Los misioneros agustinos recoletos en general lograron entrar en el alma china, por lo que supieron respetar y valorar las manifestaciones culturales y tradiciones del pueblo chino, condición indispensable para realizar su misión de evangelización.
La inculturación en la obra misional
La inculturación es una parte central de la misión evangelizadora de la Iglesia, un proceso de diálogo y transformación mutuos, donde la Iglesia no solo lleva el Evangelio a nuevas culturas, sino que también permite que estos pueblos y culturas evangelizados entren a formar parte del acervo de la universalidad católica de la Iglesia. La inculturación es una exigencia de fe. Una fe que no se convierte en cultura es una fe no plenamente vivida.
El proceso de inculturación es prolongado y complejo, involucrando etapas de comunicación y asimilación del Evangelio a través de un diálogo intercultural e interpersonal. Comienza con la introducción de la vida y el mensaje cristiano en una cultura, coincidiendo con el inicio de la evangelización, y se extiende hasta la transformación íntima de los valores culturales mediante su integración en el cristianismo.
En el corazón de este proceso está el misterio de la Encarnación, donde, al igual que Cristo se hizo hombre en un contexto sociocultural específico, la Iglesia busca encarnar el Evangelio en las culturas autóctonas. Este camino, trazado por Cristo y seguido por los misioneros, es un camino de apertura, aprendizaje y adaptación. Mediante la inculturación, los misioneros, y con ellos la Iglesia a la que representan, “se convierten en un signo más comprensible de lo que es y en un instrumento más eficaz de misión”.
Pero el fin de la Encarnación es la Redención, traer la vida nueva de la gracia tras un proceso de purificación. La inculturación es también, por tanto, un proceso de discernimiento, purificación y recreación, donde el Evangelio purifica la cultura local de sus aspectos de pecado. Así purificada, la Iglesia local expresa su fe y los diversos elementos de la tradición de la Iglesia en nuevos modos, enriqueciendo así a la Iglesia universal.
La evangelización inculturada vista por nuestros misioneros
En el contexto de la misión de Kweiteh/Shangqiu en China, los misioneros agustinos recoletos se enfrentaron al desafío de contribuir a encarnar el Evangelio en una cultura rica y milenaria. Tras su propia experiencia misional y guiados por las enseñanzas de la Iglesia, nuestros misioneros llegarían a expresar que la misión debe ser obra de evangelización “inculturada” que respete y siga los modos culturales de los pueblos, y con la virtud del Evangelio edifique en ellos una cultura autóctona cristiana, purificada sólo de sus elementos y estructuras de pecado. Así lo expresaba monseñor Arturo Quintanilla:
La obra misionera debe ser obra de adaptación al medio ambiente, de tiempo y lugar, donde se desarrolla. Cada pueblo tiene su característico modo de ser, sus costumbres, su cultura, etc., y el misionero no debe tender a destruir nada de esto, sino a adaptarlo al gran molde del Evangelio, dentro del cual caben todos los pueblos, […] “Id a todas partes, dijo Jesús a sus discípulos, y predicad el Evangelio a toda criatura”. Y en este mandato está fundada la universalidad de la Iglesia y al mismo tiempo su fuerza de adaptación a toda clase de gentes. Vienen después los diferentes medios de predicación y de evangelización y de llevar a la práctica el mandato de Jesucristo y en esto el espíritu misionero ha de ser amplio, comprensivo, generoso. Fuera de aquello que va claramente contra Dios o contra la moral fundada en los principios del decálogo, nada se ha de destruir. La misión de la Iglesia y por ende la de los misioneros, no ha de ser in destructionem sed in aedificationem, no para destruir sino para edificar.
Esta obra no solo debe ser inculturada, sino también “adaptada” a sus diferentes tipos de interlocutores, pues la obra de evangelización, «fuera de casos singularísimos, milagros de la gracia, decimos, obra más o menos según las disposiciones o adaptación de los individuos para admitirla». Según esto, los misioneros distinguen según su propia experiencia entre la gente sencilla y rural, y la gente de cultura y de las ciudades, así como la juventud. Para los primeros el método evangelizador tradicional desarrollado por los misioneros es muy eficaz, pero para los segundos es necesario introducirse en el mundo de la cultura y, sobre todo, de las escuelas.
Por eso, en lo que respecta a los métodos concretos de llevar a cabo el mandato misionario, «no debemos ser exclusivistas; caben todos aquellos que sean razonables y mejor se acomoden al modo de ser y costumbres de estas gentes». Como diría el padre Jesús Samanes:
¿Qué hacer? Descalzarse para poder andar por esta tierra pagana, es decir dejar lo que de más caro tenemos, nuestros gustos, y al igual que San Pablo, obra del gran prodigio de caridad de hacerse todo para todos para salvar a todos, puesta la mirada en Cristo, que es quien nos ha de dar el valor. […] Cada pueblo tiene sus costumbres, su arte, su civilización, que es preciso respetar; y en ninguna parte más que en China, que se gloria de tener una civilización antigua, debe el misionero hacerse a todo para salvarlo todo.
