Luis Aguirre

Nacido el 14 de febrero de 1913 en Arguedas, Navarra, Luis Aguirre García ingresó en el colegio apostólico de Lodosa, Navarra en septiembre de 1925. En 1935 emitió sus votos solemnes y el 12 de julio de 1936 fue ordenado sacerdote. Durante la Guerra Civil española, Aguirre fue capellán militar desde 1937 hasta 1939. Después de la guerra, en diciembre de 1939, partió hacia China.

Bajo la sombra del comunismo

Tras la muerte del padre Venancio Martínez, el padre Francisco Lizarraga marchó de Changkungtsi a Yucheng para cubrir su falta, y el padre Aguirre fue a Changkungtsi en sustitución del padre Lizarraga. Desde el año 1946 hasta octubre de 1947 se encargó de la misión de Huchiao, donde sintió fuertemente el ambiente comunista que dominaba ya aquella región. En los 21 meses que estuvo en Huchiao sufrió insultos, amenazas y estuvo a punto de morir enterrado vivo, salvándose providencialmente.

En cierta ocasión me tragué la muerte. En pleno campo me vi cercado por unos veinte o treinta soldados comunistas, quienes venían hacia mí, estrechando el cerco, gritando como energúmenos y disparando fusiles. Un soldado, a unos tres metros de distancia, me disparó a boca jarro un tiro que pasó rozándome la cabeza. Me despojaron de mis cosas y hasta de mis vestidos, me pusieron el cuchillo en el cuello, pero creyendo aquellos salvajes que cortarme la cabeza era darme una muerte demasiado buena, dijeron: no le cortemos la cabeza, vamos a enterrarlo vivo… Pensado humanamente, aquel día debiera haber muerto. Pero el Ángel de mi Guarda […] me salvó la vida.

A finales de 1947, la situación se hizo tan insostenible que tuvo que salir de allí, siendo ocupada la misión por las tropas comunistas al día siguiente de su salida.

Naturalmente, de esta violenta tormenta comunista, no podía salir bien parada la Misión Católica. Y no salió. … El 7 de octubre, un grupo de cristianos y cristianas me despidieron en la puerta trasera de la Misión. Antes de marcharse, me dijeron, arrodillándose y enjugando algunas lágrimas que corrían por sus mejillas: “Bendíganos, Padre, pues tal vez sea ésta la última bendición que nos dé”. Yo, dominado de una gran emoción, tracé con mi mano una cruz grande sobre ellos y sobre toda mi Misión...”

El 7 de octubre salí de Huchiao, y al día siguiente las hordas comunistas asaltaron mi Misión, llevándose todo cuanto allí había: imágenes, altar, libros, ropas.

Poco antes, la Misión de la subprefectura de Xiayi, a la que pertenecía Huchiao, y que era atendida por el padre Aguirre desde Huchiao, había caído en manos de los comunistas, quienes la incendiaron y arrasaron completamente, como nos cuenta el mismo padre Aguirre que vivió aquellos momentos:

Las autoridades comunistas se han llevado o quemado todo, absolutamente todo. Después han incendiado la misión y ahora ya ve: están tirando las paredes. […] Ante las ruinas, sobre todo, de lo que fue la casa del misionero y de la casa del Señor, he tenido que hacer esfuerzos sobrehumanos para reprimir mi indignación y sólo he pronunciado en alta voz estas palabras, que han sido un lenitivo para mi dolor: ¡Bendito sea Dios! ¡Bendita sea su santísima voluntad!.

Encarcelamientos en Ningling

Tras su salida de Huchiao fue a Ningling. Allí sufrió dos veces el encarcelamiento. La primera vez fue de dos días y dos noches. El motivo fue que, a causa de las grandes lluvias que hacían impracticables los caminos, no pudo regresar en el plazo de tiempo que le habían concedido para estar fuera de la misión, excediéndose en tres días. Fue encarcelado el 23 de abril de 1950 y, tras dos días de prisión, salió de la cárcel. Fue llamado por el jefe de la policía y fue avisado de que en adelante no podía salir de la misión sin avisarles, tenía que dar cuenta de todos los individuos extraños que fuesen a la misión, así como que todas las cartas que enviase o recibiese del extranjero debían pasar primero por la policía. Además, tenía que escribir un informe de su viaje y estancia en la casa central, así como confesar públicamente su culpa.

El día 25 por la mañana, cuando más gente había en el mercado, he ido en medio de seis soldados, armados hasta los dientes, como si yo fuera un facineroso, al punto más concurrido del mercado. Los soldados y policías han suspendido el mercado y han hecho que toda la gente se congregara en el cruce de las dos calles más principales de la ciudad y no he tenido más remedio que dirigir la palabra a aquella ingente multitud y contarles la historia de mi viaje a la Central, y mi encarcelamiento. Terminada mi perorata, el jefe les ha echado otra, comentando mi caso y exhortándoles, al final, a trabajar por la nueva China. Disuelto el mitin me han dejado en libertad y he vuelto a mi casa, donde he recibido tantas consolaciones y satisfacciones, que no sé cómo decirlas en pocas palabras. […] No pensé que mi encarcelamiento iba a conmover tanto a la gente y que, a mi salida, iba a ser objeto de tales manifestaciones de cariño y afecto.

