El Espíritu Santo transformó a María y a los apóstoles. A los que creyeron en Jesús y a nosotros nos ha regenerado al ser bautizados y dejándonos transformar nos santifica, nos lleva a plenitud de vida.
Santiago Marcilla (†), agustino recoleto
El aliento del Señor puebla la tierra. Después de las siete semanas de la Cincuentena, Jesucristo resucitado ha cumplido su promesa. Celebramos hoy la alegría de la Iglesia, atónita aún por el regalo sorprendente de su Esposo. ¿Quién iba a esperar un Don tan espléndido? Lo había prometido, y los apóstoles y la Virgen lo esperaron. Y nosotros lo hemos pedido tantas veces, pero la sorpresa ha sido mayúscula, como todas las cosas de arriba. Las palabras de Jesús nos las recuerda san Lucas en el capítulo 11: «Pues si vosotros, con lo malos que sois, sabéis dar cosas buenas a vuestros hijos, ¡cuánto más vuestro Padre del cielo dará al Espíritu Santo a quienes lo pidan!». Puede parecer mentira, pero ya está con nosotros y para siempre. Se siente aquí, se mueve aquí. Y nos ha convocado para invocar el nombre del Señor y confesar que Jesucristo resucitado está sentado a la derecha del Padre con todo poder y majestad. Es Pentecostés. Es la fiesta del Espíritu Santo de Dios. Estaba en los cielos y ahora lo llena todo, más que una madre en la vida de su hijo pequeño.
Cuando hay alguien que se cae de lacio tardamos poco en decir que le falta espíritu. Lo mismo que cuando vemos un buzón vacío, barruntamos que no hay nadie en casa. A propósito de esto, he leído hace poco que “en el Infierno no hay buzones”. Es fácil de entender, si asociamos el buzón con la vida, el intercambio de correspondencia, la sorpresa de una confidencia amorosa. Y si seguimos pensando que el Infierno es la ausencia del amor de Dios por parte de sus inquilinos. Pero resulta que tiene otro sentido, bastante parecido, por lo demás. Se ha puesto de moda entre los montañeros vasco-navarros ir colocando en cada cima ganada un pequeño buzón de ingeniosa variedad: fuera, en una placa, consta el nombre de la montaña, su altitud y el nombre del club que lo colocó; dentro, tiene un recipiente para un mensaje. Cuentan estos aventureros de altura que es una experiencia intensa recoger el recado y dejar también unas palabras al que vendrá más tarde. Pues bien, cuando subieron al Infierno, un pico de tres mil metros del Pirineo oscense, aunque avistaron chozas y algún rebaño de sarrios, no encontraron ningún buzón. Les pareció más triste, más salvaje, a pesar de los narcisos enanos. Y concluyeron que el buzón anudaba a los hombres y que era una pena no recibir carta de nadie, estar deshabitado. Como escribió García Márquez, El coronel no tiene quien le escriba.
¡Cómo nos hace falta ser bautizados de nuevo en el Espíritu Santo¡, Espíritu “dador de vida”, vivificante, que desde el comienzo, como confesamos en el Prefacio, fue el “alma de la Iglesia”, que la alienta y protege y guía y fortalece.
Ante algunos cuadros, ingeniosamente titulados “Naturaleza muerta”, aunque estén bien pintados, se nos encoge el alma. A veces desearía uno que ese bodegón oscuro y frío, yerto en la gama quieta de los colores, se convirtiese en una cocina normal, con sus olores a fritanga y su grifo fecundo y su ama de casa que va y viene, volada en prisas, porque llega ya el marido. El Espíritu que pone orden y belleza en el comienzo del mundo, el Espíritu de Dios que hace andar a Adán, que mueve los labios del profeta —acabamos de oír a Joel—, que organiza y recubre de nervios los huesos secos de la visión de Ezequiel, el Espíritu que empuja a Jesús en el desierto y cubre con su sombra a María, el Espíritu que desciende tumultuoso en Pentecostés sobre aquel puñado de hombres rudos y amedrentados y los convierte en intrépidos heraldos de la buena Noticia, el Espíritu que inaugura los tiempos nuevos de la Iglesia y que, por encima de razas, lenguas, tiempos y culturas, realiza la unidad del Cuerpo y orquesta, al mismo tiempo, la diversidad de funciones y carismas del mismo para el bien de la totalidad. Ése es el Espíritu que llenó a los discípulos en Pentecostés y a quien nosotros ya conocemos, pues es parte de nuestra vida desde el bautismo y la confirmación. Él nos regenera en el baño de la penitencia y nos santifica con su presencia revitalizadora. Él es lengua de fuego y viento recio: lengua que nos traduce y profundiza la palabra de Jesús; fuego que incendia toda tierra helada; y viento, a veces suave como la brisa, que se cuela por las junturas del alma para dejarnos un buen deseo o espolearnos a una acción solidaria, a veces poderoso como un huracán, que levanta a los testigos en medio de las plazas y deja los caminos sembrados de apóstoles y de mártires.
Pentecostés es la conmemoración de un hecho feliz, cincuenta días después de la Pascua florida de Cristo —hoy ya plenamente granada— y es la rampa de lanzamiento de los militantes cristianos —día de la Acción Católica y del Apostolado Seglar— para salvar al mundo, para comunicar a todos la paz del Señor resucitado.
Es el tiempo de la “nueva evangelización” —el cantautor Sabina habla de “abrirle la jaula al corazón”—; es el tiempo de la Iglesia; tiempo de la tarea misionera con el hombre alejado del hogar materno: este hombre y esta mujer del tercer milenio, desahuciados por la carcoma materialista, que necesitan una buena dosis de espiritualidad y una urgente transfusión de Amor, que cauterice sus odios viejos. Está muy bien informado quien sabe que el agua es un compuesto de dos partículas de hidrógeno y una de oxígeno, pero sabemos de verdad qué es el agua cuando la bebemos muertos de sed y nos zambullimos en ella en la sofocante tarde del verano. Ésa es la enseñanza de Jesús en el evangelio: el que cree en mí, que beba de esta agua del Espíritu y sus entrañas se convertirán en un torrente desbordante de gracia.
Dejémonos trabajar, como lo hicieron los santos, por las manos de este Artista, seguros de que conseguirá recoger de nuestra alma idénticas virtudes y los frutos suavísimos que degustamos en ellos. Pidámosles que nos guarden en la vida cristiana y nos protejan con su mediación saludable, que pongan en nuestra alma buzones de humanidad y sea siempre nuestra oración: “Oh Señor, envía a tu Espíritu”, para que lave lo manchado, sane lo enfermo, riegue lo seco y resucite lo muerto.