Aspiramos a una cima elevada que nos exige y nos esforzamos pero el descuido de un día nos hace desalentarnos. Tenemos a Jesús que se ha hecho nuestro alimento que con su amor y su gracia nos fortalece
Santiago Marcilla (†), agustino recoleto
En el ‘Giro de Italia’ de 1994 Miguel Indurain perdió el Giro. En un buen ejemplo para comprobar la importancia de una buena alimentación. Era una etapa donde se jugaba la victoria final. Todos esperaban que Induráin diera el zarpazo definitivo y se vistiera ese día de rosa. Se armó la batalla en el ‘Mortirolo’, quizá el puerto de montaña más duro de todo el circuito. Poco a poco se fue descolgando la gente y sólo aguantaron los mejores. El navarro ‘apretó la tuerca’ un poco más y consiguió despegarse del ruso Berzin, que era el principal escollo para llegar al primer puesto de la clasificación. Cuando todo rodaba viento en popa, se había hecho lo más difícil y los aficionados veíamos que era posible la gesta, el de Villaba cogió una terrible ‘pájara’, se desinfló y, a pocos kilómetros de la meta, perdió casi toda la ventaja que había adquirido antes. Nos quedamos decepcionados y no nos explicábamos qué podía haber pasado. Luego se dijo que, con las prisas y el mal tiempo, Miguel se olvidó de comer, pensando que no lo necesitaría. Y así nos fue en uno de los pocos errores del campeón en toda su carrera deportiva. Completamente exhausto, fue incapaz de superar con relativa facilidad un repecho que no pasaba de tercera categoría.
Esto que digo está muy relacionado con el asunto que nos presentan las lecturas de este domingo. La vida es como una carreta ciclista. No se puede andar de aficionados, a lo que salga, sin previsión ni programación, sin el material o los apoyos necesarios para no quedarse tumbados en la cuneta. Hay que echarle responsabilidad y vivirla como auténticos profesionales que conocen su oficio y saben de su dureza y sacrificio. Hay que equiparse bien, estudiar el mapa, planear la estrategia del recorrido, saber defenderse en las dificultades, apoyarse en el equipo, atender a las instrucciones del director deportivo, aprovechar el control de aprovisionamiento y reponer las fuerzas desgastadas por el esfuerzo.
La vida es un camino difícil. Que se lo digan al profeta Elías. Él es uno de los grandes de Israel y le tocan tiempos difíciles. Se ha dividido el reino y todo va de mal en peor. El pueblo, decepcionado, vuelve la espalda a Dios y busca consuelo en los ‘baales’. Elías tiene el encargo de mantener en la fe al pueblo, pero su palabra choca contra las intrigas de la reina Jezabel, casada con el poder. A pesar del éxito del profeta sobre los sacerdotes de Baal, la reina consigue su destierro. En su huida, Elías se siente desfallecer, incapaz de sacar adelante la causa de Dios. En esos momentos de abatimiento pide a Dios la muerte; su vida no tiene sentido. Pienso que el cansancio del profeta bien pudiera expresar situaciones análogas a las que atravesamos los creyentes, cuando se nos pasa por la imaginación que no merece la pena molestarse más, ya que nada cambia e incluso parece que todo va a peor. El camino se hace arduo y abrupto y, a veces, insoportable. ¿Qué sacamos con ser creyentes? ¿Para qué sirve la fe? ¿Qué hemos conseguido los cristianos después de dos mil años? ¿No da la sensación de que vamos hacia atrás? Nos asusta en ocasiones este mundo pluralista y secularizado, donde la religión parece aparcada definitivamente. Ante tal panorama, sentimos la tentación de dimitir de nuestra tarea, de ‘dejarnos llevar’, de tumbarnos en la retama de la resignación, de las abdicaciones, de la mediocridad y de la fácil indiferencia. Y, a veces, como Elías, elegimos el sueño, que es el símbolo de la desconfianza en el Señor, de la renuncia moral, del miedo y del dejarse paralizar por el sentido de lo inútil. Nos pesa el cansancio como un saco cargado de desilusiones, de fallos, de un ambiente mezquino, de personas atravesadas, de injusticia, falsedad e hipocresía. Y pensamos: ¿qué se gana con hablar claro? ¿Para qué insistir y molestar la tranquilidad pública, si no te hacen caso…? Vive uno pensando que nuestra condición implica una desventaja respecto de los no creyentes y hasta se experimenta el silencio de un Dios que parece permanecer mudo y ausente.
