Los agustinos recoletos de la Provincia de San Nicolás de Tolentino recibieron en China, de monseñor José Tacconi, un extenso territorio misional, el más pobre de su Diócesis de Kaifeng, que tuvo la ciudad de Kweiteh/Shangqiu, Henan como centro de la acción misionera recoleta.

Los religiosos jóvenes que se habían ofrecido voluntariamente, junto con su superior, el padre Francisco Javier Ochoa, llegaron a la misión a finales de marzo de 1924. El 4 de abril se considera la fecha oficial del comienzo de la misión. Comienzan a trabajar en lo más urgente y necesario: limpieza, adecuación y construcción de la casa y de la iglesia, compra de terrenos para las capillas donde evangelizarán los religiosos, pero, sobre todo, el aprendizaje del idioma chino. Pasarán meses sin poder hablar una palabra, aprendiendo las nuevas costumbres y acostumbrándose al nuevo menú rico en proteínas porque todo pequeño ser vivo es comestible.

El padre Francisco Javier Ochoa había oído decir que, cuando nacía una niña, en China era muy común que la dejaran morir o la dejaran abandonada en la calle. No pasó mucho tiempo cuando, caminando por la ciudad, se encontraron una niña “abandonada y muerta, sin duda, por sus mismos padres… lo cual indica que para una que hallemos de ese modo, habrá cientos que serán enterradas para que nadie vea”, escribe Ochoa.

Ante las muchas necesidades, ¿qué piensa el padre Javier Ochoa? “En su afán misionero va detectando dos necesidades urgentes: recoger niñas abandonadas y formar jóvenes catequistas”.

Pero todo llegará a su tiempo. Había que esperar a tener el lugar para las niñas.

Un buen día le llevaron a la puerta “tres niñas, una huérfana de padre y madre, y el hombre que la cuidaba deseaba darla o venderla; las otras dos tenían madre, si es que merece tal nombre la mujer que con tanto desahogo se decide a abandonar esos pedazos de sus entrañas”.

Y comentándole al padre provincial Celestino Yoldi, le dice:

Si V.R. (vuestra reverencia) hubiera estado presente, -cuando trajeron las niñas-, seguramente se le habría escapado alguna lágrima al ver las caras de hambre y miseria de las pobres criaturas, las cuales no tenían más amparo en el mundo que el que esperaban de nosotros. Yo no sabía a qué decidirme, pues si no las recogía, corrían el peligro de que las usaran para malos fines y, si las aceptaba, la puerta quedaría abierta para otras.

Entonces ¿qué hizo el padre Javier Ochoa? Las presentó a sus hermanos y les preguntó qué hacer. Al verlas, ellos también se conmovieron y dijeron: No hay problema, las pueden cuidar las jóvenes catequistas. Y uno añadió: padre, desde ahora en adelante me privaré del cigarrillo, y ese pequeño ahorro, para las niñas. Otro expresó: yo igualmente me privaré de tal postre que me gusta mucho. Y así cada uno se sintió involucrado. Fue el comienzo del Orfanato de la misión o, bien llamado, “Niñas de la Santa Infancia”. De ahí en adelante siguieron llegando niñas, o bien siguieron recogiendo a las que encontraban.

Una noche, el perrillo de casa, (un perro que les habían regalado), ladraba y ladraba a la puerta de fray Ochoa. Él no hacía caso, pero el animal insistía raspando la puerta. Él abrió y el perrillo le tiraba de la ropa hasta que logró que el padre lo siguiera. Cerca, dejada sobre el suelo, había una niña. El padre la recogió y la entró. Estaba muy fría. Si no hubiera sido por el perro, habría muerto. Al día siguiente descubrió que era ciega. “Recogí a la cieguecita y aquí estoy con ella que la quiero más que a todas las demás”.

Al prior provincial, Celestino Yoldi, el 5 de febrero de 1925 le escribe:

Las niñas viven con nuestras oblatas, y estas cuidarán de educarlas bien, ya sea para catequistas de mujeres, o si lo prefieren, para que sean buenas cristianas en el mundo y madres de muchos cristianos. Ya ve, padre nuestro, cómo todos los recoletos se han hecho, sin pensarlo, verdaderos padres de familia, pues estas niñas son ahora responsabilidad nuestra, y todo recoleto puede llamarse padre adoptivo de ellas. Los que aquí estamos nos cuidaremos de darles una educación sólidamente cristiana: y después, o nos sirvieran de maestras, o las daremos únicamente a jóvenes cristianos que sean dignos de ellas.

Cuando fray Javier Ochoa empezó a recibir niñas, comenzó a escribir a personas conocidas de Filipinas, España y Estados Unidos, pidiendo ayuda para sus niñas, ya fuera vestidos o calzado, y solicitando padrinos que ayudaran económicamente con alguna frecuencia a sus ahijadas, con lo que pudieran.

Llegaban cajas con ropa y calzado, y todo siempre venía bien. Pero con el tiempo, a personas de confianza les solicitó algo diferente según cuenta en 1925 en una carta dirigida al prior provincial Bernabé Pena:

Hoy en la mañana enviaré a la corellana María S. unos modelos de vestiditos chinos que me pide para que las asociadas de S. Teresita nos ayuden con ropitas para nuestras niñas.

