La Pascua, celebración prolongada de la resurrección de Cristo, incluye también su retorno al Padre después de venir a nuestro mundo y revelar el amor de Dios y darlo todo para nuestra salvación.
Santiago Marcilla (†), agustino recoleto
Lo que primero salta a la vista, al considerar el misterio de la Ascensión, es el ropaje literario empleado por san Lucas, espectacular y multitudinario, propio de las narraciones apoteósicas véterotestamentarias, como el rapto de Elías, o de los ambientes helenísticos, tan bien conocidos por nuestro evangelista.
Ciertamente, es un estupendo cuadro plástico, una descripción artísticamente destacada. Pero sin dejar de ser, eso sí, teológicamente cierta. Lo que nos importa, por encima o por debajo del esquema y lenguaje del escritor, es su profundo significado teológico, condensado en las propias palabras de Jesús: “Salí del Padre y otra vez vuelvo a Él”. Con razón ha llamado un autor a esta fiesta “La vuelta del Hijo Pródigo a la casa del Padre”.
Porque —no lo olvidéis—, de ese “Triángulo de la Felicidad” que es nuestro Dios, del seno de esa familia divina partió un día el Señor a una tierra lejana que resultó ser la nuestra. Y aquí, entre hombres y mujeres bastante malos, pasando Él hambre y sed, gastó todos sus bienes y se gastó Él mismo, en un supremo y generoso acto de amor. Y hoy completa el ciclo de esa aventura pródiga, en la que repartió todas sus riquezas: les dio a los enfermos la salud; a los niños, caricias y afecto; a los engreídos de la época, advertencias y correcciones claras; a los pecadores, perdón y esperanza; a los tristes, consuelo; a las mujeres descarriadas, ternura y comprensión; y a los pobres les explicaba el evangelio.
La resurrección fue la piedra de toque, el momento más glorioso, la prueba irrefutable de su naturaleza divina y de su triunfo sobre todo. Y sobre ello había que insistir. Por eso, durante cuarenta días se apareció a sus discípulos para eliminar toda duda razonada de subjetivismo, y les habló del Reino de Dios. Durante estas últimas semanas hemos escuchado el testimonio de Pedro y de Juan, de María Magdalena, de los de Emaús, de Tomás y el de los Once. Nuestra fe se apoya en la de ellos, y ahora nos toca a nosotros ser testigos y acreditar ante el mundo este acontecimiento revolucionario de la resurrección. Es hora de que pregonemos a pleno pulmón, frente a tanta filosofía miope para traspasar el paredón de la muerte, que la muerte no es lo que parece, ni esta vida lo es todo en la vida, pues hay más vida que ésta que vivimos de momento.
Tiene la Ascensión una doble vertiente: la de ser coronación y plenitud de la victoria de Cristo, que vive y sube al Padre y se sienta a su derecha con igualdad de poderío y soberanía, por encima de cualquier otra dominación y principado, y la de ser el comienzo de nuestra tarea en este gran campo que hay que regar y cosechar para cuando Él vuelva por sus frutos.
Se va Jesús al cielo para que nosotros estemos en la tierra. Se va al Padre para que nosotros nos quedemos con los hermanos. Termina Él su obra —¡misión cumplida!— para que nosotros comencemos y continuemos el tajo. Lo podríamos decir mejor. Hace como que se va, para que no permanezcamos pasivos, pensando que Él lo hará todo. Se va y se queda, para infundirnos su Espíritu y enrolarnos en su causa. Conocimos al Cristo “profetizado” por los antiguos vigías testamentarios; conocimos al Cristo “histórico”, prodigioso en obras y palabras; conocemos ahora al Cristo “místico”, presente y ausente, íntimo y trascendente; y conoceremos al final al Cristo “escatológico”, que vendrá en poder y majestad a recapitular todas las cosas y llevarlas a la plenitud última.
No es hora de andar con contemplaciones, sino de salir a la plaza pública y recorrer los caminos y ciudades para dar a todos la Gran Noticia: “Id, haced discípulos y bautizadlos, enseñad a todos cuanto os he mandado”. En todo caso, recordad lo que enseña la Iglesia sobre la acción y la contemplación. La oración y la liturgia, que sean el sostén de la esperanza, para que no nos cansemos en la empresa. Que sean como el Tabor, cuyo sentido apunta a la cruz, al servicio, al amor, a la solidaridad.
No olvidemos dos cosas de igual importancia: que Jesús nos acompaña con la fuerza de su Espíritu en nuestro quehacer histórico (“Estaré con vosotros todos los días, hasta el fin del mundo”) y que nos vincula a la eternidad, tal como nos recuerda la liturgia de hoy en varios momentos y nos enseña san León: “La Ascensión de Cristo es nuestra propia elevación y allí donde ha precedido la gloria de la Cabeza está fija la esperanza del Cuerpo: dejémonos invadir por la alegría”.
Nuestra auténtica patria no es la Europa comunitaria, aunque sea un camino terreno necesario. El horizonte de la vida humana no puede ser —por mucho que nos calienten la cabeza a base de bienestar y nivel de vida— un supermercado lleno de cacharros. Es el cielo. Y hay indicios suficientes de ello hasta en las más usuales expresiones al uso en las que reconocemos inconscientemente el cielo en experiencias felices de la vida: “esto es la gloria” o en esas innumerables y cariñosas confidencias: “eres un sol” o “eres un cielo”, que viene a ser lo mismo. San Pablo lo dice a lo grande: “Que Dios ilumine los ojos de vuestro corazón para que comprendáis cuál es la esperanza a la que os llama y cuál la riqueza de gloria que da en herencia a los santos”.
Caminamos por estos bajos sotos con el talante del peregrino que va de paso y todo quedará atrás guardado en la memoria para ser reinventado el día de la llegada a casa. Porque, no lo olvidéis, “el cielo es la casa de los santos” y santos somos todos nosotros, pues hemos sido santificados por la gracia de Jesucristo derramada por el Espíritu que nos adquirió para el Reino del Padre por el agua del bautismo y el don de la penitencia.