7 de enero de 1969. En Cali, Colombia.

Cofundadora de las Misioneras Agustinas Recoletas, esta monja de clausura nacida en La Zubia (Granada) en 1905 llegó a China con 26 años de edad respondiendo a una llamada que cambió para siempre su vida y su vocación. A esta llamada dedicamos la primera parte del relato.

“Yo, sor María Ángeles de San Rafael, de veinticinco años de edad, me ofrezco voluntaria para ir a la misión de China, si es esta la voluntad de Dios”.

Esta fue la respuesta por escrito de Ángeles (1905-1980), monja contemplativa en el monasterio del Corpus Christi de las Agustinas Recoletas en Granada, a la solicitud de Francisco Javier Ochoa, agustino recoleto, entonces prefecto apostólico en la misión de Kweiteh (Shangqiu, Henan, China) que recorría los conventos de clausura de España buscando voluntarias para la misión.

Dos monjas del monasterio granadino (Ángeles y Carmela Ruiz) y una del madrileño de La Encarnación (Esperanza Ayerbe), por su ardor misionero, cambian la vida de clausura por la acción misionera y en 1931 parten para Shangqiu, en la lejana China.

Las tres, junto con monseñor Francisco Javier Ochoa, el obispo que decidió pedir voluntarias en los monasterios de clausura dadas las necesidades urgentes que tenía en su misión para el cuidado de niñas abandonadas y para la implantación de la vida religiosa femenina, fundaron la que sería con los años la Congregación de las Misioneras Agustinas Recoletas.

Sor Ángeles escribió un diario en que relata muchos detalles de su vida y vicisitudes, sobre todo las acontecidas en China. El título que recibió al publicarse es Una misionera agustina recoleta en China. Diario de Madre Ángeles. A lo largo de sus páginas, revela también algunos rasgos de su forma de ser, de su pensamiento y espiritualidad.

El historiador agustino recoleto Ángel Martínez Cuesta publicó una recensión del libro en la revista Recollectio. Dijo entonces:

“[En este diario] el lector sorprenderá un alma viva, exigente consigo misma, a quien el diálogo continuo con Dios mantiene en perpetua tensión; un alma que todo lo subordina a la voluntad de Dios y todo lo juzga a la luz que de ella dimana.

Encontrará, es cierto, juicios ingenuos, propios de una persona desprovista de formación académica o hija de un ambiente social, cultural y teológicamente poco evolucionado. Pero son los menos, y aún esos están iluminados por una exquisita sensibilidad humana, por una finura espiritual extraordinaria, por una espontaneidad y gracia innatas y por un agudo sentido de observación.

Todo el libro está transido de ansias misioneras. El amor a las almas lanza a la madre Ángeles fuera de la clausura en 1931, la hace feliz en medio de innumerables dificultades, durante los 17 años pasados en el campo de la misión y acibara el larguísimo último año descrito en este libro.

La salida de China es el sacrificio más grande de su vida. Ella misma lo afirma un par de veces. Pero no era necesario. Desde que abandona Kweiteh en febrero de 1948 un halo de tristeza envuelve toda su vida. Ella habría deseado trabajar y morir en el frente. Fuera de él se siente pobre china desterrada y no halla consuelo ni en la vuelta a la patria, a pesar de la exaltación patriótica del momento, que ella compartía por completo; ni en el reencuentro con sus monjitas de Granada; y ni siquiera en el abrazo de su anciana madre.

Solo en su gran aprecio de la obediencia halla solaz y fuerzas para afrontar tan magno sacrificio. Aparece así otro rasgo de su espiritualidad, que, por lo demás, era muy propio de la espiritualidad religiosa de la época.

Junto a él cabe mencionar su amor filial a la Iglesia, su laboriosidad, su espíritu generoso y agradecido y la capacidad de transfigurar y espiritualizar las más diversas experiencias de la vida. (…) Cualquier suceso desencadena su fantasía y la conduce plácidamente a la contemplación de Dios y de sus atributos o al disfrute anticipado de las delicias del cielo”.

