A lo largo de toda la Sagrada Escritura Dios ha buscado revelarse a los hombres y decirles quien es y cómo quiere relacionarse con ellos. Pastor que cuida, Rey que defiende, Esposo que se entrega, Padre que perdona y… Amigo.
«Yo tengo un amigo que me ama, me ama, me ama… Su nombre es el Señor». Así cantan estos días los niños que hacen su primera comunión. Y lo cantan seriamente, convencidos de que existen unos valores supremos y bellísimos, practicados al máximo por Jesús y detrás de los cuales tenemos que caminar los hombres. Pero no son sólo los pequeños. Es también Roberto Carlos quien nos dice cantando que quisiera tener un millón de amigos. Un deseo ambicioso, pero a la vez un proyecto imposible. Es tan estrecho el corazón de un mortal, que apenas puede albergar cómodamente cuatro o cinco amigos verdaderos. Quien asegure lo contrario, o se engaña o recurre simplemente a una figura literaria.
Hoy, el Señor nos explica cómo cada uno de nosotros está llamado a ser un amigo predilecto. Y en ello sí que no hay duda: porque el corazón de Dios es mucho más amplio que el nuestro. La Biblia, a través de sus páginas, explica la revelación entre Dios y los hombres como un trato de amistad. Nos lo enseña a través de comparaciones tomadas de la vida de un pueblo.
En un principio, Dios describe su alianza en términos copiados de la vida pastoril: “Yo soy el Pastor; vosotros sois las ovejas”. Esta relación la hallamos en muchos lugares de la Escritura. Sin embargo, tal relación no satisface. Es vertical. Insiste en nuestra inferioridad respecto a Dios. Más adelante, el Señor se presenta como rey y nos invita a ser sus vasallos. Entonces se nos considera como seres racionales, pero se conserva una relación de dominio. Después, en Isaías, Ezequiel, Amós y el Cantar de los Cantares, Dios describe su alianza como el amor del hombre y la mujer. Dios es el esposo, la Humanidad será la esposa. Avanzamos muchísimo, pues se introduce en la fe un elemento nuevo: el amor. Pero recordemos que para la cultura oriental de aquellos tiempos, no valía mucho la mujer. Y llegamos al Nuevo Testamento. Jesús anuncia una y otra vez que Dios nos ama como un Padre. Nos lo dice en parábolas: la dracma perdida, la oveja extraviada, el hijo pródigo. A través de estas formas literarias tan cercanas y didácticas descubrimos con asombro los pliegues más íntimos y misericordiosos de Dios, que nos quiere como a hijos y que se emociona hasta conmoverse cuando nos recupera después de algún desplante egoísta. Nuestra importancia ante Él es definitiva. Sin embargo, no todos los padres de la tierra trasmiten esta imagen de amor que el Señor pretende revelarnos. De ahí que el Maestro introduce un nuevo elemento, para completar la relación entre padres e hijos: la amistad.
Así aparece hoy en el Evangelio de san Juan. Cristo les dice a sus discípulos: «A vosotros os llamo amigos, porque todo lo que he oído a mi Padre os lo he dado a conocer». Quizá sea éste el grado más supremo de intimidad con el Señor. Y seguro que es difícil hallar una fe adulta que no haya sido precedida de una experiencia honda de amistad. Generalmente, para entender a Dios como amigo nos ayuda mucho la experiencia de quienes nos han tendido la mano alguna vez, quienes han comprendido nuestra angustia o soledad y quienes han caminado a nuestro lado muchos kilómetros de sombra.
Este privilegio de la amistad que Dios nos brinda no lo reserva a la clase elitista; no es un don que lo distribuya a cuentagotas con mentalidad de grupo. Es un amor y una amistad universal. Con cierta ingenuidad lo descubre Pedro en el episodio de la conversión de Cornelio. Se da cuenta el Apóstol —como subraya un autor moderno— de que el Espíritu ha llegado con mucha antelación respecto a sus “visitas canónicas” a la casa de Cornelio y al mundo de los paganos.
Por mucho que apretemos el paso, por vivo que sea nuestro celo, siempre aparecen nuestras iniciativas “desfasadas” respecto a las divinas. Y si el amor y la amistad de Dios son para todos, ése ha de ser también el estilo y el campo de trabajo de todos sus fieles seguidores. Nos manda Jesús amarnos para parecernos a Dios, para dar gloria al Padre, para que consigamos la felicidad profunda y plena que satisface el inquieto corazón humano. Y ese amor no ha de ser de palabra o de boca, sino con las obras y de verdad.
Sobre el amor de Dios nos cuenta maravillas el evangelista y apóstol Juan. Y el papa Benedicto XVI nos acaba de regalar un precioso comentario puesto al día. Los mejores intérpretes de esa difícil partitura del amor han sido los santos. Los demás siempre metemos la pata en algún momento, con lo que la interpretación queda bastante desvaída. Con todo, hemos de pensar para no caer en el desaliento, que estas actuaciones no dejan de ser ensayos y que aún tenemos oportunidad de mejorar para el gran día del estreno.