Santiago Marcilla (†), agustino recoleto Si no fuera porque el Evangelio desmiente lo que tantas veces decimos, pensamos u oímos, terminaríamos por creer que Dios es poco menos que un monstruo. A este Dios se refería el Cardenal Maximos IV, patriarca oriental, cuando decía: “Muchos ateos, en lo que no creen es en un Dios […]

 Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Si no fuera porque el Evangelio desmiente lo que tantas veces decimos, pensamos u oímos, terminaríamos por creer que Dios es poco menos que un monstruo. A este Dios se refería el Cardenal Maximos IV, patriarca oriental, cuando decía: “Muchos ateos, en lo que no creen es en un Dios en el que yo tampoco creo”. Poco después y basado en este pensamiento, Juan Arias escribió el famoso libro “El Dios en quien no creo”, que todos leíamos en el posconcilio y que tanto bien nos hizo. No podíamos creer en un Dios que se hace temer. que no se deja tutear, que pone luz roja a las alegrías humanas, que “juega” a condenar. No podíamos creer en el Dios del “ya me las pagarás”, el Dios que da por buena la guerra o pone la ley por encima de la conciencia, el Dios que causa el cáncer o hace estéril a la mujer o lleva al infierno al niño después de su primer pecado. No podíamos creer en un Dios que ama el dolor o hace toser lava a los volcanes o utiliza el rayo para meternos miedo o halla venganza en la muerte de su creatura.

Y el libro de la Sabiduría que acabamos de escuchar nos da la razón. Nos desvela esa imagen insólita pero verdadera de un Dios en quien la intuición y la fe se abrazan. Porque tantas veces nos olvidamos de esto, atribuimos a la voluntad de Dios todo lo malo que nos ocurre: las enfermedades, las desgracias, la muerte. En esas ocasiones nos forjamos la imagen de Dios pesimista, de un ser extraño, autoritario, despótico y riguroso. La Sabiduría sale al paso de nuestros prejuicios con rotundidad y nos revela a un Dios amigo del hombre y creador de todo lo que vive, a quien nos invita a mirar con confianza, porque pensar bien de Él es negar todas esas falsas preguntas: ¿Por qué Dios consiente lo malo, la muerte, los terremotos y tragedias?

Dejemos las cosas claras. Dios todo lo hizo bien y bueno y todo lo creó por amor. La muerte y el mal no entraban en sus planes. Entraron en los nuestros y son fruto de nuestra responsabilidad. Y, con todo, su amor fue tan grande, que, a pesar de haberlo negado y habernos escondido de su presencia, Él ha sabido abrir ventanas por las que volver a contemplarlo. Dice el P. Ramón Cué que Dios tiene dos manos. Con su mano derecha acostumbra a apoyarnos y orientarnos, para que nos conduzcamos como buenos hijos. Solamente cuando somos díscolos y rudos, cuando nos convertimos en “huesos duros de roer”, en un “caso difícil”, Dios echa mano de su izquierda con una infinita ternura y, así, sus manos son como dos ventanas por donde asoma su misericordia. Vemos su derecha en la salud del ser querido, en la paz del hogar, en el trabajo obtenido después de una larga búsqueda, en el aprecio de los demás, en el descanso vacacional, en su presencia sacramental e íntima. Y vemos su izquierda en el revés económico, en la caída que nos despierta la conciencia, en la soledad en que nos dejan a veces los amigos, en el destino a contrapelo de nuestros planes, en esta enfermedad que tanto nos mortifica.

Jesús es la derecha del Padre, sus manos abiertas con las que nos sostiene y bendice, nos cura y resucita. Lo constatamos en el episodio de este evangelio. Aunque la muerte es obra del diablo y del pecado, nada puede contra la voluntad de Dios manifestada en Jesús. Hay una frase llamativa en el milagro que nos ocupa: “¿Para qué molestar más al Maestro?”. Parece que el hombre puede atreverse a pedir a Dios la salud y el bienestar, pero no que resucite a un muerto, pues consideramos la muerte lo más fuerte e insuperable de la condición humana. Sin embargo, Jesús mismo nos muestra que para Dios lo más fuerte no es la muerte, sino el amor y la vida. La niña “dormía”, como “duermen” los creyentes que esperan la resurrección. También a ellos Dios los levantará y en ello descansa nuestra fe y nuestra esperanza.

Los verdaderos muertos son los que han ahogado y esterilizado todo lo bueno que Dios había sembrado en ellos, quienes se han encerrado en su egoísmo y se han negado a ser sus hijos. Este grito de Jesús es otra oportunidad para el hombre. Ya que lo bueno para Él no es prolongar la vida, desgastada por el pecado y la decepción, sino descubrir el secreto de una vida nueva gracias a la fe en el poder y el perdón de Dios. Una vida nueva que no debe estar al final, sino que ha de comenzar ya y que consiste en que todos puedan vivir aquí la dignidad que les corresponde. Pues sigue triunfando la muerte siempre que hay algo que recorta, mortifica y ensombrece la vida, siempre que hay hambre, injusticias y violencias, siempre que por falta de solidaridad o por despreocupación antifraternal nos olvidamos de los otros.

Es triste que olvidemos estas grandes verdades. El papa Benedicto XVI aseguró a los obispos participantes en la 64 Asamblea General de la Conferencia Episcopal Italiana que la crisis que hiere a Europa es, sobre todo, espiritual y moral, y que en la base está la pretensión del hombre de vivir como si Dios no existiese. No tuvo pelos en la lengua y afirmó que el secularismo que azota a Europa —una “sociedad de antigua tradición cristiana”— está erosionando el tejido cultural que hasta no hace mucho tiempo era un punto de referencia. Fijaos en estas palabras suyas, tan proféticas y acertadas: “El patrimonio espiritual y moral en el que Occidente hunde sus raíces y que constituye su linfa vital no forma ya parte de su valor, y, así, una tierra fecunda corre el riesgo de convertirse en un desierto inhóspito, y la buena semilla, ser ahogada, pisoteada y perdida”.

Sin Dios no podemos nada. Digámosle, como el salmista: “Te ensalzaré, Señor, porque me has librado. Sacaste mi vida del abismo; me hiciste revivir cuado bajaba a la fosa”.