En enero de 1927 le escribía al mismo prior provincial:

Este es un año de muchas miserias, tengo todos los días dos, tres y más niñas que me traen. Pero… el local que no basta, el dinero que tampoco da para tanto, etc., etc., y así voy recogiendo las que me parecen más miserables.

El 8 de enero de 1929, fray Javier Ochoa es nombrado prefecto apostólico de Kweitehfu/Shangqiu. Ahora será monseñor Francisco Javier Ochoa. Las necesidades van aumentando en la misión. La Provincia ha sido muy generosa, pero necesita más manos, sobre todo, formadoras y madres para las niñas. Entonces piensa en España.

Cuando monseñor Francisco Javier Ochoa en 1930, busca en España, en los monasterios de clausura, religiosas para su misión dice:

En cuanto a la vida que han de llevar allí, sepan nuestras hermanas que van para una obra de dirección, principalmente por lo que toca a las niñas que han de ingresar como religiosas, y de vigilancia y enseñanza en lo que toca a las pequeñas, las cuales aprenderán con nuestras madres lo que hubiere menester para sus futuras necesidades, como cocinar, coser, etc. etc.

En mayo de 1931, llegan las hermanas agustinas recoletas a la misión: sor Esperanza Ayerbe de la Cruz, sor Ángeles García de San Rafael y sor Carmela Ruiz de San Agustín. Nombran como superiora a sor Esperanza. Distribuyen los oficios, y es sor Ángeles quien queda encargada de las niñas, lo cual fue para ella un gran motivo de alegría; era lo que estaba deseando.

Monseñor Ochoa se siente muy satisfecho con las hermanas y su labor. “Las monjitas encantadas con su chino y con sus chinas…”, escribe el 16 de agosto al prior general.

Y sor Ángeles en su diario escribe:

Feliz y contenta se deslizaba mi vida misionera entre las paredes de una habitación, que servía de comedor y de sala de estar. Me veía rodeada de pequeñitas. Guiada por el corazón mío, les decía cómo debían amar al Niño Jesús dándole cuanto brotaba de sus puros corazones, enseñándoles a ofrecer pequeños sacrificios, a amar a sus hermanitas, y cuando tenían edad, aprendían a coser, a guisar, a todo cuanto podía seles útil en el futuro… Sólo me apartaba de ellas cuando, acompañada de una monjita china, iba por las aldeas, a las cárceles o a visitar enfermos y cristianos tibios o fervorosos… Terminado todo, volvía con mis “fierecillas”, como yo las llamaba con cariño, del mismo modo que el pajarillo vuelve al nido.

Cuando estalló la guerra chino-japonesa, la misión fue amenazada varias veces. En un momento, Ochoa vio que no se podía seguir ahí. Les obligaban a los extranjeros a vivir fuera de la misión. Entonces se dirigió al Hospital de San Pablo en busca del doctor Gilbert, director del Hospital, quien le ofreció generosamente asilo para los misioneros y misioneras europeos, no para los chinos. Monseñor agradeció la oferta, pero no la aceptó. Dio las razones: tenía huérfanas y jóvenes chinas que eran de su responsabilidad, como su familia. No podía abandonarlas a la muerte tan desgraciada que les esperaba. Al oír esto el doctor Gilbert, protestante, dijo: “Vénganse todos, que Dios nos librará por las oraciones de las pequeñas”.

Pasados no pocos, días les dijeron que podían volver a la misión. La encontraron saqueada, toda en ruinas. Pero las niñas pequeñas que no entienden de guerras ni de reconstrucciones, ni de pérdidas, libres de la continua vigilancia que sobre ellas había en el hospital para que no estropearan muebles ni jardines, empezaron a correr libremente y cada una se dedicó a buscar los zapaticos o ropas que dejaron. Cogían flores y jugaban muy contentas.

De acuerdo con monseñor, en 1940 las hermanas Esperanza y Carmela salieron para España con el fin de fundar un noviciado, y se quedó sor Ángeles con las hermanas chinas, Agustinas de Cristo Rey, y responsable de todas las actividades de la misión. Poco tiempo después China se cerró y no tenía comunicación. Hasta 1948 fue posible la comunicación, y por orden de la superiora general, que en ese momento era la madre Esperanza, sor Ángeles regresó a España. Siguió soñando que volvería a ver a sus niñas y soñaba con ellas. Pero ya no fue posible el regreso a China para nadie. Solo quedó el buen sabor de la labor realizada, del amor con que se trabajó.

Dios tenga en su gloria a esos misioneros que supieron entregar su vida, como Jesús, por los más pobres. Generosamente renunciaron a títulos universitarios, a la comodidad de una ciudad, a amistades acogedoras y generosas. Pero experimentaron la satisfacción más grande, la alegría de entregarse totalmente, de ser compasivos y misericordiosos al estilo de Jesús.

Esas niñas de la Santa Infancia, que luego fueron algunas, catequistas; otras, religiosas y la gran mayoría madres de familia, estarán en el cielo intercediendo por la Orden y especialmente por la Provincia de San Nicolás de Tolentino.