De la fe a la súplica confiada al que está siempre pendiente de nuestra lucha. De la fe al compromiso y a la obra para transformar la realidad que nos rodea.

Santiago Marcilla (†), agustino recoleto

Una reflexión serena sobre estos trozos de la Escritura de este domingo es fundamental. No sólo para sosegar la superficie alborotada de nuestro espíritu, como si se tratara de una taza de tila contra la ansiedad, sino para alargar hacia lo profundo las raíces de la fe. Cualquiera, hasta un chiquillo, puede arrancar una planta tierna que apenas ha arraigado en la tierra; pero, ¿quién es capaz de mover un roble centenario?

Pienso yo que se puede creer de varias formas. Quizá la más fácil es asentir a unas verdades reveladas, aceptar el testimonio de otro, rezar el Credo y llamar a Dios Padre. Y digo que esa forma de creer es la más fácil porque, generalmente, suele quedarse en mera teoría, en un chubasco de palabras mecánicamente repetidas y sin traducción en la propia vida. Creo que es la clave para entender la situación, por ejemplo, de nuestra sociedad. Si al creer no nos comprometemos, ni no nos metemos en la harina del plan de Dios, me temo que sólo alcanzaremos, en cualquier empresa, a hacer un pan como unas hostias. Si sólo creemos con la inteligencia, la fe no pasa de ser un adorno en la solapa. Por eso decía Jaime Balmes: “Comience usted por amar las verdades religiosas y bien pronto acabará por creer en ellas”. Amar las verdades religiosas es el comienzo de una fe personal, transformante y fecunda. Es ir pasando de la cabeza al corazón, de los labios a las manos, de creer lo que se dice a confiar en quien nos habla. Desde este punto de vista, la fe y el miedo no se compadecen, no hacen pareja, son dos cosas que no casan. Porque si la fe es estar ciertos de la presencia del Señor, que está siempre con nosotros y no puede fallarnos, ¿cómo podremos tener miedo? “Si Dios está con nosotros —dice san Pablo— ¿quién estará contra nosotros?”.

Pero la gente tiene miedo: miedo a perder el puesto de trabajo, miedo a que desaparezca la salud, miedo a no ser felices o a verse privados del cariño o amistad, miedo a la inestabilidad política, social, económica. Son plantas con raíces someras que no aciertan a alimentar su savia interna con la riqueza del misterio. Cualquier vendaval, una mediana tormenta los espanta, se vienen abajo y comienzan a acordarse de santa Bárbara y a despertar al Señor, de quien apenas tenían ya noticias.

Uno de los grandes teólogos de nuestro siglo, Paul Tillich, escribió una obra titulada “Se conmueven los cimientos de la tierra”, para mostrar la importancia de la fe en una época en la que todos los cimientos de la vida personal, social y cultural se han conmocionado. Llenos de miedo porque aquello va a más y la situación amenaza con tragárselos, los discípulos  despiertan a voces a Jesús: “Maestro, ¿no te importa que nos hundamos?” ¡Vaya que sí le importa! “¿Por qué sois tan cobardes? ¿Aún no tenéis fe?” Pienso que quizá el Señor no los recriminó por haberlo despertado, sino por haber tardado tanto en despertarlo, por no haber acudido con mayor urgencia a suplicarle; de lo contrario, se contradiría Él mismo, que había dicho en otro momento: “pedid y recibiréis”; “no nos dejes caer en la tentación y líbranos del mal”.

Así se deduce también de la enseñanza de la viuda que pedía justicia al juez inicuo y del vecino inoportuno que pedía tres panes en mitad de la noche. Al ver cómo alabó a estas personas, cabe pensar que a los apóstoles les quiso enseñar lo mismo: “¿por qué no me habéis avisado antes y más fuerte?”. Es lo que hacen por tradición los pescadores bretones. Rezan antes de lanzarse a su faena: “Señor, pon tu mirada sobre nosotros: el mar es inmenso y nuestra barca, como una cáscara de nuez”. O quizá quiso el Señor enseñar a los apóstoles y a todos los cristianos que aquello del “silencio de Dios” no es un invento de los teólogos, ni las “noches oscuras” son un pasatiempo de místicos poetas; si no, que se lo pregunten a Job.

Quizá eso es también parte de la fe, un elemento importante de sus desconcertantes planes, con los que busca que nos curtamos en esos “exámenes de madurez” de la vida. Tuvo que ser alguien sometido a tal tipo de prueba el que exclamó: “Oh Dios, eres un amigo difícil”.

Este milagro supuso para los discípulos un notable progreso en el conocimiento de Jesús, al que ya habían visto expulsando a demonios y curando enfermedades. Ahora les manifiesta su señorío sobre las fuerzas de la naturaleza.

Que también nosotros avancemos en esa fe en Jesús, una fe no para quedarnos en la tranquilidad de la orilla, sino una fe combativa y luchadora, para navegar con valentía en medio de los peligros.

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