Icono Pentecostés

Lecturas: Hechos 2,1-11: Se llenaron todo de Espíritu Santo y empezaron a hablar; Salmo 103: Envía tu Espíritu, Señor, y repuebla la faz de la tierra; Gálatas 5,16-25: El fruto del Espíritu; Juan 15, 26-17; 16, 12-15: El Espíritu de la verdad os guiará hasta la verdad plena.

Alberto Fuente Martínez, agustino recoleto

Hoy celebramos el don del Espíritu que procede del Padre y del Hijo. Pentecostés es la nueva creación pascual del Dios Trinidad, esto es, la Pascua de Cristo, que muere por los demás y resucita, abriendo así un camino de amor y de transformación que se concreta en y por el don del Espíritu Santo. Un don que se vuelve envío y entrega generadora de perdón y comunión; es decir, gracia creadora que se abre a todos y presencia del misterio trinitario en nuestro mundo humano. Esto es lo que hemos pedido en el salmo: “Envía, Señor, tu Espíritu a renovar la tierra”.

Volviendo nuestra mirada al texto evangélico de hoy descubrimos dos cosas. El Espíritu Santo es el don que procede del Padre y del Hijo y, por tanto, nos vincula al Dios comunión-Trinidad. Y, como consecuencia de ello, en segundo lugar, el Espíritu es testigo y nos capacita a crecer y ser así, también nosotros, personalmente y como Iglesia, testigos fidedignos del Hijo.

El Espíritu Santo, en su eternidad, es el don de amor entre el Padre y el Hijo; esto es, la unión-comunión en el amor en Dios Trinidad de Personas y, en relación a nosotros, es el don por antonomasia de Dios a los hombres: es Dios mismo al que recibimos como don incorporando así a la humanidad a la vida del Dios amor trinitario. De ahí que para la Iglesia Pentecostés sea el don fundante del Dios Trino, capaz de unir a los que estaban dispersos. En Él y por Él lo somos todo, pues compartimos la vida del mismo Dios. Y, al mismo tiempo y paradójicamente, puede parecer carente de valor pues, aparentemente, nada cambia en el mundo ni en la persona que lo recibe. Si, enraizados en el orgullo, lo que anhelamos es el dominio, el placer o la seguridad y comodidad del tener, nada de eso lo vamos a recibir junto con el don del Espíritu. Todo lo contrario, el Espíritu Santo desenmascara la realidad de tales contravalores y nos invita y capacita para anhelar y vivir desde el servicio humilde que se entrega por amor hasta el fracaso, la muerte y la vida verdadera tal y como lo vivió Jesús, el hombre lleno del Espíritu que vive en la plenitud y gloria de Dios para siempre.

Todo esto nos debe llevar a hacernos algunas preguntas sobre nuestra nueva realidad:

– El Espíritu es testigo porque procede del Padre y del Hijo y a los discípulos Jesús les recuerda la vida de Jesús “porque habéis estado conmigo”: ¿Cómo vivo este ser yo testigo? ¿Me siento religado a Jesús como el fundamento de mi vida? ¿Cuál es mi raíz vital?

– El Espíritu es testigo “porque no hablará por su cuenta, sino que dirá lo que haya oído”: ¿Soy testigo e instrumento de Jesús que desaparece para que Él crezca o busco el protagonismo? ¿Hablo de mí (mis ideas, sueños y proyectos, aunque sean “santos”) o de Jesús? ¿Realmente transparento a Jesús en mi vida cotidiana?

– El Espíritu es testigo, “porque primero recibirá de mí lo que os vaya comunicando”. Todos estamos llamados a ser discípulos misioneros: ¿Soy consciente de que lo primero es la experiencia del discipulado (estar con Jesús, dejando que Él me moldee) para poder después ser misionero? ¿Me creo, de verdad, que el único modo que tengo de calibrar mi unión con Jesús es viviendo desde el amor y el perdón a los otros? (eso es el ser misionero).

Terminamos contemplando la antigua y hermosa secuencia que se escucha hoy antes del evangelio:

Ven, Dios Espíritu Santo, y envíanos desde el cielo tu luz, para iluminarnos.
Ven ya, padre de los pobres, luz que penetra en las almas, dador de todos los dones.
Fuente de todo consuelo, amable huésped del alma, paz en las horas de duelo.
Eres pausa en el trabajo; brisa, en un clima de fuego; consuelo, en medio del llanto.
Ven, luz santificadora, y entra hasta el fondo del alma de todos los que te adoran.
Sin tu inspiración divina los hombres nada podemos y el pecado nos domina.
Lava nuestras inmundicias, fecunda nuestros desiertos y cura nuestras heridas.
Doblega nuestra soberbia, calienta nuestra frialdad, endereza nuestras sendas.
Concede a aquellos que ponen en ti su fe y su confianza tus siete sagrados dones.

Danos virtudes y méritos, danos una buena muerte y contigo el gozo eterno.