Ángeles en el monasterio del Corpus Christi

La paz y la alegría son los frutos que Dios regala a Ángeles durante su vida en el monasterio contemplativo hasta el momento inesperado en que Dios irrumpe en su vida con una propuesta impensable para ella, de manos de otro mediador, monseñor Ochoa. Ángeles lo cuenta así:

“En la paz y alegría que naturalmente brotan de la unión de los corazones y de las voluntades, vivíamos todas en aquel nuestro adorado claustro, cuando vino a sorprendernos con su visita, y con ella a romper por unos días la monotonía de la vida monacal, un hermano nuestro misionero de China, nuestro fervorosísimo y decidido reverendo Padre Javier Ochoa”.

En una porción muy lejana de la Iglesia se necesitan hermanas valientes y decididas, almas grandes y generosas, con ansias misioneras. ¿Qué sentirá Ángeles ante tal invitación?

“Una vez reunidas y sentadas en el locutorio, la Madre Priora nos dijo:

— ‘Tenemos aquí a nuestro hermano el reverendísimo Padre Prefecto Apostólico de Kweiteh-fu, China, quien viene a este nuestro convento con una misión especial’.

Interrumpiendo él cortésmente la presentación que de su persona estaba haciendo la Madre, y con la finura y amabilidad que le son propias, empezó diciendo:

— ‘Así es, hermanas, la misión que a esta santa casa me trae es verdaderamente grande, pues se trata nada menos que de buscar y hallar aquí almas verdaderamente grandes y generosas, con ansias misioneras, hermanas valientes y decididas que, puesta su mirada sólo en Dios y en la salvación del mundo infiel, quieran venir conmigo a China para compartir con sus hermanos los trabajos y los frutos, las penas y los consuelos, que van siempre anejos a la vida misionera. A este fin he escrito dos cartas a la Reverenda Madre Priora durante el pasado mes de noviembre y para eso he visitado también el Convento de La Encarnación de Madrid, en donde ya me aseguraron que podía contar con una religiosa de aquella comunidad’.

— ‘Pues aquí hallará cuantas quiera’, contestaron a coro varias hermanas”.

El ambiente misionero del monasterio no podía ser más propicio. La madre priora, alma muy santa y dinámica, entusiasmaba a sus hermanas después de haberse ofrecido ella misma para la misión. A partir de ese momento ella misma sería la encargada de animarlas y darles valor a las que quisieran ofrecerse.

“Animado Monseñor Ochoa con tan espontáneo y generoso ofrecimiento, empezó a preparar sus cosas para darnos allí mismo una serie de proyecciones misioneras. No es para ser descrita la gratísima impresión que en todas causó esta breve alocución del Padre Prefecto, y la pequeña semilla misionera que acababa de sembrar parecía germinar y crecer en los corazones de todas”.

La disponibilidad misionera que se percibe en el monasterio granadino se debe en parte al gran impulso misionero que el papa Pio XI dio a la Iglesia en esos años. Sin embargo, Ángeles comienza sintiéndose no merecedora de la dicha de ser misionera “en el frente”.

Piensa que, debido a su gran miseria, Dios nunca la llamaría a una empresa tan grande. Por eso decide ofrecer su vida en el claustro por los misioneros. Aquí comienza el proceso de lucha interior que va a vivir durante estos interminables días.

“Yo estaba muy tranquila, pues el ser misionera, como ordinariamente se entiende, parecíame poco menos que imposible, una dicha demasiado grande para mí si se tenía en cuenta mi gran miseria… Me decidí, sí, a ofrecer desde aquel día todos mis sufrimientos, físicos y morales, por los misioneros más solos, por los que más tristezas sintieran en aquellas apartadas soledades de la misión de China”.

Sin embargo, sus sentimientos le dicen que hay “algo” que le va a cambiar la vida.

“Con todo, debo confesar que yo también empezaba a sentir dentro de mí algo que me atraía e ilusionaba, y en este estado me hallaba cuando una espontánea y general aclamación me hizo volver a la realidad. Ello se debió a que Monseñor Ochoa nos anunció el comienzo de las encantadoras proyecciones misioneras”.