Pero Dios está empeñado en no dejarnos dormir y nos envía a su ángel. Cuanto más sueño tenemos, cuanto mayor es nuestro cansancio, más nos espolea Dios a seguir adelante, quizá porque nuestro cansancio no se debe al pasado, sino al futuro que rechazamos, a la esperanza que dejamos apagar, a la fe escuchimizada que nos alumbra apenas un palmo en la cueva de nuestras crisis. Elías, con aquel alimento tan elemental, logrará caminar por el desierto y llegar a su meta, el monte de Dios.
El pan y el agua del profeta es el pan y el vino del cristiano, símbolos del Cuerpo y de la Sangre de Jesús. El maná y el pan antiguo eran meras figuras de este verdadero Pan del cielo, Trigo nacido en la Casa de Belén, Levadura no inficcionada por el pecado, que contiene en sí todo deleite y sabor. También a cada uno de nosotros, cansados por las cargas de la vida y el bochorno de cada jornada, nos dice el ángel del Señor: “Levántate, come”.
En los momentos de pertinaz sequía, es urgente una mejor distribución de las aguas, de las cuencas más ricas a las más secas. Pues algo parecido ocurre con el Pan de Vida y el Vino de salvación, con el que el alma se llena de gracia. En la Eucaristía se realiza un fecundo trasvase de aguas divinas desde el Manantial inagotable del Señor, Roca viva que riega todo desierto, a las sedientas acequias de nuestro corazón. «El que come mi carne vivirá para siempre». No sólo unos años, para siempre. Frente a las charcas cenagosas, la alberca limpia del altar. Frente a los pastos hollados de pezuñas, comidos del salitre y abrasados por el sol, las frescas y deleitosas praderas del Sacramento. Frente a los alimentos adulterados por la malicia humana y el oropel de la tentación, y vaciados de toda caloría espiritual, el «Panis vivus vitam praestans homini». Santa Magdalena de Pazzis, después de ver su alma unida a Dios, después de la comunión, se expresaba así: «No sabía si estaba viva o muerta, dentro de mi cuerpo o fuera de él, en la tierra o en el cielo: no veía otra cosa que Dios». ¿Qué otra cosa querría decir san Pablo, al afirmar: «Ya no vivo yo; es Cristo quien vive en mí» (Gal. 2, 20)? La carne de Cristo, recibida dignamente, es —según escribe san Ignacio de Antioquía a los Efesios— «medicina de inmortalidad, antídoto contra la muerte y alimento para vivir por siempre en Jesucristo».
Todo soldado sabe que, una vez agotadas las municiones, el fusil puede convertirse en arma contundente. Y Dios, que sabe mucho más y que estaba en París, en mayo del 68, cuando se coreaba aquello tan rebelde de ‘La imaginación al poder’, se inventó el «no va más» de su amor al hombre: quedarse con nosotros para siempre, alquilar una casa permanente en el barrio y hacerse vecino nuestro y Pan nuestro. Recuerdo que, cuando en el año 1977 hacía los Cursillos de Cristiandad en Burlada, el sacerdote que nos dio el ‘Rollo’ de los sacramentos —Javier Alfonso —, al llegar a la Eucaristía, puso este eslogan: “Dios pierde la cabeza”. Creo que era la traducción exacta de lo que dieciséis siglos antes había enseñado san Agustín : «Deus, cum sit omnipotens, plus dare nescivit; cum sit ditissimus, plus dare non habuit» (“siendo Dios omnipotente, no supo darnos más; siendo el más rico, ya no tenía más que darnos”). San Juan Crisóstomo añade ese «plus de amor» tan característico de Dios, por encima del más grande amor de los hombres. Dice: «Hay muchas madres que, después de dar a luz a sus hijos, los entregan a nodrizas para que los alimenten. Sin embargo, el Señor, después de morir por nosotros, nos alimenta Él mismo con su propia sangre».
Marcados por el sello de Dios, apartados para vivir con Él para siempre en el cielo, hay que recorrer el camino de la vida ejerciendo de cristianos, sin poner triste al Espíritu Santo, comulgando con el hermano antes de comulgar a Dios, como condición imprescindible para no adulterar el Pan Santo. ¡Qué mal riman la amargura, la ira, los enfados y envidias, la falta de amor con el Amor que Dios nos ha enseñado!
Pidamos al Señor ser discípulos suyos, afianzar nuestra fe en su Palabra, buscar las fuentes de donde mana la Vida verdadera y considerarnos felices por estar invitados al banquete del Señor.