San Agustín 2024. Agustinos Recoletos.

El agustino recoleto Enrique Eguiarte (Ciudad de México, 1960), en este día de san Agustín, nos presenta cómo vivió el santo la esperanza, esa virtud del peregrino que pediremos, promoveremos y compartiremos durante el Año Jubilar 2025, “Peregrinos de la esperanza”.

Avatares históricos

San Agustín vivió en una época llena de cambios y de acontecimientos que presagiaban la caída del Imperio romano de Occidente. En el año 410, Roma, la cabeza del mundo, había sido saqueada por los godos de Alarico, y la noticia había sacudido al orbe entero y había llegado a todos los rincones del Imperio romano como el más oscuro de los presagios. Algunos habían pensado que este acontecimiento no era sino el principio del fin, el preludio de la catástrofe final que conduciría al fin del mundo.

San Agustín meditando sobre estos acontecimientos, invitaba a mirar más allá de los elementos humanos y a poner la esperanza solo en Dios. Y ante las acusaciones de los paganos —que culpaban a los cristianos del saqueo de Roma, pues se había abandonado el culto a los antiguos dioses de la religión latina—, san Agustín respondió genialmente a sus calumnias con su monumental obra, La Ciudad de Dios, que, además de ser una profunda teología de la historia, es un canto de esperanza.

En esta obra relata en la primera parte, la historia de Roma y de los cultos paganos; y, en la segunda parte, desde el libro XI, narra la historia de la Ciudad de Dios con su nacimiento, desarrollo y culminación en el reino de los cielos. Todo ello es una invitación a no dejarse sorprender por la desesperación y el temor y a elevar el propio corazón con esperanza hacia Dios.

La esperanza de san Agustín no era solo una esperanza teórica, o de laboratorio, como podría ser la de un pensador que escribiera en su propio gabinete en tiempos de paz y rodeado de sosiego y tranquilidad bucólica. La esperanza de san Agustín era una esperanza fáctica y existencial, ya que la desgracia y las calamidades muy pronto tocaron las puertas del norte de África.

Frente a la decadencia del Imperio, los vándalos habían sacado ventaja y en el año 429, guiados por Genserico, habían cruzado el estrecho de Gibraltar iniciando un avance imparable de conquista, destrucción y muerte por todo el norte de África.

En el año de la muerte de san Agustín, 430, llegaron a las puertas de las murallas de la ciudad de Hipona. San Agustín, anciano, cansado y enfermo, los podía ver y oír desde su propio monasterio, en el que muy pronto se tendría que recluir para terminar sus días a los 76 años, como nos lo recuerda su primer biógrafo san Posidio.

Respuesta esperanzada de Agustín

A pesar de todos estos acontecimientos —que llevaron a muchos a la desesperanza y al fatalismo—, Agustín murió con la esperanza de que a pesar de la muerte de la civilización y el mundo que él había conocido, había algo nuevo que estaba naciendo.

En este mundo nuevo su obra, su pensamiento y sus palabras tendrían un lugar muy importante, sobre todo para recordar al ser humano que la vida del hombre sobre la tierra está siempre amenazada por muchas desgracias y calamidades, pero que ninguna de ellas le debe robar la esperanza, ya que la esperanza del cristiano tiene un nombre, y este es Jesucristo y su promesa de la vida eterna.

San Agustín invita a no dejar que ninguna circunstancia robe la esperanza al creyente, que vive de ella, y la misma esperanza lo debe tener siempre alegre en el Señor (Rm 12,12) en medio de la tribulación y de las calamidades, porque sabe que Dios siempre es fiel y no dejará de cumplir sus promesas.

San Agustín murió el 28 de agosto del 430 no con la angustia del que contempla que todo ha sido inútil o que su obra había sido vana, sino con la esperanza de saber que el cristianismo es la religión de la resurrección, que a lo largo de su historia ha afrontado muchas muertes, que parecían haberla aniquilado totalmente, pero, como el Ave Fénix de la mitología clásica, el cristianismo, tras el fracaso y de la muerte aparente, resurge mientras que sus enemigos afrontan irremediablemente la muerte y acaban en pavesas.

La esperanza cristiana

En La Ciudad de Dios san Agustín invita a la esperanza, recordando que quienes pertenecen a la ciudad de Dios deben avanzar cada día, cantando y caminando (Sermón 256,3), entre “las persecuciones del mundo y los consuelos de Dios” (Ciudad de Dios 18,51,2).