La Misión va entrando poco a poco en sus ojos y en su corazón. Sin embargo, por no sentirse poseedora de las cualidades necesarias para ir a China, se “conforma” interiormente con ser misionera desde la clausura:

“Fueron desfilando por la pantalla todos y cada uno de nuestros misioneros recoletos, y luego vimos toda clase de tipos chinos: hombres, mujeres y niños de todas las edades y con vestidos acomodados a las distintas estaciones del año.

En verdad que me parecían seres de otro mundo, pero desde el primer momento los miré con cariño profundo y compasión grande, inmensa: ofrecí por ellos los frutos de mi oración y de mis sacrificios, ya que no acababa de convencerme de que pudiera un día ir a trabajar en medio de ellos.

Y era que no hallaba en mí ninguna de las buenas cualidades que, según el Reverendísimo Padre Prefecto, debían de poseer las que hubieran de ir a China; por otra parte, vivía muy feliz en mi convento y en compañía de mis buenas hermanas. Yo sería misionera, porque lo deseaba ardientemente, pero lo sería en mi convento, como lo fue santa Teresita en el suyo”.

Pareciera que aquí irrumpe la gracia de Dios con una fuerza desconocida. Lo que hasta entonces se había dado naturalmente, ya que desde niña había “mamado” la vida de Dios, ahora la sorprende de tal forma que le trastorna toda su vida. Lo que siempre había sido paz y tranquilidad, libre de dudas y de novedades, ahora se presenta como pensamiento dominador que ella quisiera sacudir para hacerlo desaparecer:

“En ese día comenzó para mí una sorda y terrible lucha. A pesar de cuanto yo hacía por ocultar lo que en mi interior pasaba, mis buenas hermanas se daban cuenta que perdía el apetito, el color, la alegría.

Ya no metía baza en los recreos, y en un solo pensamiento absorbía mi vida hasta entonces tranquila, felicísima, libre de dudas y de todo deseo que no fuese el de vivir de lleno mi vida de Agustina Recoleta más o menos larga, entre las benditas paredes de mi prisión voluntaria.

Cerca de Navidad (año 1930), yo quería sacudir aquel pensamiento dominador que, si no me empujaba a tomar una decisión, tampoco me dejaba vivir tranquila”.

La duda invade el corazón de Ángeles, hasta entonces tan tranquilo y seguro en medio de aquel monasterio de clausura que ella llamaba su “prisión voluntaria”. ¿Qué quiere Dios de ella? ¿Cómo descubrir su voluntad? ¿Cómo podría estar segura de que tal o cual fuera la voluntad de Dios?

“Volar a China, ser misionera, en el ‘frente’, me sacaba de quicio, mas, ¿cómo asegurarme que Dios me quería allá? Si me dejaba llevar de aquel deseo ¿no tendría que arrepentirme cuando las dificultades, los sufrimientos, las decepciones de la vida misionera pesasen sobre mi alma, y sobre mi cuerpo, dejando tras de sí el amargo: tú te lo has buscado?

Ante este pensamiento me esforzaba por abandonar el deseo de volar al campo y me abrazaba fuertemente con mi ya segura vida de clausura. Aquí sí estaba contenta, tenía la seguridad de que Dios me había llamado; pero allá, en una región desconocida, debiendo aprender un idioma de los más difíciles…

— No, no, me decía a mí misma, aquí y hasta mi muerte. Seré Misionera oculta, trabajaré…

Y parecía me quedaba tranquila; mas era con esa tranquilidad que goza el enfermo abrazado por la fiebre cuando halla una postura cómoda, para dejarla por insoportable a los pocos minutos… Lo propio pasaba a mi pobre alma cansada por los esfuerzos de la lucha”.

Su vida, de la mañana a la noche, se llena de incertidumbre, de dudas, de preguntas sin respuestas. ¿Dónde quedaron las mediaciones que Dios siempre había puesto en su camino? Tanta incertidumbre repercute en todo su ser y la paz parece no tener lugar en su vida.

