Semana Vocacional 2024 • Lecturas: Hechos de los Apóstoles 9,26-31: Él les contó cómo había visto al Señor en el camino; Salmo 21: El Señor es mi alabanza en la gran asamblea; 1 Juan 3,18-24: Este es su mandamiento, que creamos y que nos amemos; Juan 15,1-8: El que permanece en mí y yo en él, ese da fruto abundante

Por fray Alberto Fuente, OAR

Cuenta san Jerónimo que siendo san Juan anciano siempre repetía la misma enseñanza de Jesús: “que nos amemos los unos a otros, conforme al precepto que nos dio”. Sus discípulos, cansados de oír siempre lo mismo, le dicen que eso ya lo saben que, por favor, les cuente algo distinto. A lo que Juan respondió que si sabían eso, lo sabían todo.

Este aspecto del amor que nos configura con Cristo está muy presente en las lecturas de hoy. En la primera vemos una iglesia con problemas externos e internos, pero que crece porque se sabe amada y ama a Dios y se aman los unos a los otros. Y, mucho más claramente, en la segunda que nos presenta el amor de Dios y a Dios como fundamento y el amor fraterno como la única prueba y realización del cristiano que ama.

Todos aspiramos a amar y ser amados y, como cristianos, creemos que el amor es la huella de Dios en nosotros; esto es, el don del Espíritu Santo cumplido en Cristo y presente en cada uno de nosotros.

El mandato del Señor a amarnos mutuamente como Él nos amó es más que la mera atracción física de una persona bonita o el estar a gusto con alguien que es simpático o el mismo amor y cariño que podemos sentir por quien es bueno y ha sido bueno con nosotros y sabemos que nos ama. Todo eso está bien; pero lo que nos pide Jesús va más allá: Amar como Él nos ha amado. Esto es amar al amigo; pero también al enemigo que nos ha hecho daño con un amor de donación y entrega, gratuito y total que va más allá del sentimiento.

En el fondo Jesús nos invita a vivir su vida porque, como decía san Agustín, “no somos cristianos, somos Cristo”. Esta es nuestra vocación y dignidad más profunda: ser Cristo, unidos a Él por el don del Espíritu Santo hasta el punto de formar un solo cuerpo del que Él es la cabeza y nosotros sus miembros.

Una unión con Cristo que el evangelio de este domingo nos presenta con la metáfora de la vid y los sarmientos. Jesús es la vid verdadera (con una referencia al canto de la viña de Isaías 5,1-7 y al árbol que da vida del Génesis) y nosotros los sarmientos, que recibimos la savia de Jesús. De ahí que las tres claves del texto, con un claro trasfondo eucarístico, sean las tres palabras: permanecer, podar y fruto:

  • Frente a tentación de la falsa libertad que no se deja fijar, viviendo sin vínculos ni fundamentos definitivos, somos invitados a permanecer siempre unidos a Jesús sin plegarnos a la realidad destructiva del ambiente, las medias tintas, la mentira, el mal y, en última instancia, del Enemigo, sabiendo que la Iglesia, y nosotros en ella, sólo vive de su permanente adhesión a Cristo y que, si bien el primer entusiasmo es fácil, la fidelidad del que no se aparta del Señor en el cumplimiento de su doble mandato de amar a Dios y al hermano es, a la vez, don gozoso plenificante y ardua tarea sacrificial que dura toda la vida y que sólo en el cielo lo viviremos en plenitud y gozosamente;
  • la necesidad de que seamos podados, esto es, purificados pues “el espíritu está pronto, pero la carne es débil” (Mc 14,38). De ahí la necesidad de una ascesis basada en los valores y actitudes de Jesús que nos ayuda a ajustar nuestra vida a la del Señor y a su amor fiel que se expresa en una vida de entrega, perdón y servicio tal como nos muestra el testimonio de san Agustín comentando los salmos: “Antes de entrar al servicio del Señor, uno disfruta –en su vida en el mundo- de una especie de maravillosa libertad, como uvas y olivos que cuelgan del árbol. Mas tan pronto como se pone a disposición del Señor, le ocurre algo así como si hubiera ido a parar al lagar: es golpeado, pisoteado, se arrampla con él –pero no para destruirlo, sino para que como vino en sazón se almacene fluyendo en los aprovisionamientos de Dios”;
  • y el llamado a “dar (el) fruto” bueno y abundante del amor fraterno de quien, a imagen de Cristo, toma la cruz y participa en su donación salvadora, muriendo a sí mismo en los actos concretos del perdón de las ofensas, la acogida y compañía del hermano desagradable y desagradecido, y la renuncia constante a uno mismo. Este fruto, simbolizado en el vino, fruto de la viña y signo del gozo que estamos llamados a vivir y compartir con los demás, pues somos la presencia sacramental de Cristo en el mundo, sólo es posible porque antes hemos participado del cáliz de bendición: la sangre de Cristo derramada por nosotros.

Comparto algunas preguntas que surgen a raíz de este evangelio:

Jesús es la vid, la presencia de Dios; esto es, la vida. ¿Estoy construyendo mi vida desde Él? ¿vivo unido a Cristo? ¿Es Él la clave de mi vida, mi familia y mi vida social y de trabajo?

¿Qué puedo hacer para permanecer más unido a Cristo? ¿Cómo está mi vida de oración y caridad donde descubro a Cristo en los demás? ¿Reduzco mi cercanía, amor y perdón a mi familia y amigos?

¿Qué cosas, aunque duelan, necesito podar y cambiar? ¿Qué frutos estoy dando?