AntónRafaelMengs_San Pedro predicando

Lecturas: Hechos 3,13-15. 17-19: Matasteis al autor de la vida, pero Dios lo resucitó de entre los muertos; Salmo 4: Haz brillar sobre nosotros, Señor, la luz de tu rostro; 1 Juan 2,1-5a: Él es víctima por nuestros pecados y por los del mundo entero; Lucas 24,35-48: Así está escrito: el Mesías padecerá y resucitará de entre los muertos al tercer día.

Alberto Fuente Martínez, agustino recoleto

Queremos contemplar y reconocer, gozosos y agradecidos, a Jesús muerto y resucitado, transparencia plena del Padre, que viene a nuestro encuentro para que, por el poder transformador del Espíritu, también nosotros seamos iconos de Cristo en nuestro mundo.

En este tiempo pascual se nos muestra que el Resucitado es el mismo Jesús que fue crucificado pero transformado por el poder de Dios capaz de realizar una nueva creación, pues no hay una mera continuidad intrahistórica y de vida entre la muerte y la resurrección.

Hoy el evangelista nos muestra el proceso de los discípulos ante las apariciones del Resucitado. En un primer momento, incapaces de identificar la nueva realidad de Jesús resucitado, se sobresaltan “desconcertados y llenos de temor” hasta que Cristo les muestra que no es un fantasma sino Él mismo, si bien con un cuerpo espiritualizado. Sólo entonces surgirá la convicción-fe de que Jesús está vivo: ha resucitado y vive en plenitud la vida de Dios.

Contemplamos, pues, la pobre realidad tanto de los discípulos como de nosotros mismos: tardos en entender, rebosantes de miedo y faltos de fe y cómo la presencia de Cristo resucitado les infunde la paz, confianza y gozo, les capacita para comprender el sentido profundo de la Sagrada Escritura y, con el perdón de los pecados, les convierte en testigos de la presencia amorosa y victoriosa de Dios otorgando así un nuevo sentido a sus vidas.

Concreticemos estos tres aspectos de esta experiencia fundante que es el encuentro con el Resucitado:

La necesidad de tener una experiencia de encuentro con Jesús resucitado, es decir en la vida plena de Dios, es imprescindible para todo hombre a lo largo del tiempo y se acerca graciosamente, también hoy, a nuestra frágil realidad. Un encuentro para el que es necesario tanto la presencia y mediación de otros hermanos y de la misma Iglesia como la oración personal y litúrgico-comunitaria-sacramental.

El Jesús resucitado nos pide que, para reconocerle, miremos sus manos y pies, lugar de las heridas del crucificado. Esto es la invitación a contemplar y acompañar a Jesús en su humanidad llagada como único camino para descubrirlo en la gloria de su divinidad encarnada. Esto que, rectamente, lo hacemos cuando contemplamos a Jesús en los relatos del Evangelio puede ser un falso escapismo, espiritualizante, pero no cristiano, si no llegamos a descubrir a Jesús también en el dolor del prójimo como nuestro hermano sufriente a quien ofrecemos nuestra compañía y ayuda fraterna.

Finalmente, estamos llamados a ser testigos de Jesús, muerto y resucitado. Testigos que se saben y reconocen con gozo como pecadores amados, perdonados y llamados a compartir el perdón, la paz y la vida verdadera que hemos recibido del Resucitado. Esto implica que, guiados por Cristo y acompañados por la comunidad creyente, hemos hecho una relectura de nuestra vida como camino de salvación, lo cual requiere necesariamente un descentramiento total, pues sólo Cristo puede dar sentido a nuestra vida. Ni yo se lo puedo dar a las personas que más amo ni ellas a mí, ni cada uno a sí mismo. Sí que podemos, y debemos, ser los unos para los otros la bendición y regalo de Dios que nos acompaña en nuestra vida. Así pues, tenemos que cuidarnos para que nuestros protagonismos no opaquen su presencia.

Esta transformación, que en esta vida siempre es limitada, queda patente como ideal y realidad ya iniciada aunque no concluida hasta la Parusía final en las dos primeras lecturas. En la primera, el Pedro miedoso y egocéntrico es ahora un apóstol que, centrado en Cristo, se olvida de sí y proclama valerosamente la Buena Noticia. Y en la segunda, esa transformación se concretiza en no pecar; es decir, en guardar su mandamiento del amor.