La madre Ángeles García comenzó encargándose de la acogida y cuidado de las niñas abandonadas de la Santa Infancia. Sin embargo, los avatares de la vida y de las guerras hicieron que se quedase durante ocho años sin la compañía de las hermanas con las que había llegado de España.
Cuando Ángeles llega a China, en compañía de monseñor Ochoa, sor Esperanza, sor Carmela y sor Dolores, monja filipina que se une a las tres españolas, es destinada a acompañar a las niñas huérfanas de la Santa Infancia. El amor y la dedicación a sus huerfanitas la hace descuidar el aprendizaje del idioma chino. Lo describe así en su diario:
“Santa Infancia. Esta fue –iba a decir- la muerte insensible de mi débil lenguaje chino… Eran tan listas mis pequeñitas y era tan continuo el trato, que llegamos a entendernos a las mil maravillas por medio del lenguaje inteligible a todo el mundo, el de la mímica y el de las medias y mal dichas palabras. Debido a esto, no ponía todo el interés que requería el árido estudio del idioma de Confucio… Más tarde debí aplicarme”.
Ángeles pone todo su empeño en ayudar a crecer en todos los aspectos de la vida a las pequeñitas que habían sido abandonadas y recogidas por la Misión. Como verdadera misionera sabe que la evangelización debe estar estrechamente unida a la promoción humana.
“Feliz y contenta se deslizaba mi vida misionera entre las paredes de una habitación, que servía de comedor y de sala de estar. Me veía rodeada de pequeñitas. Guiada por el corazón mío, les decía cómo debían amar al Niño Jesús dándole cuanto brotaba de sus puros corazones, enseñándoles a ofrecer pequeños sacrificios, a amar a sus hermanitas, y cuando tenían edad, aprendían a guisar, a todo cuanto podía serles útil en el futuro…
Solo me apartaba de ellas cuando, acompañada de una monjita china, iba por las aldeas, a las cárceles o a visitar enfermos y cristianos tibios o fervorosos; cuando salíamos, en fin, a ‘pescar almas’ y rara vez volvíamos con las manos vacías… Las dejaba también mientras debía asistir a los actos de Comunidad”.
Esta parte del diario ha sido escrita cuando ya ha pasado bastante tiempo de la vivencia, por lo que está cargada de nostalgia por cuán feliz ha sido y percibe y describe aquellos momentos de su vida como los de una “misionera en forma”.
Llama la atención cuánto ha cambiado su vida desde que dejó la clausura, y, sin embargo, ella en la misión se sentía plenamente centrada y concentrada. En plena actividad misionera, lejos de la seguridad de la clausura, en la mayor precariedad exterior, se experimenta a sí mismo unificada, interiormente centrada. Los frutos de esta vida en Dios son nuevamente la alegría y la felicidad.
“¡Qué contenta, qué feliz me sentía en mi China querida! Entre mis pequeñitas o dando a conocer el Reino de Dios por las aldeas, sí, me sentía misionera “en forma”, me sentía y vivía en mi centro”.
Así van pasando los años felices de su vida misionera, hasta el momento en que, ante el estallido de la guerra con Japón y una urgente necesidad en la vida de Carmela, entonces dedicada a la formación de las religiosas chinas de la Congregación de Catequistas de Cristo Rey, irrumpe nuevamente Dios en su vida con una “propuesta” desconocida hasta entonces por Ángeles.
“Se cierne una nube gris. Para mí consistió en una carta en la cual el padre de Sor Carmela la llamaba para arreglar asuntos familiares, ofreciéndose a pagar los gastos de ida y de vuelta. Ni que decir tiene la revolución interior que se armó en mi ánimo, pues me veía con el cargo de las futuras monjas, y otras que ya lo eran, sobre mis débiles hombros. Me sentía realmente incapaz de asumir tan grande responsabilidad.
Debido a la guerra chino-japonesa se retrasó el viaje, aunque sólo sirvió para madurarlo más despacio”.