La inculturación de los misioneros agustinos recoletos en la cultura china
Proceso de adaptación tras el encuentro de dos mundos
Con la llegada de los misioneros a la misión, éstos se enfrentaron a un proceso de adaptación a un mundo nuevo en todos los aspectos. Desde la mera adaptación física al clima, a las comidas, a la indumentaria, pasando por el aprendizaje del idioma y de la cultura, hasta ir adentrándose en el alma de un pueblo.
«Un mundo nuevo, del todo diverso, si no contrario, a cuanto en su vida ha visto y sentido. No es sólo el paisaje, son las costumbres, el carácter, la cultura, en una palabra, el alma china. No podrá llegar hasta el corazón de ese pueblo, aunque logre dominar el idioma con sus complicados ideogramas y sus extrañas expresiones, si no llega a asimilar también esa alma china. Tendrá que transformar su propia alma para obtener lo que el primer misionero colombiano en China en expresivo neologismo llamaba chinificarse».
La figura de los catequistas nativos fue de gran ayuda para superar las barreras y dificultades culturales con que naturalmente se encontraban los misioneros. Éstos hacían de puente, de intermediarios que allanaban el camino de acercamiento con los otros y que favorecían la resolución de los asuntos de la vida ordinaria.
Así, los misioneros cuentan cómo a su llegada a la misión había infinidad de cosas que les parecían muy raras y a las que poco a poco se fueron amoldando, hasta que al final les parecían normales. Como los vestidos que veían llevar a los misioneros y que les parecían ridículos y extraños, el no beber agua sino té ligero, el pan chino al vapor y sin sal, los olores a ajo y puerros intensos que al principio casi les tumbaba de espaldas y que después ya no notaban.
Los religiosos se acomodaron al uso de los misioneros vistiendo la toga china con el cuello romano, permitiendo las vestiduras laicales cuando no pudieran de otro modo transitar o permanecer cómodamente en los lugares a donde debían ir.
Otro de los signos característicos de los misioneros de China era el dejarse la barba estilo chino. Los mismos misioneros descubren el sentido cultural que tiene y la importancia para el religioso de aparecer a los ojos de los chinos con este porte. Según recogen los misioneros en un artículo de su revista misional, no se concibe en China un hombre de pro sin una hermosa barba. Además, este aspecto cultural, como casi todo en la vida china, estaba regulado por la costumbre y no se dejaba a la iniciativa personal. Sólo el que tenía nietos o era jefe de familia tenía el privilegio de llevar barba. Al ser emblema de edad madura, la barba inspiraba confianza y estima, suponiendo en quien la portaba sabiduría y experiencia, por lo que la gente al verlos los llamaba ancianos. Cuando un hombre mantenía o se dejaba la barba después de la muerte de su esposa es señal evidente de que no quiere pasar a segundas nupcias, y si por el contrario se afeita la barba, es señal de que quiere tomar esposa de nuevo.
Por lo tanto, al dejarla crecer, los Misioneros ostentan el marbete de que no son alquilables, que no son casaderos, sino que han renunciado al mundo para guardar el celibato, aplicarse al estudio y a la perfección, y dedicarse asimismo a procurar el bien del prójimo.
De modo semejante, aunque diverso, los propios habitantes del lugar debían adaptarse también a la presencia de los extranjeros y a su diversidad en tantos aspectos. El inicio de este encuentro venía siempre marcado por la curiosidad hacia lo extraño. Los misioneros tuvieron que vivir este tipo de experiencias que describen con gracia y humor:
Lo mismo fue salir a la calle y echarnos a andar, que empezar a rodearnos una turba de chiquillos, que fue creciendo según íbamos avanzando, hasta llegar a contarse cerca de cuarenta. Consecuencia de todo ello fue, que se asomasen a las puertas hasta la ratas, para ver el espectáculo curioso de tres europeos rodeados de toda aquella manada de pequeños salvajes, que no sólo nos estorbaban el paso, sino que se permitían de cuando en cuando el palparnos y olisquearnos, como si fuésemos héroes caídos de Marte, siendo inútiles para evitar esos desafueros, amenazas y manotazos, pues, si en un principio se dispersaban como bandada de pájaros, no tardaban en írsenos de nuevo reuniendo cautelosamente.
Posiblemente, como uno de aquellos niños vivaces y curiosos, que contaría a la sazón siete años cuando los misioneros llegaron en 1924 a su pueblo Palichoang, fuera el que después llegaría a ser religioso y sacerdote agustino recoleto, el padre Lucas Yuo. Él nos cuenta, desde el punto de vista de los nativos, qué suponía el encuentro con los misioneros:
Los habitantes nunca habían visto en su vida un extranjero de ojos azules y profundos, de narices largas y elevadas, de pelo castaño; lo más curioso era para ellos, cuando venían a saludarle, o mejor dicho, a verle: no sabía hablar, o solamente poquísimas palabras. Entonces todo el pueblo, hombres y mujeres, grandes y niños, venían a ver al extranjero. Cuando el Padre misionero llegaba al pueblo, toda la vida de los habitantes cambiaba algo, y parecen festejar la llegada del extranjero; con una máxima curiosidad hablaban sobre es extranjero (sic), pensando el fin y motivo de su llegada. Pues el Padre misionero en esa temporada era un espectáculo muy grande. Menos mal; aprovechando esa ocasión de curiosidad, el Padre podía aprender el idioma y explicarles el motivo por el cual dejó su patria y vino por allí.
