Sara, Montse y Mariluz son tres voluntarias que han pasado el verano en el Hogar Santa Mónica de la Familia Agustino-Recoleta en Fortaleza, acompañando a niñas que han sufrido violencia y abandono. El voluntariado les ha dado mucho más de lo que hayan podido aportar: “ellas nos han ayudado mucho más a nosotras que al revés”.
El 30 de junio a las 3:30 de la madrugada llegaron a Fortaleza las tres voluntarias españolas que han llevado a cabo un voluntariado en el Hogar Santa Mónica de la mano de ARCORES, la Red Solidaria Internacional Agustino-Recoleta.
Al día siguiente conocieron a las residentes y al equipo que las atiende con un almuerzo de bienvenida. Se trata de un Hogar al que las autoridades competentes envían niñas y adolescentes que han sufrido violencia, abandono, abuso o cualquier conculcación grave de sus derechos en un contexto agresor del que son extraídas. Viven en el Hogar todo el tiempo necesario para su rehabilitación.
Durante la estancia de Sara, Montse y Mariluz las residentes disfrutaban de las vacaciones escolares. Por ello, la mayor parte del tiempo se dedicó a juegos, manualidades, costura, elaboración de pulseras, papiroflexia, pintura, música, cine…
El periodo no escolar se aprovecha para promover su socialización con adultos, establecer tiempos de concentración y de relajación, la apertura de sus mentes y su curiosidad hacia aspectos que hasta ahora no habían podido disfrutar, especialmente del ámbito cultural, o tener excursiones y mayor contacto con la naturaleza.
Las tres voluntarias participaron junto de la Asamblea general del Condominio Espiritual Uirapurú, el espacio verde en medio de la ciudad de Fortaleza donde instituciones católicas mantienen proyectos sociales y donde está situado el Hogar Santa Mónica.
Conocieron la veintena de proyectos dedicados a la infancia, la mujer, los dependientes químicos o las personas sin hogar; recibieron de primera mano testimonios de sus beneficiarios y conocieron perfiles de otras personas que dedican su vida a los demás.
Además de participar en el festival de música católica Halleluya, las voluntarias acompañaron a las beneficiarias a cuatro días de convivencia en Guaraciaba do Norte, a 300 kilómetros de Fortaleza, en la Sierra de Ibiapaba. Residieron en el monasterio de las Agustinas Recoletas y visitaron parques naturales, el santuario de Fátima de una ciudad vecina y disfrutaron del paisaje siempre increíble de la sierra.
Sara tiene 38 años, es de Chiclana de la Frontera (Cádiz), donde ejerce como maestra de música de Primaria. Quizá por su dedicación profesional, lo que más le animó a hacer este voluntariado en Brasil fue “aprender, conocer otras situaciones y formas de vida, vivir y convivir con personas que lo dan todo teniendo muy poco, así como con personas que entregan su vida para mejorar la de los demás”.
Sara conoce a los Agustinos Recoletos desde pequeña a través de su Parroquia. Por este motivo siempre tuvo en mente a las misiones y los misioneros, algo que le ha ayudado a hacer el voluntariado por sentir que era algo ya propio, conocido y querido.
“Desde nuestra llegada nos acogieron como unas más del equipo. Hemos vivido en la misma casa que la coordinadora del Hogar y todo el equipo estaba siempre atento y preocupado por nosotras, a pesar del inmenso trabajo de cada día”.
Sara sabe que en un voluntariado se debe “colaborar en todo lo que sea necesario, ser dos manos más y, sobre todo, aprender de sus vidas, de sus realidades, de sus situaciones complicadas; aprender a valorar lo que tengo y lo que realmente es importante en la vida”.
La ventaja de haber estado en el Hogar Santa Mónica durante las vacaciones escolares es que han tenido mucho más tiempo para compartir con las beneficiarias, dado que no estaban asistiendo a la escuela cada mañana ni a las aulas de refuerzo buena parte de la tarde, como hacen de ordinario.
“Nuestra tarea era, en realidad, disfrutar con las niñas con actividades lúdicas, talleres, juegos; conseguir que tuviesen una sonrisa, un día bonito y feliz”.
Sara no duda en animar a todos a que en algún momento hagan un voluntariado, como ella misma ha hecho durante siete veranos, desde que en 2015 tuvo su primera experiencia en la Ciudad de los Niños de los Agustinos Recoletos en Costa Rica:
“Siempre he pensado que es una experiencia fundamental para conocer otras realidades y valorar todo lo que tenemos. Me encantaría que los centros educativos fomentasen, por ejemplo, los viajes solidarios de fin de estudios. Les marcaría en su vida”.