También recuerda que la historia tiene un sentido y un fin, y no es otro que llegar a la ciudad de Dios, al reino de los Cielos, en donde la Iglesia finalmente se purificará, y será para siempre el trigo puro de Dios, una vez dejada la escoria que la acompañó en este mundo. En la ciudad de Dios “descansaremos y contemplaremos, contemplaremos y amaremos, amaremos y alabaremos” (Ciudad de Dios 22,30,5).

Y la esperanza, como recuerda Agustín, es una virtud que no se queda mirando hacia atrás, con el sentimiento agridulce de la nostalgia, sino que mira hacia adelante y se “extiende” hacia adelante, poniendo su mirada en Dios. Así dice el Obispo de Hipona: “Lo contrario de la esperanza es mirar atrás; cuando se habla de esperanza, se habla de cosas futuras, no de cosas pasadas” (Concordancia de los evangelistas 2, 22).

De hecho, en el libro XI de sus Confesiones el santo recuerda cuál es el sentido cristiano del tiempo, y no es otro que caminar como peregrinos con esperanza hacia la ciudad de Dios. De este modo se inspira en la frase de san Pablo a los Filipenses (Fil 3,13): “dejando lo que queda atrás me extiendo hacia lo que está por delante”.

San Agustín destaca cómo la esperanza es la virtud que debe llevar al cristiano a “extenderse”, es decir, a lanzarse hacia las cosas que están por delante, a tender hacia el reino de los Cielos, dejando lo terreno y corriendo hacia lo celestial. De hecho, entre paréntesis, esta misma frase de san Pablo como catalizador de esperanza es lo que podría sintetizar todo el pensamiento de san Gregorio de Nisa, expresado con la palabra griega epéktasis y que san Agustín traduce en las Confesiones por extensio.

La esperanza, virtud del caminante

Por ello para el Hiponense es fundamental la idea de la peregrinación. Caminamos, pero no lo hacemos sin un rumbo o sin alegría. Caminamos con la alegría del peregrino que no solo sabe a dónde va, sino que sabe también que Dios, Cristo, camina a su lado, y que es él mismo el que le da la fortaleza para avanzar cada día.

Esta peregrinación de la esperanza se hace con los afectos del corazón; se camina y se avanza no con los pies, sino con los afectos del corazón (Sermón 306B,1). Y además, como destaca en el libro XIII de las Confesiones, caminamos hacia arriba, hacia la Jerusalén del cielo, en donde la esperanza tendrá su pleno cumplimiento en Dios, y en el descanso del sábado eterno, sin ocaso (Ciudad de Dios 22,30,4).

Así lo señala magistralmente Agustín recordando que cantamos los cánticos de las gradas o de las subidas, como hacían los judíos piadosos que peregrinaban hacia Jerusalén, y que, cuando se acercaban ya a la Ciudad santa y tenían que subir las últimas cuestas, entonaban los cantos graduales (salmos 119 a 133 en la numeración litúrgica).

San Agustín destaca que estos cánticos graduales en griego se dicen anabathmi, palabra que indica que estos escalones solo suben. Cualquier otra escalera sirve para subir y para bajar, pero esta solo sube, es ascensional, como en los centros comerciales, donde hay escaleras mecánicas que solo suben, y otras que solo bajan:

“Tu Don nos enciende y por él somos llevados hacia arriba: nos enardecemos y caminamos; subimos las ascensiones dispuestas en nuestro corazón y cantamos el Cántico de las gradas o subidas. Con tu fuego, sí; con tu fuego santo nos enardecemos y caminamos, porque caminamos hacia arriba, hacia la paz de Jerusalén” (Confesiones 13,10).

De hecho, el joven Agustín en sus primeras obras, antes de ser ordenado sacerdote, en La verdadera religión, recuerda que uno de los puntos esenciales del cristianismo es la esperanza, y concretamente la esperanza en la resurrección y en la vida eterna. Así da voz a los filósofos antiguos, que se quedarían admirados ante el florecimiento del cristianismo y de la maravillosa esperanza de la vida eterna:

“Pues si volviesen a la vida los maestros de cuyo nombre se precian y hallasen las iglesias llenas y desiertos los templos de los ídolos, y que el género humano ha recibido la vocación y, dejando la codicia de los bienes temporales y pasajeros, corre a la esperanza de la vida eterna y a los bienes espirituales y superiores, exclamarían tal vez así (si es que fueron tan dignos como se dice): ‘Estas son las cosas que nosotros no nos atrevimos a persuadir a los pueblos, cediendo más bien a sus costumbres que atrayéndolos a nuestra fe y anhelo’” (La verdadera religión 7).