Primeras Navidades
En este encuentro entre dos culturas, se produjo una anécdota en relación con la celebración de la Navidad que nos ayuda a comprender el proceso de adaptación e inculturación que deben hacer los misioneros para que su acción pastoral y apostólica sea significativa en el lugar a donde van, y a su vez puedan descubrir en los nuevos modos culturales dimensiones nuevas que enriquecen la comprensión y vivencia genuina del misterio cristiano.
Para los misioneros que van a tierra de misión, la celebración de las primeras Navidades supone un momento en el que la distancia y el choque cultural se hace más evidente. Esta experiencia la vivieron de distinto modo los padres que estaban en Kweiteh y los dos padres que ya habían salido a los puestos de misión: los padres Mariano Gazpio y Mariano Alegría.
Los tres padres restantes de la primera misión y los cuatro padres recién llegados apenas hacía un mes, prepararon y solemnizaron la celebración de la Navidad en Kweitehfu. Los misioneros arreglaron la capilla de víspera por la tarde colocando en una cunita una imagen del niño Jesús traída de España por uno de los misioneros. Presidió la misa el padre Francisco Javier Ochoa, los frailes cantaron a coro la misa De Ángelis acompañados al armonio por el padre Luis Arribas. Al final de la misa los frailes dieron a besar la imagen del Niño Jesús mientras cantaban villancicos, al estilo de España. Veamos cómo lo describe el padre Julián Sáenz:
Una vez terminada la Misa, se dio a besar el Santo Niño, acercándose a besarlo todos los que a ella asistieron. Esta ceremonia era completamente nueva para muchos de ellos por lo que allí se vio; pues en vez de besar al Niño, lo que hacían era una o más inclinaciones, exactamente lo que hacen cuando se saludan unos a otros, y hasta se dio el caso, de que alguno de ellos se llevara en la boca unas pajitas de la cuna, creyendo sin duda, que los demás habían hecho lo mismo.
Con este ejemplo anecdótico y gracioso se echa de ver la dificultad de despojarse de formas culturales que están muy arraigadas en los misioneros, y la dificultad para entender que los demás no pudieran entender y comprender lo que a ellos les parecía de lo más natural.
La celebración de la Navidad de los hermanos que estaban solos en la campiña, en los recién fundados puestos de misión, fue muy distinta de la de Kweiteh; ¡humanamente tan distinta de lo que estaban acostumbrados y que tanta importancia tenía para ellos!
Durante la Misa no oía, como en años anteriores, nada de canto, villancicos ni panderetas; ni veía en el altar ese derroche de luces y flores con que se acostumbra en Filipinas y en España engalanar el altar mayor.
Este choque brusco al que no estaban acostumbrados los llevó, sin embargo, a vivir de un modo más especial, más profundo el misterio que celebraban. En el despojo de sus propias formas culturales, en el encuentro con la sencillez y la pobreza, adquirieron más claridad para captar la profundidad del misterio y la belleza de la fe profunda de esas gentes sencillas. Escuchemos estas profundas palabras del padre Alegría:
Una capilla de nueve metros de larga por cuatro de ancha, al norte un altar con seis candeleros, una lamparilla que esparce sus trémulos rayos por el recinto, dándole el aspecto que debieron tener las catacumbas de los primeros cristianos, algunos cuadros por las paredes… Y nada más. Todo respira pobreza en aquel lugar sagrado. […] Y sin embargo, aquí están estos pocos hijos tuyos, confesándote Rey del cielo y de la tierra en el misterio regalado de la cuna de Belén. Allí fueron los pastores, rústicos e ignorantes, los que te adoraron después de conocerte, aquí también son los humildes los que se postran ante Ti; allí fue un pesebre cubierto de pajas el que te recibió de las entrañas de tu Madre Virgen, y aquí tienes un mísero casucho por morada; fueron entonces los grandes de la tierra los que no te confesaron, y son aquí los potentados los que no te conocen. “Gloria a Dios en las alturas y paz en la tierra a los hombres de buena voluntad”. Sí, la paz, que es don del Cielo, para ellos; la paz en sus conciencias, la paz en sus familias, la paz en todo. […] Esta pobreza, este silencio, esta soledad han tenido la virtud de elevar el alma más arriba que los ruidos, las músicas y las alegrías. La rusticidad de cuanto me ha rodeado se me ha representado como un trasunto de la cueva de Belén, la visión de los cristianos arrodillados y entonando cánticos de alegría ante la cuna del Recién Nacido me han transportado en espíritu hasta las catacumbas de los primeros cristianos. Una y otra han predispuesto mi alma para gustar, como nunca, toda la dulzura de este misterio de amor.