Primera lectura: Números 11,25-29. Salmo responsorial: Sal. 18,8.10.12-13.14, “Los mandatos del Señor son rectos y alegran el corazón”. Segunda lectura: Santiago 5, 1-6. Evangelio: Marcos 9,38-43.45.47-48, “El que hace milagros no está contra mí”.
En este domingo la Iglesia celebra la Jornada Mundial del Migrante y del Refugiado. Un colectivo del que se afirman muchas cosas, unas pensadas y reflexionadas, otras, la mayoría, desde juicios superficiales y estereotipados.
Lo que está claro es que se trata de un colectivo tan amplio en el ámbito mundial y un fenómeno tan común en la historia de la humanidad que la Iglesia considera que necesita de una jornada de reflexión, oración y ayuda.
En líneas generales, reconociendo que toda generalización es peligrosa, se puede afirmar que ni el migrante, ni mucho menos el refugiado, saldrían de su ciudad, de su comunidad, de su hogar si tuvieran unas condiciones de vida y trabajo mínimas y dignas en su lugar de origen. Nadie sale huyendo por gusto ni deja una vida y unas raíces atrás por simple curiosidad.
Los migrantes no quieren “quitarnos el trabajo” ni “echarnos de nuestra casa”. Ojalá tuvieran a cinco cuadras de la casa de su madre esas condiciones que buscan y pudieran ir, un día sí y otro también, a tomar un tecito en persona con ella. No se moverían.
El migrante y el refugiado —este en unas condiciones todavía más trágicas— pierden la cercanía de la familia, viven un duelo migratorio, pero lo hacen porque es la única alternativa para cambiar su vida y buscar un futuro, para ellos y para sus familias.
Viven varias vidas en una misma: la que vivieron y añoran, la que se les impone en la nueva cultura que les acoge y la que de puertas para dentro de su casa intentan rehacer reconstruyendo su propio hogar.
No podemos ser una generación desmemoriada ni volver a las trincheras. Es posible que nosotros estemos asentados —o no—, pero muchos de nuestros padres fueron migrantes y ni que decir tiene de nuestros abuelos.
Ir del pueblo a la ciudad es migrar; irse a vivir a otra región dentro del mismo país es migrar; irse por un tiempo a trabajar en el extranjero es migrar. No podemos luchar y oponernos a lo que nuestros antepasados hicieron; aunque fuera en otras circunstancias y con características diferentes, el meollo de la cuestión es el mismo.
La clave está en saber humanizar todos estos movimientos forzados que, es verdad, cambian los panoramas nacionales. Debemos ser conscientes de los mecanismos del mundo y que se sienten en gran parte de la sociedad. La suma cero no existe: o hacemos algo a favor de la justicia o actuamos en contra de ella. La indiferencia es cómplice de una parte. Hay que posicionarse.
Y eso es lo que nos recuerda Jesús en el Evangelio de hoy. El que no está en contra de nosotros está a favor nuestro. El que no está en contra de la inmigración está a favor del ser humano.
El que os dé de beber un vaso de agua porque sois de Cristo no se quedará sin recompensa. El que os ayude porque reconoce a un ser humano en necesidad será recompensado por Dios.
El que escandalice a uno de estos pequeñuelos que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello uno piedra de molino y lo echasen al mar. El que escandalice a un inmigrante o refugiado por su falta de humanidad y su insensibilidad más le valdría tomar conciencia de lo privilegiado que es como ser humano y la gravedad de no considerar como tal a su hermano, por muy extranjero que sea.
Con estas palabras Jesús nos invita a reflexionar sobre nuestro comportamiento que nunca suma cero que hemos señalado. Hoy más que nunca nos tenemos que preguntar: ¿Y yo, qué puedo hacer? ¿Y yo, qué puedo hacer por el refugiado y el inmigrante?
El encuentro con el otro genera autoconocimiento, el autoconocimiento genera libertad y la libertad genera compromiso.
Los cristianos tenemos mucha suerte porque podemos continuamente hacernos preguntas y cuestiones sobre nuestra propia humanidad contando con una brújula para la respuesta, una guía, el evangelio:
- ¿Tenemos derecho a lo superfluo mientras haya gente que no tenga derecho a lo fundamental?
- ¿Velamos por la dignidad humana en todas sus manifestaciones?
- ¿Somos conscientes de que la tolerancia, la aceptación, la inclusión y la multiculturalidad son el punto de partida para el encuentro y enriquecimiento mutuo y no el punto de llegada?
- ¿Asumimos las responsabilidades personales en estos temas o las delegamos en el Estado, en la Iglesia, en las instituciones caritativas?
No podemos llevar una vida reactiva (en la que me lleven las cosas) sino proactiva (en la que buscamos activamente la sociedad y las relaciones humanas que queremos).
La metáfora del ascensor
Esta metáfora del ascensor, por desgracia, tiene mucho de realidad. Pensemos en una sociedad dividida en grupos: en un extremo están, por un lado, los ricos, empresarios y gente con poder; en el opuesto, los pobres y abandonados, los excluidos o en riesgo de exclusión. Es en este grupo donde se encuentran la mayoría de los migrantes y refugiados. Entre medias hay otros tres grupos, un total de cinco.
Cada grupo vive en un piso de un edificio en el que sube y baja el ascensor social: cuanto más recursos tienen, más arriba están en el edificio.
La realidad dice que este ascensor está mucho más tiempo parado de lo que parece: no es nada fácil apretar el botón y que venga a buscarte, sobre todo si quieres subir; de hecho, cuando sube nunca lo hace hasta arriba: como mucho el salto es de uno o, excepcionalmente, dos pisos.
Pero para bajar nadie está exento de tragedias de esas que te cambian la vida en apenas unos segundos, pero a peor, porque el billete de lotería premiado es una quimera. En la lotería de la vida sí suele “tocar” una enfermedad, la pérdida repentina del trabajo, un accidente, un incendio, y todo eso te hace descender. Aquí el ascensor es más caprichoso y no le importa avanzar rápido hacia abajo.
Jesús durante su vida pública bajó para acompañar y convivir con las clases sociales más abandonadas: pobres, enfermos, pecadores, mujeres, extranjeros… Y les subió de piso no económicamente, sino humanamente, hizo ver que tienen dignidad. Es más, con su muerte metió a toda la humanidad en el ascensor; y su muerte estuvo propiciada por quienes no deseaban que el ascensor se pusiera en marcha hacia arriba.
Hoy el Evangelio nos recuerda que quien sube a personas de piso nunca puede estar en contra de Dios y del ser humano, sino a favor. Hoy el Evangelio nos interpela: ¿A cuántos inmigrantes y refugiados vas a subir de piso con tu trato, tu atención y tu cuidado?