En el entorno de Sara todos van a saber qué ha hecho y cómo lo ha vivido, aunque no es un asunto simple: “Me resulta muy difícil, por no decir imposible, contar con palabras lo vivido. Puedo explicar momentos, situaciones y anécdotas, pero hasta que no se vive una experiencia de este tipo, no se puede saber lo que se siente y cómo te cambia la forma de pensar y ver la vida”.
Aún así, ella no ceja en su empeño de “dar visibilidad a las misiones, a las personas que dan su vida para que todo mejore, sensibilizar desde mi experiencia. Intento transmitirlo a mi alumnado. En las campañas de apoyo a las misiones siempre se llega mucho más a la gente cuando alguien habla en primera persona y cuenta una experiencia propia”.
Y Sara continúa recordando que todos tenemos un papel para construir un mundo mejor “donde estemos; y si, por suerte, surgen posibilidades de realizar experiencias de este tipo, aprovecharlas sin dudarlo. Vuelvo siempre con la misma pregunta en la cabeza: ¿Fui yo a ayudar o ellas me han ayudado a mí? En cada voluntariado atraigo hacia mí mucho más de lo que haya podido llevar o aportar allí”.
Montse también procede de una Parroquia recoleta, la de Santa Rita de Madrid. Tiene 60 años y es profesora jubilada; además de participar en diversas actividades parroquiales, es miembro de la Fraternidad Seglar Agustino-Recoleta, se identifica con el carisma y valores agustinos recoletos.
Con la cabeza bien amueblada y los objetivos bien claros, dice que en el voluntariado en el Hogar Santa Mónica buscó y encontró “un propósito claro y con objetivos alineados a mis valores carismáticos, una oportunidad de aprender y crecer personal y espiritualmente, donde aportar calor humano y servicio”.
Montse ha visto en el voluntariado una oportunidad para “promover la solidaridad, mi compromiso social y el respeto por la dignidad humana a través de una comunidad vulnerable, dando asistencia y acompañamiento en cuantas tareas se me brindaron”.
Es llamativa su visión en la que identifica en esas personas vulnerables una “pureza” que se ha perdido, una inocencia en las víctimas que le ha llevado a un verdadero “impacto cultural, emocional y espiritual”.
Montse incide en la importancia de no ir por libre, en solitario, si lo que realmente se quiere es erradicar las desigualdades: “hemos de participar en organizaciones que trabajan directamente con las comunidades vulnerables, colaborar con iniciativas conjuntas que promuevan la igualdad, las donaciones y el financiamiento, apoyar iniciativas que aumenten el acceso a la educación, herramienta clave para romper el ciclo de la pobreza”.
De hecho, Montse sigue activa ahora en su lugar cotidiano de vida y cada martes y jueves va al Centro de Acogida e Integración Social Santiago de Masarnau de la Sociedad de San Vicente de Paúl en Madrid como voluntaria.
Mariluz, de 63 años y abogada, también está en contacto cercano con la Fraternidad Seglar de Santa Rita. De hecho, se encuentra en la formación previa antes de ingresar definitivamente, cosa que hará el 5 de diciembre de este año. También es colaboradora de Cáritas Madrid.
Para Mariluz, el voluntariado le permite “conocerme a mí y conocer a Dios a través de la caridad, donde se le puede encontrar. San Agustín es quien más y mejor me acerca a Dios, tengo afinidad por los Agustinos Recoletos y por sus proyectos”.
Quizá por eso en este proyecto de la Familia Agustino-Recoleta se ha sentido como en casa, recibida “espectacularmente y desde el primer día por todos, sin exigencias y con toda la familiaridad y cariño que se puede imaginar”.
Ha querido dar todo el amor que pudo a las beneficiarias mediante “acompañar y entretener, escuchar a las niñas que necesitaban hablar, abrirles horizontes, intentar que sean felices y se rían, echar una mano al personal”.
Para Mariluz la parte espiritual del voluntariado ha sido de gran ayuda personal: “Allí es mucho más fácil ver a Dios. He visto el dolor más grande, que es el desamor, y el bien que hace sentirse amado. Vale la pena mil veces experimentar cómo, sin ser necesaria, en un lugar puedes llegar a ser fundamental”.
También para Mariluz el voluntariado es una experiencia perfecta para recolocarse en el mundo: “En nosotros está procurar la dignidad de todas las personas. ¿Y si nos diéramos cuenta de la cantidad de cosas que no necesitamos? ¿Y si todos diéramos una parte de lo que nos sobra? He estado 30 días comiendo exactamente lo mismo cada jornada: y he visto que no necesitaba más que eso”.