Teniendo limitados sus movimientos para visitar las cristiandades, el padre Aguirre intentó como pudo, incluso arriesgando su vida, visitar y confortar a sus cristianos. El bien espiritual que les proporcionaba le compensaba por los temores a ser apresado o encarcelado.

Esta visita ha hecho mucho bien a mis cristianos. He administrado varios bautismos y alguna Extremaunción, y he arreglado algún Matrimonio. La mayor parte de mis cristianos ha oído la palabra divina, han confesado y comulgado y han quedado tranquilos, porque con las cosas que les han dicho contra la Iglesia y contra los misioneros estaban algo alicaídos. Mi visita los ha fortalecido. Si llega la hora de la persecución sangrienta, es posible, y casi cierto, que habrá desgraciados que prefieran la vida temporal a la eterna y venturosa del Cielo, pues de todo hay en esta viña del Señor; pero también doy por cierto que no faltarán valientes que proclamarán muy alto su fe y se sentirán dichosos de sufrir persecución y muerte por el nombre de Cristo. “Padre, me decían en una cristiandad, nos han predicado contra la Iglesia y nos han dicho que después no podremos ser cristianos. No se apure el Padre por esto. Si nos matan por ser cristianos, mejor. Así seremos mártires e iremos al Cielo”. “Padre, me decían en otra cristiandad, predíquenos del martirio y de los mártires”.

No pudiendo salir de la misión sin permiso, estuvo encerrado en la misión durante un año, hasta que fue apresado el 18 de marzo de 1951 por segunda vez. Esta vez, fue verdaderamente un calvario de tres semanas en la cárcel. El motivo fue que no había notificado que una persona extraña a la misión había pernoctado allí. El padre Aguirre no sabía nada del asunto, pues había sido una de las catequistas la que, sin conocimiento del padre, la había invitado a quedarse. Por la noche la policía las detiene y detiene también al padre Aguirre, por no haber avisado.

Lo metieron en una habitación de apenas 12 metros cuadrados y llena de presos (ciento treinta) echados en el suelo y colocados lo mismo que sardinas en lata. Lo condujeron a un pequeño espacio que quedaba junto a unas vasijas de barro cocido que hacían el oficio de orinales y retretes. Para hacer sus necesidades, para rascarse (la celda estaba llena de piojos), o para darse media vuelta tenía que pedir primero permiso al centinela. Los que se levantaban a hacer sus necesidades tenían que pasar necesariamente por encima de su cuerpo. Por la mañana le obligaron a coger una de aquellas inmundas vasijas para ir a vaciarlas.

Al ver que mis manos iban a llenarse de aquellas miserias quise resistirme, pero entonces, (aquel día era Lunes Santo) me acordé de la pasión de Nuestro Señor, me imaginé a nuestro Salvador sufriendo todo lo que sufrió por nosotros, y ese recuerdo me dio fuerzas para coger con mis dos manos aquel grande y repugnante orinal y me dio fuerzas también para responder con una ligera sonrisa a las endemoniadas carcajadas, con que la soldadesca celebraba aquella humillación que me hizo sufrir. Tres días estuve viviendo junto a los orinales. Mi estómago a la vista y proximidad de tanta inmundicia se revolucionó, se declaró en huelga y durante ese tiempo no quiso recibir ningún alimento.

El día en que lo encarcelaron era Domingo de Ramos, y fue el comienzo de una Semana Santa muy especial: «La Pasión del Señor me ayudó a sufrir aquella Semana Santa con resignación y hasta con alegría. Sí, con alegría».

En la cárcel todos los días sacaban a matar a 5 o 6 presos, y los presos lo sabían. El padre Aguirre, en esta situación de muerte, de condena, de cadenas, anunció a los presos la Buena Noticia de la Vida eterna, del perdón, de la liberación, del Amor de Dios. En esos 21 días que pasó en la cárcel, consiguió que se bautizaran tres presos. Escuchemos el relato conmovedor del padre Aguirre.

