Lecturas: Sabiduría 7, 7-11; Sal. 89,12-13.14-15.16-17: “Sácianos de tu misericordia, Señor, y estaremos alegres”; Hebreos 4,12-13; Marcos 10, 17-30: “Vende lo que tienes, dáselo a los pobres y luego ven y sígueme”.
Por Fernando Martín, agustino recoleto.
No es raro ver en ciertos tiempos del año agolparse a la gente a la entrada de los grandes almacenes para comprar, a precio de saldo, tejidos o productos que normalmente, en la temporada alta, suelen ser más caros. Es una buena ocasión para adquirir lo que le gusta a uno sin que, a la vez, se resienta demasiado la pequeña economía doméstica.
Creo que algo parecido nos puede ocurrir en el terreno espiritual. Sin negar que nos empujan buenas intenciones en el comportamiento diario, tampoco es difícil de admitir que inventemos a menudo componendas y tratemos de vivir el evangelio a precio de ganga.
Pero la palabra de Dios es viva, tajante como una espada de doble filo y penetra hasta las más ocultas partes de nuestro ser. El Señor sondea los últimos pliegues del corazón. Discierne y juzga los más escondidos pensamientos y deseos, y no hay nada que escape a su mirada.
Y resulta que, al revés de lo que ocurre en los supermercados, en el evangelio no hay tiempo ni productos de rebaja. Cualquier tipo de abaratamiento perjudicaría la llegada del Reino de Dios a nuestras almas. Un ejemplo típico de esto que hablamos nos lo trae el evangelio de san Marcos.
Un joven se le acerca a Jesús con todo el entusiasmo del mundo y le pregunta: «¿Qué haré para ganar la vida eterna?». El Señor, que no tiene nada que añadir a los preceptos del Antiguo Testamento, se los recuerda simplemente.
Como el joven reconoce que ya cumple todo eso desde que era niño, Jesús le propone entonces otra alternativa: que adopte otra manera de ser más libre y se haga seguidor e imitador suyo: «Vende todo lo que tienes, dale el dinero a los pobres y luego sígueme».
Pero él frunció el ceño y se marchó, porque era muy rico. Y ahí terminó la historia. Ignoramos qué planes tenía el Señor para aquel joven. Sabemos sólo que fracasaron por falta de correspondencia, quizá por desconocer que el evangelio de Dios no admite arreglos y exige una decisión radical.
Jesús viene a traer un mensaje de libertad: un llamamiento a liberarnos de viejas ataduras, de miras estrechas, de cargas que retrasan la marcha, de redes en las que se puede estar atrapado.
Es verdad que, en el caso del joven, lo que le aparta de Dios son las riquezas. ¡Cuánto bien se puede hacer con ellas! Condena el apego al dinero, cuando este es una trampa que nos hace tropezar.
No se condena al rico que invierte sus riquezas para dar trabajo y solidarizarse con la causa de los necesitados. Se condena al rico que explota al pobre valiéndose de su situación de privilegio y endurece y metaliza el corazón ante el que le tiende la mano.
La llamada de Jesús a una vida de desprendimiento y pobreza fue glosada de forma magistral por los Padres de la Iglesia. Y así, decía san Ambrosio:
«Cuando das algo a los pobres, les restituyes lo que es suyo. En realidad, pagas una deuda y no das gratis lo que debes».
Y san Bernardo reaccionaba así en su tiempo:
«Continuamente se citan leyes en nuestros palacios, pero son leyes de Justiniano, no del Señor».
Y es que las leyes de los Estados protegen inflexiblemente la propiedad privada de los poderosos, aunque en la sociedad haya pobres que viven en la miseria.
El dinero le quitó al joven del evangelio la generosidad y la libertad, y a cualquiera de nosotros nos puede impedir escuchar la llamada de Dios a una vida más plena y cristiana.
Pidamos al Señor en la Misa que nos dé la auténtica sabiduría, para discernir lo importante de lo accesorio, y preferir siempre la amistad y el amor a Dios y a los hermanos a las seducciones engañosas y siempre egoístas de la fama, el poder y las riquezas. Así sea.