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El descanso se hace necesario para el hombre de hoy, especialmente en una sociedad desarrollada. Un descanso que con Dios lo enriquece

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Podemos pensar que desde los tiempos de Jesús a los nuestros han pasado muchos años y han cambiado tantas cosas, pero está claro, como se deduce del evangelio de Marcos, que las situaciones se repiten con una tozudez alarmante. ¿Quién lo iba a decir de una sociedad sencilla, aldeana y pastoril? Pero ahí lo tenemos. El reportero estuvo al pie de la noticia: «No tenían tiempo ni para comer». Son tan actuales estas palabras, que nos vienen como anillo al dedo a nosotros, cristianos de la sociedad industrial, modernos/postmodernos, con la agenda llena de datos, fechas, teléfonos y compromisos. Fatigados, estresados por un ritmo trepidante de actividad, el hombre y la mujer de estos días están siendo esclavos de su propia eficacia, engullidos como una pieza más en el inmenso estómago de este voraz robot de la competitividad y la prisa. Examinamos, evaluamos, programamos. Termina el curso y empieza otra vez el curso. Es la noria de las noches y los días en blanco y negro, como un martillo pilón que nos va desgastando con su ajetreo cansino y circular. El hombre de hoy se cansa. Como los apóstoles, después de su misión. Es tal el vértigo de nuestro trabajo, son tantas las direcciones de nuestro ordenador y tan grande el gentío de todo tipo con el que habitualmente estamos relacionados; discutimos tan acaloradamente, entre nervios e in­comprensiones, que necesitamos un lugar tranquilo y retirado para recuperarnos, hacer recuento de nuestras experiencias, reponer fuerzas y descansar un poco.

He hablado del contemporáneo del Señor y del hombre de ahora mismo. En el siglo XVI pasaba otro tanto. Era el mismo problema y se suspiraba por lo mismo. De ello deja constancia, en su famosa oda horaciana, el agustino Fray Luis de León :

«¡Qué descansada vida
la del que huye el mundanal ruido,
y sigue la escondida
senda por donde han ido
los pocos sabios
que en el mundo han sido!»

Inmersos en toda clase de relaciones: familiares, sociales, industriales, internacionales, necesitamos oxigenar los pulmones del alma, meternos dentro de nosotros mismos y llenarnos de silencio. Decía Rosales que «los hombres amontonan palabras y palabras para llenar el hueco, el gran silencio universal, el miedo». Hay que descansar. Descansó Dios al terminar la Creación. El Éxodo señala la tierra prometida, lugar de reposo después de cuarenta años de peregrinación por el desierto. La carta a los Hebreos nos presenta el cielo como lugar de descanso. Y el propio Cristo se preocupó de recordarnos este derecho, tanto en el texto que estamos comentando, como en aquel otro: «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados y yo os aliviaré». Cansancios físicos o psicológicos, corporales o espirituales. Da igual. El descanso es un deber humano y cristiano. Necesitamos descansar para dialogar más. ¿Quién no se da cuenta de la gran mentira en la que vivimos? Nos encontramos con un amigo en la calle y, apenas intercambiado un saludo, lo dejamos diciendo: «Oye, ¡a ver cuándo nos vemos para charlar un poco…!». No dialogamos. ¡Sólo corremos! Y, sin embargo, sabemos que las relaciones gratuitas nos humanizan, nos liberan de tensiones y nos hacen sentirnos dueños de nuestra persona y de nuestro tiempo. En ellas empleamos de modo distinto la libertad y nos parecemos a Dios, que siempre se relaciona con nosotros de manera generosa y altruista. Descansar es hallar tiempo para escuchar, contemplar, observar, para contestar una carta, ordenar nuestra casa, cultivar el jardín o leer un buen libro lejos del ruido:

«¡Oh monte, oh fuente, oh río!
¡Oh secreto seguro, deleitoso!
Roto casi el navío,
a vuestro almo reposo
huyo de aqueste mar
tempestuoso».

Descansar es regocijarnos de la multiforme presencia de Dios en nuestra vida. ¡Cuántos están esperando que lleguen las vacaciones para meterse en la obligación social de sentirse feliz y pasarlo bien! Estos días están saliendo millones de personas a sus respectivos «oasis de felicidad». ¿Cuántas van a descansar de verdad? ¿Cuántas no convierten las vacaciones en un tiempo muerto, en un placer vacío, en una huida alocada hacia experiencias siempre nuevas y alucinantes, hacia estímulos cada vez más fuertes, dejándose estrujar ovilmente por la «industria del tiempo libre»? Pascal nos sigue adoctrinando con su sabiduría: «Toda la desgracia de los seres humanos procede de una sola cosa: el no saber aguantar en paz dentro de una habitación». Descansar es —y cito a Guy de Larigaudie , el legendario y cristiano aventurero francés— escuchar a Dios en la naturaleza, sentir «el chasquido del zapato sobre las piedras, el lamento de un arado, de un yugo, un pájaro que canta, el agua que murmura, la manada de gansos atentos al paso del cartero». Descansar es también rezar. Jesús, después del trabajo y en muchos otros momentos del día, se iba al monte o al huerto de los olivos a hablar con su Padre. Y nos decía a todos: «Vigilad y orad, para no caer en la tentación». También el dulce y dolorido fray Juan de la Cruz se iba al bosque donde se pasaba las horas oyendo la voz de Dios. Luego, naturalmente, con conocimiento de causa, hablaba de la «soledad sonora», de la «música callada», de los «ríos sonorosos» y de las «ínsulas extrañas».

Otro tema, y profundo, de este domingo es la confusión del pueblo, su extravío, dejado de la mano de buenos pastores. ¡Cuánto embaucador, cuánto falso profeta, cuánto redentor del tres al cuarto, tanto antes como ahora! Desde tribunas políticas, económicas, periodísticas, eclesiásticas, ¡cuánta palabra vana, cuánto interés pro­pio, cuánto bla bla bla rutinario! Sólo el Señor es capaz de congregar al pueblo disperso y de enseñarle con calma. Sólo Él es el verdadero, el Buen Pastor que cuida de que no les falte nada a sus ovejas. El Salmo 22 parece estar presente en esta narración de san Marcos: «El Señor es mi pastor, nada me falta; por prados de hierba fresca me apacienta; hacia las aguas de reposo me conduce y reconforta mi alma…».

El Salmo continúa: «Tú preparas ante mí una mesa frente a aquellos que me odian». Jesús no es sólo el pastor que guarda y conduce a su rebaño, que le hace recostar a la sombra y lo abreva en los días de calor; es también su pasto y su comida. En la Eucaristía se nos entrega para nuestro alimento y vigor. En momentos de confusión y pluralismo, donde la verdad se enmascara de oportunismos liberales, ¡qué ocasión para dejarnos enseñar por el único Maestro, el Señor, y decirle, como aquella vez Pedro: «¿A quién iremos? Sólo tú tienes palabras de vida eterna». En esta hora en la que el secularismo consumista se abreva en tanta fuente contaminada de superficialidad, hedonismo y gusto por el «color del dinero», ¡qué ganancia tendremos si somos capaces de pedirle convencidos a Dios: «Señor, danos siempre este pan», el pan vivo de tu Cuerpo entregado para nuestra salud! Si sabemos pedir así, rezaremos como ese monje cuando le dice a Dios:

«Señor, sólo tú tienes palabras de vida.
Líbranos de la mano violenta;
líbranos de la palabra falaz;
líbranos de la mente maquinadora del mal.
Líbranos de nosotros mismos,
cuando no te buscamos con pasión».

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