En medio de tantas calamidades tuve también grandes consuelos. Uno de los mayores, fue el que sentí al bautizar tres presos. El primer día comencé a predicar a los presos algunas verdades de nuestra religión, pero el soldado que nos custodiaba me mandó callar. […] Con todo, en particular y en voz baja, hablé a bastantes presos de Dios, del alma, del Cielo, del infierno etc. etc. Y los animé a hacerse cristianos. De todo hubo entre aquellos desgraciados. Unos se rieron de mis doctrinas y “supersticiones”; muchos creían cuanto yo les decía, pero por el dichoso temor a las autoridades ateas, me respondieron que cuando salgan de la cárcel se harán cristianos, y solamente tres tuvieron la dicha de recibir el bautismo. A un anciano de setenta años bauticé unos segundos antes de salir de la cárcel para ser fusilado. La víspera por la tarde, sin saber ni yo ni él que al día siguiente sería fusilado, le expliqué las principales verdades de nuestra religión. Al principio, como los demás presos, me dijo que en la cárcel no quería, por temor, ser cristiano, pero que cuando saliera se bautizaría. “Y si no sales de aquí sino para ser fusilado, le repliqué yo, ¿a dónde irá a parar tu alma? No temas a los que solamente pueden matar tu cuerpo; teme solamente a Dios y al infierno”. Estas palabras mías le causaron mucha impresión. Al día siguiente, al formar para salir al retrete, me quede atrás y me puse junto a él, para preguntarle si quería que lo bautizara cuando nadie nos viera. Antes de dirigirle la palabra, un soldado nombró al pobre viejo y le dijo estas fatídicas palabras: “coge tu ropa y sal inmediatamente”. Todos, él el primero, comprendimos que había llegado su última hora. Yo, aprisa y corriendo, cogí la tetera con agua limpia y le dije: Ya lo sabes, dentro de unos momentos serás fusilado. ¿Quieres ir al Cielo? ¿Quieres bautizarte? El pobre viejo, temblando de pavor, me contestó: “Sí, Padre, quiero ir al Cielo, bautíceme”. Y mientras el anciano se inclinaba para coger la ropa del suelo yo le quite el gorro de la cabeza y temblando, no de pavor, sino de una emoción cual nunca la he sentido, lavé su frente, por la que corrían gotas de agónico sudor, con las vivificantes y salvadoras aguas del Bautismo. Con una sonrisa, entre triste y beatífica, se despidió de mí el buen viejo y me agradeció el grandísimo beneficio que Dios N. S., mediante mi pecadora persona, acababa de concederle. Yo también le sonreí y le dije estas consoladoras y esperanzadoras palabras: “Confía en Jesús y no temas, pues hoy estarás con Él en el Paraíso”. A los otros dos presos bautizados, jóvenes de unos veinticinco años, los dejé en la cárcel arrastrando pesadas cadenas. Supongo que pronto saldrán de este mundo, pues todos los días sacan a muchos para fusilar.

Pasados 21 días, pesando 35 kilos, las autoridades lo llamaron y le dijeron que podía volver a casa, pero con la condición de que reconociera por escrito su culpa y prometiera no volver a quebrantar las órdenes de las autoridades.

Le rechazaron el escrito autoinculpatorio por tres veces diciendo que estaba mal redactado. La última de ellas le dijeron claramente que no recibían su escrito porque en él no constaba el verdadero motivo de su encarcelamiento, que no había sido otro sino las “malas relaciones” del misionero con la cristiana que encontraron en casa de la catequista. Le amenazaron con que si no hacía constar esa acusación en el escrito volverían a encarcelarlo.

Los comunistas durante todo el tiempo de estancia del misionero en prisión habían intentado arrancar a la catequista y a la cristiana implicadas declaraciones falsas acusando al misionero de mantener “malas relaciones” con aquella cristiana, primero ofreciéndoles beneficios y después amenazándolas hasta de muerte; como no consiguieron nada, recorrieron la calle principal de la ciudad donde estaba la misión, yendo casa por casa intentando sacarles una confesión de acusación al misionero. Como en lugar de las acusaciones infamantes que esperaban oír contra él, oyeron la apología del misionero y de la misión católica, manifestando que no había persona tan honrada ni de tan buena fama, diciendo que la misión católica era el lugar más seguro, y que durante las ocupaciones militares de los nacionalistas todos llevaban sus cosas y a sus hijas a la misión para que fueran custodiados por el misionero, en quien todos tenían plena confianza.

El padre Aguirre se negó a difamarse a sí mismo, al clero y a la Iglesia católica, dispuesto a regresar a aquella horrible prisión. Al fin, todo se resolvió definitivamente sin exigirle que reconociera nada más.

Tres meses después, el 7 de julio de 1951 sale el padre Aguirre de la misión, llegando a Hongkong el 14 del mismo mes.

De vuelta a España

De vuelta a España, su siguiente misión estuvo en la formación: fue prefecto (1951-1952) y viceprior (1961-1964) en el Colegio San José de Lodosa (Navarra) y vicemaestro de profesos en Marcilla. También tuvo breve presencia en las parroquias de Santa Mónica (Zaragoza) y la Santísima Trinidad (Chiclana, Cádiz). En 1964 comienza una larga etapa de ministerio en Santa Rita, Madrid. Durante 34 años colaboró como vicario parroquial, dejando en el barrio de Chamberí, donde está situada esta parroquia, un gran número de personas que lo valoraron y quisieron mucho. Por su avanzada edad y en bien de su salud fue trasladado al convento noviciado de Monteagudo en 1998, donde residió hasta su fallecimiento en 2007.

Aguirre, como gustaba que se le llamase, tuvo un carácter fuerte y definido, que le confirió un aire de misionero valiente y pastor decidido, unido al pueblo en su vida cotidiana, en la calle y en sus domicilios. Fue luz de esperanza para no pocos enfermos y nunca dejó de tener a la Misión de China en su corazón y en su boca. El legado del padre Aguirre perdura como testimonio de su entrega y sacrificio en aras de su fe y de los demás.