¿Cómo prepararse para la guerra? ¿Cuál es la mejor forma de proteger a las pequeñitas de la Santa Infancia? ¿Quién podrá soportar semejante tormento?
“Fue el 19 de mayo de 1938 cuando los aviones japoneses aparecieron volando sobre Kweiteh, sólo en ‘plan de exploración’.
Nuestro buen señor Obispo, de acuerdo con los padres misioneros, decidió construir un refugio para todas las personas que vivíamos en la Santa Infancia, que seríamos unas cuarenta”.
Totalmente ignorante en asuntos bélicos, Ángeles no percibe el peligro que la acecha. En medio de la desesperación, abrazada a su hermana Carmela, pensando ser las únicas sobrevivientes, se siente feliz de morir junto a ella en China.
“El día 20 de mayo, a eso de la una de la tarde, aparecieron dos escuadrillas de aviones japoneses. Cansadas de oír toques alarmantes, a las pequeñitas se las dejó dormir en sus camitas las pesadas horas de la siesta.
Yo no me fiaba mucho ni poco, y ante el temor de morir entre los escombros me salí al patio a ‘ver’ las piruetas de los pájaros de hierro. De repente veo bajan con la velocidad del rayo y arrojan lo que yo en mi ignorancia bélica creía prospectos o ‘papelillos’.
Cuál no fue mi sorpresa al sentir y oír un movimiento y ruido espantoso. Verme envuelta en una densísima nube de polvo, tejas rotas, pollitos carbonizados. La tierra temblaba, los cristales saltaban hechos añicos, todos los cielos rasos de nuestro convento (para entonces teníamos un edificio estupendo) vinieron abajo.
Aquello parecía un reflejo del fin del mundo. Por momentos me creí la única superviviente de la Misión… Sin saber lo que hacía, me dirigí al lugar donde oía gritos y plegarias de las cristianas refugiadas.
En el camino tropecé con mi hermanica Carmela. Nos abrazamos las dos y nos vimos contentas de morir juntas en China”.
Ángeles está tan empapada de Dios que al relatarnos el encuentro con la Madre Esperanza después del estallido es capaz de espiritualizar una escena tan impresionante para ella.
“Fuimos en busca de nuestra Madre y Sor Dolores. Aún me parece ver el rostro de mi buena Madre pálido, los ojos desmesuradamente abiertos… Como de fondo tenía la oscuridad del refugio, me pareció ver la resurrección de Lázaro, representada en una estampa o cuadro catequístico”.
No sólo la guerra sacude el corazón de Ángeles. La aceptación de la voluntad de Dios en su vida ha sido generalmente procesual, aunque por momentos bastante turbulenta. Su vida feliz ha estado siempre mechada con momentos de oscuridad e incomprensión, hasta de profunda tristeza.
En enero de 1940 sor Carmela viaja a España en compañía de sor Esperanza, que por indicación de monseñor Ochoa va a buscar nuevas vocaciones para ayudar en la misión. El Obispo las acompaña hasta Manila.
Ya hemos visto cómo todo el cuerpo de Ángeles participa activamente en lo que sucede con ella. No es sencillo acoger las irrupciones inesperadas de Dios en su vida.
“Me dejan sola en China. Al fin llegó el día en que el chispazo de la carta escrita por el padre de Sor Carmela se convirtiese en realidad.
En carta particular al buen padre [Mariano] Alegría, encargaba la querida Madre me fuese dando la noticia ‘de una vez o en varias, según viera mi estado de ánimo’… El buen Padre me la dio de las dos formas, mas la noticia produjo en mi ser entero una impresión terriblemente espantosa… Tuve fiebre no sé los días y me quedé como atontada. Pronto hube de volver a la realidad de la vida.
Ya se terminaron mis correrías por la campiña, las visitas a las cárceles, a los cristianos fríos o fervorosos, los paseos domingueros con mis nenas queridas. Desde aquel día debía dirigir. Ya no diría ‘vamos a pescar’ sino que las enviaría”.
