Dos actitudes y comportamientos para responder a lo que parece imposible de superar: ofrecer con generosidad lo poco que se tiene y confiar en quien puede multiplicarlo

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

En este último domingo de julio, cuando muchos disfrutan o comienzan sus vacaciones soñando con alcanzar cierto descanso de las fatigas del año laboral, la palabra de Dios nos recuerda quién es el origen de todos los dones, para que vivamos en constante actitud de agradecimiento y confianza en Dios.

De haber seguido el relato de Marcos, hubiéramos leído la multiplicación de los panes que sigue a la escena del domingo pasado en la que Jesús se compadecía de la multitud «porque andaban como ovejas sin pastor». Pero por la brevedad de Marcos y la importancia del asunto, la Iglesia prefiere meditar durante estos cinco domingos en este episodio, tal como lo narra San Juan, con más detención y simbolismo.

La primera lectura, del segundo libro de los Reyes, recuerda un milagro semejante realizado por el profeta Eliseo. Y es para nosotros, además de una prefiguración del gran milagro de Jesús, la aclaración de una duda previa, la respuesta a quien busca soluciones en lugares equivocados o necesita cerciorarse de la autenticidad de su fe. El antiguo pueblo de Israel, olvidando su elección divina y la alianza pactada con su único Dios, había caído en la tentación de imitar a sus vecinos y practicaba una especie de sincretismo cultual, recurriendo a Baal —divinidad cananea de la fertilidad— para obtener el pan y el agua, el aceite y los frutos de la tierra. El milagro del profeta pone de manifiesto el poder del auténtico Dios, Yahvé, que es el único que hace fértil la tierra y puede dar la vida a su pueblo. Por la fe de Eliseo se hace presente también el poder y la fidelidad de Dios en una situación límite en la que los medios humanos son escasos y las capacidades del hombre resultan insuficientes.

¡Qué actualidad y qué fuerza tiene este texto del Antiguo Testamento! ¡Cómo se subraya en él la voluntad de Dios de dar de comer a aquel grupo que está con el profeta, a pesar de la poca provisión de panes con la que cuentan! Ante la duda de su criado, el profeta actúa como creyente fiel e insiste: «Dale los panes a la gente para que coman, porque dice el Señor: «Comerán y sobrará». Y así fue: «Se los sirvió; comieron y sobró, como había dicho el Señor».

En este momento de evolución social en que estamos, parece a veces, por una parte, que el hombre se basta a sí mismo —¡tal es el poder que ha adquirido con el desarrollo de su ingenio!—. Fiado de sus conquistas, planifica cada vez más su vida sobre el horizonte de la propia autonomía, desplazando a Dios a un mínimo rincón ritual, sin apenas importancia en la toma de decisiones o en la dirección de la vida. Más aún, como en tantas ocasiones durante la historia, muchos cristianos, en contacto con personas o experiencias de otros credos, se contaminan con sus creencias y prácticas y se alejan de la fuente de la verdad y de la vida. En estos momentos de secularismo atroz, de dictadura del relativismo, en los que las encuestas reflejan el dato conocido del alejamiento masivo de los fieles no sólo del culto, sino también de la fe y costumbres tal como las interpretan los pastores de la Iglesia —todo el mundo va a su bola, según dicen—, este fragmento de la Escritura nos devuelve a las esencias de la fe en Dios, como único absoluto, como Padre providente que prepara la comida para sus hijos, como la razón de ser de nuestra historia y la esperanza de nuestros más profundos anhelos. ¡Qué gráficamente lo reza el salmista!: «Abres tú la mano y sacias de favores a todo viviente».

Y con ser tan importante este texto, es sólo prefiguración de una realidad superior, anticipo de los “tiempos plenos”, en los que Jesús también multiplica los panes y peces para alimentar a la multitud, que lo sigue porque está hambrienta de la sana doctrina y «porque había visto los signos que hacía con los enfermos».

