También en el tiempo de verano y vacaciones somos cristianos, hijos de Dios; también en este tiempo Jesús es nuestro profeta que nos habla; también ahora estamos llamados a ser nosotros profetas hablando a nuestros hermanos los hombres de parte de Dios con nuestro modo de vivir, de relacionarnos, de servir.
Santiago Marcilla (†), agustino recoleto
Corren los años tan de prisa y es tan pequeño ahora el mundo, que se nos amontonan las noticias, y las desgracias se empujan unas a otras como niños que han perdido las formas. Todo se ha puesto a girar de un tiempo a esta parte como una noria loca, llena de risas adolescentes y voces de comedia. Se acaba el curso con sus problemas de matemáticas, y comienza el verano con sus muertos, incendios y playas; no hay descanso sin ruidos bajo el plátano de sombra. Suenan las radios, corre el balón y la bicicleta, los aviones, los trenes, los barcos de vela… Por las paredes gritan los carteles sus ofertas; en los escaparates se anuncian gangas que tú no veas. Paraísos de encanto, sirenas melosas, manzanas de placer tentador, riesgo y aventuras.
En esta densa y humana algarabía también hay mapas. El paquete lleva sus rutas bien marcadas; no faltan detalles. La industria se las sabe todas. Nos halagan los oídos, nos llenan de luces la retina y nos da la propaganda razones convincentes: “después de tanto agobio, usted se merece una vuelta. No se encoja, no se quede en casa, venga con nosotros, póngase ya en marcha”.
¿Quién va a negar que los hombres no somos máquinas? Hasta el más antiguo sabe que la vida ya no es lo que era. Y si siempre necesitábamos el alivio de una noche a la fresca o una partida de tute o unos amigos compartiendo la mesa, ahora no hay ni puede haber, para curar mayores males que antes, distinta medicina. Venga, pues, la vacación, la montaña, la arena, el bosque y el agua, la despreocupación y la hamaca.
Pero resulta que no somos sólo, por suerte, consumidores de tiendas. Resulta que somos, además, personas. Resulta que nadie tiene derecho a bajarnos de rango y a hacernos creer que el corazón con cualquier baratija se llena. Resulta que nosotros somos cristianos, aunque sea julio y luzca el sol con toda su fuerza. Resulta que somos hijos de Dios y, por tanto, profetas.
La Palabra divina que la Iglesia ha hecho resonar en esta liturgia nos habla hoy fundamentalmente del profeta. Profeta fue Ezequiel, uno de los grandes, y Cristo -¡cómo decirlo bien alto!- fue el Profeta. Los profetas no hay que confundirlos con los que dicen adivinar el porvenir ni con los echadores de cartas. Los horóscopos valen sólo para llenar revistas vanas y en todo caso para que algún “vidente” desahogue sus fantasmas y alimente su fama. No, no hablamos de supercherías, de pasatiempos…; hablamos de espiritualidad, de cosas serias. Porque no es el bolsillo lo que hace al hombre, sino que lo identifican la libertad, el corazón y la conciencia.
No hay que olvidar, pues, que Dios es nuestro Padre; que cuida de nosotros aunque seamos grandes; que nos tiene en su pensamiento de día y de noche, que nos manda cartas y mensajes. Nos habla en los libros y en los pájaros, en el trabajo arduo y en las noches serenas; nos habla en la alegría del triunfo, en la cosecha lograda y en la pena. Nos habla en lo hondo del corazón, en la Escritura santa, en el amigo enfermo y en los profetas. Hay que preguntarse, entonces: ¿Cuál es mi actitud? ¿Dónde está mi atención? ¿Cómo escucho al Señor? Si sólo atiendo a la marca del pantalón, estoy muy distraído. Si sólo busco sobresalir en los estudios, estoy muy distraído; si gasto mi vida en francachelas y rutas prohibidas de ordenador, estoy muy distraído; si sueño con meter ruido con la moto, ajeno al susurro del agua en la fuente del alma, estoy muy distraído; si vivo la fe con languidez rutinaria, con la frialdad de la norma eclesial, con la antipatía de un peso que me estorba, estoy muy distraído.
Naturalmente que las palabras del profeta duelen; naturalmente que no nos gusta que nos lleve la contraria, que nos apee del burro, que nos atice con el látigo, que nos sorprenda con las manos manchadas y todo esto nos lo eche en cara. Pero es el médico que viene a casa, el maestro que enseña, el sacerdote que cura, el amigo que acompaña, el enviado de Dios que corrige y alienta, que anuncia la verdad -tan saludable-, aunque nos estire las orejas.
El propio Dios revela que el pueblo será rebelde, que seguramente no escuchará al profeta, aunque éste cumpla su tarea de denunciar comportamientos y anunciar promesas. ¡Cuántos profetas fueron callados a la largo de la historia! ¡A cuántos se los tragó la verdad que desagrada!: Ezequiel y Jeremías, Lutero King, Gandhi y Juan Bautista, Juan Fisher, Tomás Moro, Óscar Arnulfo Romero, Chico Mendes, san Bonifacio, nuestro Señor Jesucristo y la hermana Cleusa. Tantos y tantos que se han dejado el pellejo por ser fieles al cielo y querer tanto a sus hermanos… Entonces, ¿cómo escuchas tú a los profetas, a estos grandes apuntados y a los que tienes a tu alrededor? ¿Cómo los escuchas cuando denuncian las injusticias sociales y lanzan gritos de socorro en nombre del Tercer Mundo? ¿Cómo, cuando encabezan manifestaciones sin color político, atendiendo sólo al dolor del que sufre, al marginado, al inmigrante, al lastimero gemido del pobre? ¿Cómo escuchas al que se te acerca a sugerirte otro modo de hacer las cosas, al que te invita a cambiar, a ser más generoso y limpio? ¿Te has parado a pensar que puede ser el profeta que Dios te envía?
Y para terminar, ¡cómo podemos olvidar que también nosotros somos profetas! Bautizados y confirmados en la fe de Jesús, Dios nos ha regalado unos ojos críticos para poder descubrir en la realidad que nos rodea todo aquello que no es propio de su Reino, y nos ha dado una boca y un corazón de profeta para denunciarlo. Hay que ser profeta en la familia y en el trabajo. ¡Cuántas ocasiones no sólo de ser honrado, sino también de contagiarlo! Hay que ser profeta en tus relaciones de amistad, incluso en las de pareja: hay muchos momentos en que podemos actuar con más gratuidad y cariño, con menos intereses ocultos. Sé profeta en tu barrio, en tu ciudad y en tu pueblo. ¿No sabes que ser cristiano es un título de honra, pero es más un compromiso, que exige ser transmisor de la Buena Noticia y denunciar con valentía todo aquello que desdice del hombre y va en contra de Dios? No te importe que te digan como a Jesús: “¡Qué se ha creído éste!”. Sí, te podrán decir que eres uno de ellos, que conocen tu nombre y tu vida y que no eres perfecto, ni mucho menos. Pero tú, no dejes de ser profeta, aunque un día te crucifiquen.
No olvides que las verdades escuecen a veces más que la sal en carne viva, pero sólo la verdad nos hace libres.