La obediencia a sus superiores, en los que Ángeles veía a los verdaderos mediadores de la voluntad de Dios para su vida, siempre ha sido el anclaje seguro de su alma. Nunca pensó que sería capaz de dirigir a las religiosas chinas de la nueva Congregación de Cristo Rey ante la ida de Carmela a España, pero así debe hacerlo.
“— ‘Por obediencia’.
Así me lo espetó el buen padre Alegría, tal vez cansado de oírme: ‘¡Yo no sirvo nada más que para obedecer… ¡Yo no puedo!’.
— ‘Por obediencia, que así lo manda la Madre’.
Tuve que bajar la cabeza y cargar con todo, empezando por coger de nuevo la gramática china, si me quería hacer entender verbalmente con las personas, sobre todo con las veinte monjas chinas.
Como Dios acude a la mayor necesidad, sobre todo si se le pide ayuda (convencida como yo lo estaba de mi miseria), también acudió a la presente, y el chino, al principio tan ‘raro’, entraba en la memoria con relativa facilidad, y todo lo demás fue perdiendo la ‘fiereza’ que yo creía ver desde lejos…
Algunos meses me costó adaptarme a las chinas grandes, tan distintas de las pequeñas”.
La vida lejos de sus compañeras no es nada fácil. Se siente sola y hasta llega a dudar del destino de sus hermanas. ¿Habrán vuelto a la clausura? Sin embargo, la esperanza no la abandona y una vez más decide entregarse en los brazos de su Padre.
“Así pasaron siete años… Debido a la guerra las vías de comunicación quedaron cortadas: al menos a nuestra Misión no llegó una carta de España durante dos largos años. Esto fue terrible para mí, pues no sabía el rumbo de mis dos compañeras. A veces pensaba si se habrían encerrado en clausura…
La soledad, pues, no podía ser más completa…
Procuré adaptarme a ella tal y como el Señor me la presentaba, y esperaba confiada el final de tan general ‘poda’.
Algunos días, cuando la casa se me caía encima, salía al campo a visitar a mis antiguas ancianitas o cristianas fervorosas. Los demás días los pasaba en el convento, cerca de las grandes y acariciando a las pequeñas, que no cesaban de llamarme cuando me veían cruzar el patio”.
La bomba atómica cambia la situación de opresores y oprimidos, pero no elimina la violencia y la confusión. Los chinos parecen recuperar la alegría, pero será momentáneamente porque parece que los tiempos convulsos no han terminado.
Para los misioneros no resultaba fácil escudriñar el paso de Dios en la historia que se estaba escribiendo en esos momentos. La compasión por el débil, sea cual sea su nacionalidad o tendencia política, lleva a Ángeles y a sus compañeros de misión a tener misericordia con el que la necesita y padecer hasta las lágrimas con los que sufren.
Ante la salida de los japoneses y la inminente llegada de los comunistas es difícil discernir al momento los caminos de la historia, pero eso no impide practicar la caridad con todos.
“La afluencia militar aumentaba. De las aldeas vecinas huían los hombres para evitar incorporarse a las filas… Todos los árboles frutales caían segados bajo el hacha militar, puestos en las bocacalles y barricadas. (…) En huidas y acercamientos se pasaron muchos meses impregnados de un malestar general. (…) ¿Qué porvenir les esperaba a los pacíficos chinos?”.
Comienza el año 1948. Aquí empieza Ángeles lo que ella misma llama el primer diario de su vida. Está totalmente entregada a Dios, sin embargo, vuelve a ofrecerse y aceptar todo lo que venga de sus manos, “por doloroso y amargo que sea”.
Ante todo lo vivido en la misión durante la guerra crecen sus ansias de martirio. Nuevamente la Virgen María, su madre del cielo, será su compañera en la aceptación de la voluntad de Dios. Ya han pasado siete años desde la salida de sus dos compañeras.
“Señor, yo os ofrezco y acepto con toda mi alma cuanto en vuestra amorosa Providencia tengáis decretado enviarme durante este año, que he visto nacer y que ignoro si veré morir…
Todo lo acepto sin conocerlo, por doloroso y amargo que sea. Ojalá, Dios mío, fuese hallada digna de dar mi sangre por ti.
