de un amor que sirve, que respeta, un amor que calla y se deja matar para vencer la incredulidad y el orgullo de los hombres.
La Iglesia de Jesucristo ha sido siempre débil y despreciable a los ojos del mundo. No nos tiene que sorprender que la figura del sacerdote y del obispo no tenga tanta relevancia social como tenía años atrás, sin embargo, la grandeza de la vocación sacerdotal sigue siendo la misma.
Pero esta debilidad es más fuerte que todos los poderes del mundo, la locura de la cruz, porque es la locura del amor; la debilidad del crucificado, porque tiene la fuerza del amor de Dios, es más fuerte que la fuerza de todos los imperios del mundo, pues como dice san Agustín parafraseando al poeta latino Virgilio, caritas vincit omnia (el amor lo vence todo: Sermón 145, 4). En estos momentos de dificultades, Dios quiere que recuperemos la claridad y la fuerza de los orígenes.
La acción de Dios en la historia del pueblo de Israel nos dice: «No por ser grande te elegí; al contrario, eres el más pequeño de los pueblos; te elegí porque te amo…». Dios se ha enamorado de cada uno de nosotros y nos ha elegido (Dt 7,7-8). La experiencia humana más profunda y gratificante es el amor: sentirse amado y amar. “Me has seducido y me he dejado seducir” (Jr 20,7-11). Sí, somos privilegiados, predilectos.
Abrámonos de nuevo al Evangelio, refresquemos nuestra vida y comprobemos el gran don que hemos recibido y que podemos ofrecer para el bien de nuestros hermanos. La pastoral evangelizadora más efectiva, más educadora, más incisiva es que amemos a nuestros feligreses, como un padre ama a sus hijos.
Nuestra metodología pastoral debería ser el invitar, exhortar más que imponer; mejor convencer que exigir. Nuestra evangelización surte más efecto con el ejemplo, más con el testimonio de vida que con las palabras. Al corazón de la gente se llega por el amor.
Como diría Benedicto XVI, “la Iglesia no crece por proselitismo, crece por atracción”. Lo que atrae es el testimonio. San Francisco de Asís les pedía a sus frailes: “Predicad siempre el Evangelio y, si fuese necesario, también con las palabras”.
San Agustín invitaba a sus monjes a anunciar a Cristo y a convertirse en signo del reino de Dios no por su hábito, ni por el corte de su pelo, sino por su alegría, por su actitud y su recogimiento interior. (Comentario a los Salmos 147, 8)
Nuestra pastoral ha de ordenarse y organizarse para ir creando convicciones, más que preceptos, no desde la autoridad sino desde el convencimiento. La Iglesia es una madre que no puede rechazar a un hijo por pecador que sea. Los sacramentos son fuente de gracia, de acogida, de misericordia, de perdón, de comunión.
Hoy, más que grandes técnicas y métodos evangelizadores, lo que más importa son las motivaciones y los fundamentos. Todos hemos de saber reconocer la presencia del Espíritu Santo, que siempre va por delante de nosotros, disponiendo el corazón para acoger el mensaje de la salvación:
«Una noche, el Señor dijo a Pablo en una visión: «No tengas miedo. Sigue anunciando el mensaje y no calles, porque yo estoy contigo y nadie podrá hacerte daño, pues muchos de esta ciudad pertenecen a mi pueblo» (Hch 18,9).
Y desde esta actitud de confianza en la acción de Dios podremos descubrir aquellas aspiraciones y valores que serán puntos de encuentro para anunciar el Evangelio, mostrando cómo ilumina y transforma nuestras vidas.
Hermanos, amigos, si los ideales son altos, el camino difícil, el terreno quizás menos minado, las incomprensiones son muchas, pero todo podemos con Aquel que nos da fuerzas (cfr. Flp 4,13).