La resurrección de Cristo cura las llagas del hombre, es la fuente de las obras buenas y heroicas de los grandes maestros del cristianismo, que son los que dan su vida por los que sufren, están cerca de los oprimidos y rechazados y participan de su dolor
Santiago Marcilla (†), agustino recoleto
De las páginas sagradas que tratan de alimentar nuestro espíritu este domingo se deduce una tensión clara, un forcejeo casi declarado entre las obras del hombre y el plan de Dios. La historia escrita por los hombres es un libro emborronado de errores, salpicado de culpas y catástrofes, un museo de calamidades nunca terminadas. Sin embargo, cuando Dios interviene, invierte el sentido de tales equivocaciones y sabe dar salida a las empresas desdichadas de sus criaturas.
Pedro, en el discurso al pueblo después de la curación del paralítico, nos ofrece un retazo de esas líneas torcidas trazadas por los hombres y convertidas por Dios en un diseño estupendo y coherente: «Rechazasteis al justo y pedisteis el indulto de un asesino; matasteis al autor de la vida…, pero Dios lo resucitó de entre los muertos».
Ahí están el derecho y el revés. La historia de pecado que brota del corazón humano y la historia de la salvación obrada por la muerte y resurrección del Señor. Y lo mismo que leemos en Hechos suscribe san Juan: aunque no deberíamos pecar, la realidad es testigo de nuestra flaqueza. Y para remediarla, tenemos a un abogado que nos defiende ante el Padre: Jesucristo, «víctima de propiciación por nuestros pecados».
En realidad, las tres lecturas insisten en el mismo argumento: la exigencia del arrepentimiento y de la conversión(“cambiad de vida”), la observancia de los mandamientos y de la palabra, la acogida de la predicación evangélica que anuncia el perdón de los pecados («en su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos»). En definitiva, somos invitados a escribir una historia distinta, a dejar de una vez para siempre el echar borrones en la trama de la vida. Se nos invita a vivir como resucitados, a reconocer a Dios tomando contacto con su cuerpo que presenta las heridas ocasionadas por la tortura de la crucifixión. Y a reconocer la presencia de Dios en el cuerpo dolorido de los hermanos. Así lo entiende la madre Teresa de Calcuta. Ese «mirad y palpadme», que es el carisma al que consagran su vida las Congregaciones de asistencia y las familias religiosas que han hecho de las obras de misericordia el motor de su existencia, es el camino seguro para reconocer al Señor. Son muchas las llagas del hombre moderno que necesitan ser cicatrizadas por la luz que proviene de la resurrección. El paro, la droga, el cáncer, la vanidad, el hedonismo, la superficialidad, el hambre, la violencia, la explotación económica y tantas otras. Si nos limitamos a ver el dolor en la pantalla o en las fotos, casi como un espectáculo, confundiremos a Dios con un fantasma. Ante la tragedia sangrienta desatada por seculares odios tribales en Ruanda, vimos el testimonio de primera mano de esas religiosas que casi a la fuerza tuvieron que ser repatriadas por las fuerzas de seguridad a sus países. No huyeron de la zona caliente, del peligro. Y muchas de ellas —eso mismo hay que decir de los demás misioneros— están deseando volver, porque piensan —y es la dramática verdad— que es ahora cuando más necesarios son. Estas personas son los mejores maestros de cristianismo. Su teología está cimentada en la experiencia directa con el Cristo llagado, a quien quieren ayudar para que también resucite en los pobres, en los miembros más dolientes de su cuerpo.
Escribía el Cardenal De Lubac: «Si yo falto al amor o a la justicia, me aparto infaliblemente de ti, Dios mío, y mi culto no es más que idolatría. Para creer en ti, tengo que creer en el amor y en la justicia. Vale mil veces más creer en estas cosas que pronunciar tu nombre. Fuera de ellas es imposible que te encuentre».
Se nos invita a vencer el miedo, porque Cristo vive y ha disuelto la noche del pecado y el poder de la muerte. Y se nos invita a sentarnos a menudo con Jesús en el banquete fraterno por excelencia, que es la Eucaristía. Y se nos invita, al hilo de estos cuarenta días de apariciones del Señor con su cuerpo ya glorioso, a entrever nuestra vida futura en el cielo. Vida bajo el signo de la paz y de la alegría.
Hoy todavía nos destruyen las guerras, no sólo las que arman unas naciones contra otras, sino también aquéllas que resquebrajan nuestras comunidades o enfrentan entre sí a los miembros de una misma familia. Pero entonces será una vida en compañía. Podremos amar y ser amados sin las trabas de ahora, ni los límites del tiempo y del espacio, de la ignorancia y del pecado. Será una vida libre. Será una vida feliz. Vivir en cristiano, sobre todo ahora, a la luz de la resurrección del Señor, es mirar todas las cosas: el bien y el mal, la alegría y el dolor, la paz y la guerra, a la luz de ese “tercer día” en que Cristo resucitó.
Este tercer domingo “de las apariciones” se inscribe de lleno en el designio salvador de Dios. Además de insistir el evangelio en el dato de que Jesús se deja tocar por los suyos y come con ellos (experiencia indiscutible sobre la que se fundará la fe apostólica —la de Pedro, como ya vimos hace dos domingos, y la de Juan, que tanto se adentró en el misterio de Cristo Salvador, porque había tocado con sus manos la Palabra de la Vida—, este domingo anuncia la gran alegría del universalismo de la salvación lograda por Jesús: «En su nombre se predicará la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos». Por eso, se invita a toda la tierra a darle gracias. Hagámoslo así.
Que el Señor resucitado nos dé firmeza y nos ayude a vivir como hijos de Dios.