
Jeremías 31, 7-9; Salmo 125, 1-2ab.2cd-3.4-5.6, “El Señor ha estado grande con nosotros, y estamos alegres”; Hebreos 5, 1-6; Marcos 10,46-52, “Anda, tu fe te ha salvado. Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino”.
Esta parte del evangelio que acabamos de proclamar era uno de los que meditaban con más asiduidad los catecúmenos de las primeras comunidades cristianas. Ahí podemos ver la maravilla que ocurre cuando la gracia de Dios alcanza a las personas.
El ciego que está al borde del camino representa a cualquier persona que todavía no conoce al Señor e incluso a aquellas que, después de conocerlo, necesitan reencontrarse de nuevo con Él, tras haberse perdido en los laberintos de la vida en lejanía de Dios. Nuestra condición se parece a la de este pobre hombre.
Somos pobres y ciegos. Estamos llenos de necesidades materiales, comidos por la enfermedad y las dificultades económicas, por los problemas sociales y la angustia de un futuro poco prometedor. Pero, quizá, aún son mayores nuestras carencias espirituales. Así lo demuestra el texto de san Marcos y las palabras del propio Jesús.
El Maestro va camino de Jerusalén porque está cerca la Pascua. Jesús avanza rodeado de mucha gente. Son peregrinos que bajan de Galilea o vienen del otro lado del Jordán. Judíos piadosos que quieren celebrar la fiesta en la capital.
En la orilla del camino se halla un ciego. Se llama Bartimeo. Su curación se nos narra con todo lujo de detalles. Él había oído hablar del maestro galileo, de sus maravillas y milagros sorprendentes llevados de boca en boca por todos los pueblos. Por eso, cuando se entera de que pasa, comienza a gritar:
— «Hijo de David, ten compasión de mí».
Los acompañantes se sienten incómodos por este inoportuno que interrumpe su conversación con el Maestro, y con dureza le ordenan que se calle. Pero el ciego no soporta ya su estado de miseria y postración y no quiere dejar pasar una oportunidad tan propicia para beneficiarse del favor de Jesús. Por eso, no hace caso y grita con más fuerza:
— «Hijo de David, ten compasión de mí».
Podemos hacer ahora un alto para actualizar esta enseñanza. Es significativo que los hechos ocurran en el camino y en medio de un barullo típico de aquella época y lugar. A pesar del tiempo pasado y de la lejanía cultural y geográfica, este escenario guarda mucha semejanza con nuestro entorno de hoy. La rapidez y la movilidad continua, la masificación y el constante ruido de la vida nos dificultan el encuentro con “aquello último que necesitamos”.
Lo que pedía el ciego era limosna, pero lo que realmente necesitaba era ver. También nosotros tenemos multitud de necesidades materiales, pero, en el fondo, lo que más precisamos es darle sentido a nuestra existencia.
Bartimeo era un ciego que no quería serlo. Este dato parece obvio, pero es bueno ser conscientes de que en el plano espiritual son frecuentes los ciegos voluntarios. Ya sabéis lo que dice la sabiduría popular: «No hay peor ciego que el que no quiere ver».
Es bueno que intentemos una mejor distribución de la riqueza; es bueno que luchemos por una mejora de la calidad de vida, por una instrucción gratuita, por una atención médica más humana y solidaria, por unos derechos que estén en consonancia con nuestra dignidad de personas, por un futuro que abra las puertas de la juventud a una esperanza consoladora.
Pero, como católicos, hemos de aspirar, también y como corola y consecuencia de todo ello, a encontrarnos con Dios. La felicidad nos nace de ese manantial abundante, de esa cepa fecunda, de ese corazón abrasador que nos llena de vida. No podemos quedarnos en lo superficial; hay que ir a lo profundo.
Los tres reyes magos no se quedaron en las meras apariencias: comprendieron el sentido verdadero de la estrella. El viejo Simeón supo ver la salvación en un niño pequeño, y la Samaritana supo darse cuenta de que estaba ante un profeta. También es cierto que muchos otros vieron a Jesús y no captaron el significado. Y algo tendríamos que hacer nosotros para contarnos entre los primeros, entre aquellos que sabían ver.
Jesús tiene la delicadeza de pararse. Pero hay que fijarse especialmente en el ciego. Seguramente era ya viejo. Como movido por un resorte, tira el manto que antes lo cubría y ahora le estorba; da un brinco —parece tan espectacular y ridículo, que nos mueve a pensar en una drástica decisión de cambiar de vida— y se planta ante Jesús.
— «¿Qué quieres que yo haga?».
— «Maestro, que yo vea».
Y Jesús se lo concede, pero de forma admirable. Porque el ciego le presenta su enfermedad, pero Jesús le habla de fe. El ciego pide luz, y Cristo le ordena ponerse en camino: «Vete». Y al instante, recobrada la vista, siguió al Señor por el camino.
Esta es fundamentalmente la enseñanza: encontrarnos con Jesús para que cambie nuestra vida; adherirnos a su persona con amor y confianza. Él, después de exponerle nuestros problemas y carencias, nos abrirá los ojos del corazón y nos mandará que caminemos, que vayamos y anunciemos su poder y su presencia salvadora por toda la rosa de los vientos.
Hemos sido enviados a proclamar a todos los ciegos de todos los caminos:
— «El Maestro te llama».
He ahí nuestra misión. Ésa es la verdadera salsa de nuestra vida; eso es lo único que puede dar alegría y sentido hondo a lo que hacemos, decimos y pensamos. En ello recobra la Iglesia su verdadera naturaleza de Madre y nosotros de hermanos que ayudan a otros a ver la luz.
Adaptación de un texto del agustino recoleto Santiago Marcilla (1950-2016)