“Llena el alma de incertidumbre, preguntaba al confesor, a mi antigua Madre Maestra, a las Madres mayores. ‘Haga, hija mía, lo que Dios le inspire’. Era la contestación que obtenía en mis eternos días de incertidumbre

Me sentía enferma, y hasta hubo momentos en que me lamentaba haber visto la película, que reflejaba aquel rostro divino, aquellos ojos suplicantes que en mis ratos de ofuscación no podía alejar de mi memoria, ni de la retina de mis ojos…

A fines de diciembre se recibió carta de Monseñor Ochoa preguntando cuántas se ofrecían y pidiendo todos los datos a fin de poder proponer los nombres a la Sagrada Congregación”.

Han pasado 20 días de angustiosa búsqueda de la voluntad de Dios. Ha llegado el momento de tomar una decisión: ofrecerse o no para ir a la Misión de China. Su Madre de la Consolación está allí acompañándola.

“Amaneció el día 28 de enero de 1931. Mi primera mirada al llegar al coro fue para mi dulce Madre de la Consolación, hacia la cual sentí un amor más profundo como sucede a una hija que tiene el presentimiento de que va a perder de vista la imagen de su Madre…

Me arrodillé en mi sitio, quería oír el punto de la meditación, mas de nada servían mis esfuerzos… Hoy daré, me decía a mí misma, daré el último paso que me llevará a China o me dejará en mi convento tranquila”.

Este día, como si fuera la primera vez, en la eucaristía se ofrece al Señor para que haga de ella lo que quiera:

“Llegó la hora de oír la Santa Misa. En el ofertorio me ofrecí al Señor para que hiciera de mí lo que quisiera. Él había de manifestar su voluntad aceptando o rechazando la oferta que aquel día con todas las veras de mi alma yo escribiría en el papel”.

Ángeles se siente en medio de una guerra entre dos amores, ¡y dos buenos amores!; su vida es como una barquichuela zarandeada por las olas del mar, su cuerpo participa activamente en la lucha.

“A las cuatro de la tarde me era imposible vivir con aquella lucha. El amor al convento, a mis buenas Hermanas y por otra parte el amor a la Misión se declararon guerra sin cuartel y me veía cual diminuta barquichuela zarandeada por las encontradas olas de la mar bravía…

¡Cuánto sufrí, Dios mío!

Me fui al coro a visitar al Señor, a decirle que iba a escribir, y salí tan turbada que a decir de una Hermana parecía un cadáver ambulante

Llegué a la celdica, no sabía si sentarme o ponerme de rodillas, hice esto último. Un temblor grande se apoderó de mi cuerpo y una lucha aún más terrible se entabló en mi pobre alma. No, no saldré de mi convento, y soltaba la pluma… ¡Qué rato!”.

Por fin aparece la mediación, tan característica en su relación con Dios, su “ángel bueno” dirá varias veces Ángeles. Esta vez son las palabras de un sacerdote que encuentra escritas en un libro las que traen la confianza que necesitaba. Entonces el mar se calma y con su entrega confiada llega la paz.

“Por fortuna tenía encima de la mesilla el precioso libro del Padre Valencina titulado Cartas a Sor Margarita. Lo abrí y dieron mis ojos con estas palabras: ‘No sabemos los fines que tuvo Dios al traernos a la Religión’ (o cosa parecida).

Un rayo de luz atravesó mi mente. Si no te ofreces, siempre tendrás el remordimiento de no haberlo hecho; y si te ofreces y no te llaman, tendrás el mérito de haberte ofrecido y siempre estarás tranquila.

Fue (nunca lo he dudado) mi Ángel bueno quien me trajo este pensamiento… Ya no vacilé un momento. De rodillas como estaba, y después de dirigir una mirada a la Dulce Madre del cielo, escribí:

— Yo, Sor María Ángeles de San Rafael, de veinticinco años de edad, me ofrezco voluntaria para ir a la Misión de China, si es ésta la Voluntad de Dios

Y salí volando de la celda a dejar en la de la Madre el papel con mi ofrecimiento. Después me fui al coro.

— Señor, dije, ya está hecho: ahora Tú tienes la palabra. A tu corazón me entrego”.