En las Confesiones habla de la vida presente como una “vida mortal o una muerte vital” (1,7), ya que la existencia está marcada por la muerte, con el nacimiento comienza a transcurrir un tiempo limitado, el de la existencia terrena.

No obstante, san Agustín invita a la esperanza y a no ser víctimas de la angustia en la que pueden caer los que no tienen fe. Para el creyente la esperanza se abre más allá del espacio y del tiempo, en la eternidad de Dios, y esto debe jalonar toda su vida.

La esperanza, fortaleza en la vida presente

La esperanza le da al creyente una fuerza nueva con la que afrontar las calamidades de la vida presente, siempre con la sonrisa en el corazón, al saber que nada puede quitarle la esperanza por la firme convicción de que todo lo que se viva en la vida presente no es más que una simple anécdota, porque la verdadera vida, la Vida con mayúscula, es la que viviremos en el reino de los cielos:

“(…) “n estos días calamitosos, en que la Iglesia conquista su exaltación futura por medio de la humildad presente, y es adoctrinada con el aguijón del temor, el tormento del dolor, las molestias de los trabajos y los peligros de las tentaciones, teniendo en la esperanza su único consuelo” (Ciudad de Dios 18, 49)

Agustín no se cansaba de invitar a sus fieles —ni se cansa de invitarnos a nosotros, hombres y mujeres del siglo XXI— a levantar el corazón (sursum cor: Sermón 86,1), a no ponerlo en las cosas de la tierra, sino dejarlo ya en esperanza en el cielo junto a Dios, donde está nuestra vida, y a donde aspiramos llegar con la ayuda de la gracia de Dios.

Pero la esperanza no nos hace olvidar el mundo presente, ni la misión que tenemos en la tierra, que no es otra que contagiar esperanza, y de invitar a todos los hombres a la salvación en Cristo.

En un mundo enfermo de guerras, luchas, enemistades y desesperanza, los cristianos debemos contagiar la esperanza del mundo futuro, y ayudar desde esta virtud a ir transformando el mundo en el que vivimos, para dirigir todas las cosas hacia Cristo.

De este modo se podría realizar lo que el mismo Apóstol recuerda en el cántico de la carta a los Efesios, hacer que Cristo sea de nuevo la cabeza de todo (Efesios 1,10), la anakephalaiosis; es decir, poner de nuevo las cosas en el orden que les corresponde.

En la actualidad vivimos una gran crisis, porque las cosas no tienen a Cristo como cabeza, sino que su principio esencial son los elementos materiales (dinero, placer, poder). Es preciso, desde la esperanza, orientar de nuevo todo hacia Cristo, para que él vuelva a ser la cabeza de todo, y todo se dirija hacia Él como el punto en el que el universo adquiere su plenitud.

San Agustín conocía la fuerza que tiene la esperanza, y que un hombre sin esperanza es una sombra, es alguien que ya no vive, sino solo sobrevive, alimentándose de las migajas de los placeres terrenales y acallando su ansiedad con todo tipo paliativos.

La esperanza es lo que le da al ser humano la fuerza en todas las circunstancias de su vida y la que, en medio del sufrimiento, la muerte o del dolor, le hace vislumbrar que hay siempre un futuro mejor: “Sea tu esperanza el Señor Dios. No esperes ninguna otra cosa de Él; sea el mismo Señor tu esperanza” (Comentario al salmo 39, 7).

Eso es lo que pensaba el anciano san Agustín la víspera de su muerte. Oía desde su lecho los gritos de los vándalos, el relinchar de los caballos y el tintinear de las armas, pero no perdía la paz: sabía que la esperanza nos proyecta más allá del momento presente y nos hace poner toda nuestra confianza en Dios, el Padre misericordioso y siempre fiel, que cumplirá sus promesas. La esperanza no defrauda (Romanos 5,5).