Lecturas: Hechos 4,32-35: Un solo corazón y una sola alma; Salmo 112: Dad gracias al Señor porque es bueno, porque es eterna su misericordia; 1 Juan 5,1-5: Todo lo que ha nacido de Dios vence al mundo; Juan 20, 19-31: A los ocho días llegó Jesús.
Alberto Fuente Martínez, agustino recoleto
En el domingo de la octava de Pascua se nos invita a contemplar y hacer propia la experiencia revitalizadora que los primeros discípulos tuvieron del encuentro con Cristo Resucitado. Nos encontramos con una comunidad que, aun amando a Jesús, es incrédula y está encerrada en sus propios miedos. El Señor se acerca a ellos infundiéndoles el don del Espíritu Santo que es amor, otorgándoles así la paz y el gozo hasta transformarlos en su presencia permanente en el mundo como donadores de su amor que perdona, acoge y confiesa.
En un primer momento Tomás no está en la comunidad y, por tanto, no participa de esa primera aparición de Jesús victorioso sobre la muerte; más aún, necesita y exige pruebas de tal resurrección. Aún con todo no abandona la comunidad. Y así, también él, disfrutará del encuentro regenerador con el Resucitado que le invita a descubrirle en las marcas del dolor de su cuerpo destrozado.
Esta aparición del Resucitado a sus discípulos es para nosotros un testimonio del carácter necesario y fundante que tiene el encuentro personal con Cristo resucitado y cómo, para que esto se pueda dar, debemos mantenernos en la comunión de la Iglesia.
Más aún, si la familia es la “Iglesia doméstica”, la experiencia de Tomás, cuya conversión se debe a que, aún sin fe, se mantiene en la comunidad, que le acepta en su debilidad, es muy enriquecedora. También hoy convivimos en nuestras familias creyentes y no creyentes. Esto, si bien a veces es difícil y doloroso, es una invitación a acoger con amor al familiar incrédulo o débil en la vida moral y ser conscientes de la importancia de mantener siempre la comunión familiar que en sí misma es Iglesia, pues ahí es donde Jesús se manifestará graciosamente al hermano.
Tomás nos muestra también la centralidad del compromiso social en la espiritualidad cristiana. El Cristo Resucitado es el Crucificado que ahora sigue sufriendo en los pobres y excluidos. El cristianismo es una religión intrínsecamente solidaria y todo intento de crearnos una fe “espiritualista” pero sin un encuentro real, costoso y doloroso con la humanidad sufriente nos encierra en nosotros mismos y nos incapacita para tener un encuentro con el Resucitado.
Ese encuentro con el Señor resucitado, si es verdadero, necesariamente nos transformará haciendo de nosotros enviados; esto es, portadores de su evangelio de amor entregado y, por tanto, redentor: que trae la paz, el perdón y la comunión, es decir el Espíritu Santo, sobre un mundo injusto, atormentado y encerrado en sí mismo por el pecado.
Un fruto muy agustiniano de la resurrección, tal como aparece en la primera lectura, es la comunión que se expresa en compartir los bienes, recordando la enseñanza de san Agustín de que sabremos que avanzamos en la perfección en tanto en cuanto nos preocupemos más de lo común que de lo propio.
La Pascua es así la presencia gloriosa del crucificado resucitado que nos confronta salvíficamente con la realidad del dolor, la injusticia y el pecado y nos capacita para descubrir el valor del sufrimiento, porque Jesús resucitado es el mismo que fue crucificado y sólo está presente en los que sufren y en cuantos se solidarizan con ellos en una vida marcada por la comunión fraterna de los que creen. Una comunión fraterna que se manifiesta en tener “‘un solo corazón y una sola alma’ dirigidos hacia Dios” hasta el punto de que ‘todo lo poseían en común’.