Lecturas: Génesis 2, 18-24; Salmo 127, 1-2.3.4-5.6: “Que el Señor nos bendiga todos los días de nuestra vida”. Hebreos 2, 9-11; Marcos 10, 2-16: “Los que son como los niños, de ellos es el reino de Dios”.
Por Fernando Martín, agustino recoleto
Al acercarnos a la Escritura, la Palabra de Dios siempre suele tener el anuncio de una buena noticia y, a la vez, la denuncia de las actitudes poco evangélicas.
Si nos ceñimos al libro del Génesis, en la primera lectura de hoy se constata la bondad de Dios, que no solo crea al ser humano a su imagen y semejanza, sino que se preocupa de que sea feliz.
Adán podía caminar por un jardín frondoso surcado de caudalosos ríos; podía oír los trinos de los pájaros y el resoplar de los animales terrestres; contemplar, en la calma silenciosa de los atardeceres, la puesta del sol como un espectáculo de belleza impagable…
Pero había un hueco en su corazón que no lograba colmar, por más que pudiera disfrutar de un escenario tan bucólico.
Adán era el rey de la creación. En la cultura bíblica ponerle nombre a los animales es sinónimo de ser el rey de todo. Pero —está claro— a Adán no le bastaba con tener poder sobre otros seres vivos: eso no llenaba su corazón.
Por eso, Dios quiso saciar esa laguna dándole la compañía de otra persona semejante a él. A partir de ahí, todo el colorido de la narración (el sueño, la operación quirúrgica, la costilla) se condensa en su asombrosa respuesta cuando ve ante sí a la mujer:
— «¡Ésta sí que es hueso de mis huesos y carne de mi carne!».
Nosotros hemos de traducirlo como que la voluntad del Señor es equiparar al hombre y a la mujer en dignidad y respeto. Tanto uno como otra participan de idéntica naturaleza humana, son iguales ante Dios, sin que importe lo más mínimo su género.
Esta afirmación bíblica no impidió que el machismo fuera aumentando. En tiempo de Jesús era común decir que el varón es la imagen de Dios y, la mujer, la imagen del varón, con falta de lealtad al mensaje bíblico. Hombres y mujeres somos iguales en dignidad y ambos somos la imagen de Dios. Nadie es más persona, ni más ser humano que el otro o la otra.
En muchas culturas sigue predominando la idea de que el hombre ordena y manda. Aunque la mujer escala paso a paso cotas de mayor responsabilidad, sigue sin haber equiparación. ¡Cuánto falta aún para decir que vivimos el mensaje evangélico!
¡Volvamos los ojos y la mente a la Palabra! Esta una importante lección de humanismo, que podría resumirse en aquella famosa divisa de los reyes Isabel y Fernando: «tanto monta, monta tanto».
Por otra parte, la Escritura nos instruye sobre el matrimonio como institución divina con base en la diversa naturaleza sexual humana «No es bueno que el hombre esté solo», dice Dios. Y le da una compañera a la medida de su corazón, no sólo para trasmitir la vida, sino también para promover el amor, la entrega mutua y el gozo compartido.
Y Dios dota a esa comunidad de vida y de amor de unas propiedades esenciales para que puedan alcanzar los fines propios: la unidad (hombre y mujer juntos) y la estabilidad (vinculados de por vida en un compromiso matrimonial). Solamente así puede lograrse el bien de los cónyuges y la procreación y educación de los hijos de forma adecuada.
Respecto a la polémica de la pregunta de los fariseos a Jesús («¿Le es lícito a un hombre divorciarse de su mujer?»), procede de un enfrentamiento de escuelas judaicas. El rabí Shamay interpretaba la ley de Moisés relativa al divorcio en un sentido estricto, mientras que el rabí Hillel daba un sentido más amplio: por cualquier motivo.
Los cristianos hoy somos, en mayor o menor medida, discípulos de Hillel o de Shamay, e interpretamos y vivimos una distinta visión de la vida conyugal. Para algunos el matrimonio es sólo una función social, que puede extinguirse a cualquier hora, como se termina un negocio o prescribe un contrato. Para otros, desde una perspectiva religiosa, buscan asegurarlo frente a los vaivenes de la vida.
Lo importante, y a lo que apunta el texto, es al verdadero sentido del sacramento, con una dimensión profunda más allá de la tierra, que le da al amor conyugal un valor de signo del amor de Cristo a la Iglesia y de Dios Padre a la humanidad.
Que Cristo, Maestro de maestros, nos ilumine con su enseñanza y fortalezca nuestra voluntad en la Eucaristía. Amén.