Madre mía Dolorosa, ayudadme, dadme fe, para que durante los días gratos o desagradables que vaya a vivir durante él vea en todo la Voluntad de Dios y me uniforme con ella. Amén.
Hace siete años, como siete siglos, marcharon a España mi madre Esperanza y mi hermana del alma sor Carmela. ¡Cuántas cosas han pasado! ¿Me habrá quedado algo en limpio?”.
El acompañamiento de las jóvenes religiosas chinas la hace confrontarse con su propia realidad de fragilidad y pecado. Jesús eucaristía es su consejero fiel. Él conoce bien las miserias de su corazón y, sin embargo, siempre la acoge cuando llega con el corazón arrepentido.
“Por la noche hemos tenido una pequeña discusión acerca de los asuntos internos de la Congregación China.
¡Cuánto discurren!
Debido a la remolina de anoche, he visto todo el día taciturna, retraída, a una joven hermanita. ¡Pobre florecilla china! ¡Si ella supiera lo que sufre mi corazón al verla inquieta!
He rezado durante la Hora Santa y luego ante unas palabras impregnadas en el calor del Sagrario, mi querida nubecilla ha caído deshecha en llanto.
¿Qué sentirás Tú, Dios mío, cuando yo, cargada de miserias y cubierto el rostro por el llanto, me acerco a Ti, para pedirte perdón?”.
Ángeles sabe de sobra la importancia de los sacramentos, en primer lugar, del bautismo, para la salvación de los hombres. Por ello coloca especial empeño durante su vida misionera para acercar al bautismo a cuantos pueda.
“4 de enero de 1948. Al pasar por una aldea nos preguntan si llevamos medicinas para un anciano que está grave. Vamos a verle a su casa, mas el altanero budista se niega a recibirnos, dice no quiere nada con las europeas… Nos salimos llenas de tristeza y al mismo tiempo llenas de esperanza, no era el primero que se negaba a recibirnos y luego moría bendiciendo a las ‘vírgenes blancas’”.
Ángeles se confía en la comunión de los santos y espera el momento de gracia que llegará sólo cuando Dios quiera y el hombre esté dispuesto a aceptarlo.
“15 de enero de 1948 He ido con sor Catalina Yuo a ver al anciano del Nan Menli y nos ha dicho que no quiere nada con las extranjeras, que quiere la religión donde han muerto sus antepasados… Espera, Señor, a ver si en atención a los ruegos y sacrificios de un alma ignorada, las penitencias y sufrimientos mueven tu divino Corazón a favor de este caritativo budista y el premio de su caridad es el incomparable de amarte siempre en el cielo. Mañana volveremos”.
Y el momento de gracia ha llegado a la vida del anciano budista. Él mismo pide el bautismo. Sin embargo, la experta misionera Ángeles deja que el proceso de conversión llegue a un mayor grado de madurez.
“18 de enero de 1948. Hemos ido a visitar al anciano budista. Gracias a las oraciones y sacrificios de almas santas que sufren, el Señor ha tocado su corazón… Ha escuchado el buen anciano cuanto se le ha dicho y con lágrimas en los ojos él mismo ha pedido el Bautismo. Como parece puede tirar, le prometemos volver mañana, recomendándole que, al mirar el crucifijo y la estampa de la Virgen, repita las jaculatorias que ya sabe y se arrepienta de sus pecados. Así ha prometido hacerlo”.
La alegría de saber que alguien más ha alcanzado la salvación no puede ser mayor para las misioneras.
“27 de enero de 1948. Las hermanas María Chan y Teresa Yuo han venido profundamente emocionadas al ver la muerte edificantísima del viejo budista, que con el nombre de José María se ha metido derecho en el cielo. ¡Qué alegría se siente en tales ocasiones! ¿A qué alma deberá este anciano la salvación de la suya? ¡Tú lo sabes, Señor!”.