Ahora le toca el turno al Señor. Ella ya dio su respuesta. Está totalmente entregada a su corazón. Después de tanta lucha desatada en su alma encuentra la alegría, el alivio, la tranquilidad, la paz, la felicidad. Vuelve a ser la de antes

“Aún me parece sentir el alivio, la alegría que inundó mi pobre alma tan cansada de luchar. Aquella noche sí que me desquité en el recreo… Mis Hermanas, sobre todo mi Santa Madre Maestra, gozaban al verme ‘como antes’. Qué tranquilo fue mi sueño y qué blanco lo veía todo al día siguiente… Ya volví a sentirme feliz y a sembrar a mi alrededor la alegría”.

Y la respuesta a su ofrecimiento llega en seguida. Al día siguiente recibe la respuesta del Señor a su ofrenda, de boca de la Madre Priora:

“Todo quedó en silencio hasta el día 29 de enero de 1931. Terminada la oración y las Horas antes de la Santa Misa, oigo la voz casi imperceptible de nuestra santa Madre Ángeles que me llamaba.

Al arrodillarme para escuchar me dijo:

— ‘Hermana María Ángeles, Su Caridad ha sido una de las escogidas para ir a China’.

— ‘Bendito sea Dios’, dije abrazándola respetuosamente llevada de la impresión que invadió mi ser entero…

No sabía ni dónde estaba. Como una autómata, me fui a mi sitio”.

Otra vez aparecen las mediaciones para disipar sus temores. Esta vez es su compañera de misión, su querida amiga Sor Carmela, su “hermanica del alma” como Ángeles la llama, quien la acompañará a China.

“Recuerdo que solo un pensamiento me preocupaba, quién será mi compañera, toda vez que ya no podía volverme atrás. Cerrando los ojos y echando a un lado pueriles temores, dije de lo íntimo del alma:

— ‘La que queráis, Señor’.

A los pocos segundos oigo que la Madre llama a Sor Carmela… ¡Qué alegría! ¿Sería ella mi compañera? No quise creerlo hasta que mi hermanita querida se arrodilló cerca de mí y apretando su mano temblorosa con la mía, nada tranquila, me dijo:

— Hermana María Ángeles, me voy a China.

— Y yo también, le contesté acercándome más a ella, significando, por decirlo así, el íntimo acercamiento de nuestra alma.

— Ofreceremos hoy la Misa y la Comunión por el Papa

Y, sin decirnos nada, la ofrecimos también la una por la otra”.

Carmela, desde el momento en que la conoció al llegar al monasterio, se convirtió en un verdadero tesoro para Ángeles. Esta verdadera amistad ha sido uno de los mayores regalos de Dios para ambas.

“Sí, aquel día rogué de un modo especial por mi hermanica del alma, sor Carmela, por esta hermana y compañera de la cual puedo decir con toda verdad que al contar con su amistad y confianza desde que la vi entrar en el claustro hallé en ella ‘un gran tesoro’.

Juntas rezábamos y cantábamos todas las noches ante la encantadora y devotísima imagen de nuestra Dulce Madre en el Misterio de su Asunción gloriosa. Juntas y cabe sus plantas benditas formulábamos nuestros mejores propósitos de ser cada día mejores, de vencernos, de luchar hasta conseguir la palma…

Esta amistad estaba bendecida por la obediencia. La Madre Priora nos daba tiempo todos los domingos y días de fiesta para tratar cosas de nuestra alma, y a fe que mi Hermana Carmela, lejos de ser el más leve obstáculo a mis deseos de perfección, ha sido mi apoyo y mi alegría en el camino a veces áspero de la vida. Bendita amistad que tanta paz produce a mi alma”.

¿Era en verdad plenamente libre para ir a China? ¿La decisión que había tomado ante la invitación divina había partido de su libertad? Su padre la confronta con una pregunta importante para su futuro. Ángeles sabe que Dios nunca le ha impuesto nada, siempre la ha invitado, seducido, cuestionado, pero jamás atropellado su libertad humana.

“Mi padrecico me llamó aparte para preguntarme si mi salida del convento y mi ida a China era completamente libre. Contesté que yo, voluntariamente, me había ofrecido creyendo al hacerlo cumplir la voluntad de Dios. Entonces me dijo: ‘Viviré tranquilo’. Me dio dinero para lo que quisiera y un abrazo empapado en lágrimas. ¡Qué rato, Dios mío!”.