Este versillo nos ofrece una segunda reflexión: ¿por qué sigue la gente a Jesús? No era sólo porque tenía palabras de vida eterna, porque hablaba como ninguno, porque lo hacía con autoridad, sin apoyar sus argumentos en doctrina ajena, sino porque daba también el “buen trigo” de la coherencia, porque sus palabras sinceras eran corroboradas por gestos de humanidad y porque sus parábolas, tomadas de la vida, eran expresión de su ternura por las buenas gentes a las que veía en sus duras faenas y a las que socorría cuando buscaban en él amparo y misericordia. Frente a los fariseos, que son sólo maestros de las leyes, Jesús “hace lo que dice”: enseña a rezar y ora constantemente al Padre, dice que hay que perdonar al enemigo y muere haciéndolo en la cruz, manda hacer el bien al necesitado y quita el hambre a las multitudes, abre los ojos al ciego, endereza la mano al tullido, perdona a los pecadores y resucita a los muertos. Los hechos hablan por él, hablan de lo que dice y hacen creíble su mensaje. La gente quiere y busca sinceridad, se fía de quien cumple su palabra y recela de los que tienen larga la lengua y cortos los hechos. En el castillo del pueblo, cuando paso estos días, puedo leer una pancarta pegada a sus muros que habla de estas cosas. Dice: «Soy promesa electoral. ¿Para cuándo?». Entre líneas sabemos ver la decepción del votante que ve incumplidas las promesas del político en las que se basó su programa de gobierno. Y esto, que es moneda de curso ordinario en muchos mandamases, lo podríamos aplicar a nosotros mismos con un par de preguntas: ¿nos quedamos también en la mera predicación o somos consecuentes con lo que enseñamos? ¿Qué gestos o “señales” realizamos en nuestra vida que hablen a los demás de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios en quien creemos?

Aún podemos ver dos actitudes más en dos personajes del evangelio: Felipe mira a su alrededor y sólo es capaz de constatar la dificultad de la situación: «Doscientos denarios de pan no bastan para que a cada uno le toque un pedazo». Pero no ve lo profundo, como Jesús. Su mirada y la solución que da se parece mucho a la existente en nuestra sociedad: las cosas se solucionan con dinero, pero la gran pregunta sigue: ¿puede solucionarse todo con dinero? La otra actitud nos la brinda el muchacho a quien su madre le había puesto cinco panes y dos peces para la merienda. Cuando Andrés le pide la cesta con la comida porque la solicita el Maestro, el chico la da sin protestar. Quizá es poca cosa para tantos, pero es suficiente para que la situación pueda comenzar a cambiar. Y aquí vienen otras preguntas para nuestra reflexión: ¿No tenemos nosotros muchas más cosas que el poco dinero que poseemos? Nuestras cualidades personales, los estudios o profesión, la disponibilidad destiempo…, ¿cómo los usamos para que se conviertan en signos y gestos al servicio de los demás, en “soluciones” para los problemas que descubrimos?

Lo más importante, desde luego, es que Jesús multiplica los panes y, a continuación, nos explica el sentido del Pan santo que es su Cuerpo repartido para dar vida a todos, pero de esto tendremos tiempo de reflexionar los domingos siguientes, alrededor de la Eucaristía. Lo importante es que ahora nos demos cuenta del nexo entre comer a Cristo, que se entrega por nosotros, y el compromiso a favor de los pobres que nace del sacramento eucarístico. Comemos a Dios para dar de comer a los demás hombres. Así lo hizo Eliseo y el muchacho del evangelio: compartieron sus panes con los otros. Parecía poca cosa, pero surgió el milagro por obra de Dios. Aprendamos la lección de la solidaridad, del saber repartir, del no guardarse todo ni lo mejor para nosotros mismos, porque entonces se enmohece por el egoísmo. Recordemos, para afianzarnos en esta convicción las palabras de Jesús: «Me disteis de comer, me disteis de beber: pasad al gozo de vuestro Señor».