Con la imagen de la viña Jesús nos hace comprender que sin Él nada podemos hacer y obrando Él en nuestro interior y sosteniéndonos en la época de la poda nuestros fruto son abundantes
Santiago Marcilla (†), agustino recoleto
No cesa el Señor de servirse de talante pedagógico para inculcarnos las grandes verdades de su magisterio. Acude a los ejemplos prácticos de la vida diaria, aquello que nos entra por los ojos, para hacernos más comprensible la realidad de nuestra nueva condición de cristianos.
El domingo pasado se fijaba en el pastor y las ovejas. Hoy, en la viña. ¡Qué duda cabe en que nuestra sociedad apuesta por la eficacia, por lo práctico, por los resultados tangibles! El rasero que indica el éxito o fracaso de cualquier empresa pasa necesariamente por el encuentro de dividendos y el reparto de beneficios. Y, mira por dónde, también Jesús parece moverse dentro de tales coordenadas. También el Evangelio está lleno de alusiones al “siervo inútil” o a la “higuera infructuosa”. Sin olvidar que un día recordaba a sus discípulos: «Os he elegido para que vayáis y deis fruto y vuestro duro permanezca». Y otra vez habló de la obligación de invertir con acierto los talentos. Y hoy la cosa aún está más clara: «Todo sarmiento que no da fruto, será cortado y echado al fuego». Jesús, pues, buscaba la eficacia.
Con todo, hay que aclarar bien pronto que estas dos eficacias —la que busca la sociedad de consumo y ésta a la que nos llama Jesús— están a muchas millas de distancia o, mejor, pertenecen a dos esferas distintas: la de la tierra y la del cielo.
Cuando Jesús habla de “producir” no se refiere a los bienes brillantes y caducos, deslumbrantes y efímeros tras los cuales caminamos hipnotizados: «No atesoréis tesoros en la tierra, donde la herrumbre y la polilla los corroen, sino buscadlos para el cielo». Y en alguno de los domingos pascuales nos recordaba esto mismo san Pablo: «Ya que habéis resucitado con Cristo, buscad los bienes del cielo y no los de la tierra». Por eso, cuando la Iglesia nos presenta la larga galería de los santos, observamos que ellos no se caracterizaron por ser hombres/mujeres de relumbrón social, acumuladores de tesoros terrenos, sino humildes trabajadores, miniaturistas de lo ordinario, pero trascendente, buscadores de tesoros escondidos, alquimistas de unos metales interiores difíciles de valorar en cuentas bancarias.
El Apóstol decía a sus seguidores: «Mirad cómo en vuestra asamblea no hay muchos sabios según la carne, ni muchos poderosos. Antes bien, Dios eligió lo necio del mundo».
Y, además de esto, el Señor establece, al menos, dos condiciones de fecundidad en el terreno de lo sobrenatural: permanecer en Él y aceptar la poda. Es significativa la repetición cansina, el martilleo de la expresión “en mí”. No se trata, pues, de una relación extrínseca, de una cercanía aproximativa, de un lazo superficial y episódico, sino de una convivencia profunda, de un intercambio vital, de una comunión íntima. Jesús lo dice así de claro: «Sin mí no podéis hacer nada». Así que todos los intentos, sea de la Iglesia como institución, sea de cada uno de sus miembros, en el sentido de buscar un acomodo en plataformas de poder o concertar alianzas con los “grandes” de la tierra para detentar los medios de influencia, están condenados a la esterilidad. El sarmiento ha de saber que, aun los éxitos en forma de aplauso humano y de atracción personal, y mucho más los milagros espirituales o el buen apacentamiento de la grey, no nacen de él sino de la savia que bombea la cepa desde el centro hacia todas las direcciones. Basta pensar, si no, en qué quedarían esos racimos opulentos y copiosos, si desgajáramos el sarmiento de la vid.
San Pablo glosaba este mismo símil del Señor con aquella frase tan real: «Todo lo puedo, pero en el que me conforta». Todo esfuerzo humano, desenganchado de la oración, de la adoración, de la interioridad, de la acogida de la palabra, está condenado al fracaso. Esto nos da una buena oportunidad para reconocer y dar gracias a Dios por el misterio de la Iglesia, en la que y por la que Dios ofrece a los hombres, por Jesucristo, la salvación, y para vivir con gozo nuestra identidad cristiana.
Junto a esto, la otra condición es aceptar la poda, no conformarse con una cosecha mediocre. La meta, lo que Dios quiere de nosotros es fruto abundante. Y sabemos que esta operación no es indolora, ni la realizo yo. Soy sometido a ella por manos extrañas. Las pruebas y persecuciones, los obstáculos y las cruces, los desengaños, las enfermedades, las tentaciones y miedos no los elijo yo. Ni llegan cuando los preveo ni de donde me lo esperaba. Recordad la poda brutal que tuvo que padecer san Pablo. Se siente aislado, mirado con sospecha y recelo por haber perseguido a Cristo. Incluso alguno proyecta matarlo. Y él debe escapar, vivir rodando por el mundo como un delincuente perseguido. Pues bien, sólo cuando estamos injertados plenamente en la vid y sufrimos pacientemente las diversas podas, estamos en disposición de dar frutos.
Queda fuera de toda duda añadir que el fruto más sabroso de todos, por encima del derecho y la justicia, más allá de todas las virtudes humanas y cristianas, es la caridad, el amor verdadero, verificado y comprobado en la realidad de las obras: el amor hacia Dios en forma de religión (“en espíritu y verdad”, naturalmente), el amor hacia los pobres (al que llamamos “piedad”) y el amor hacia todos, sobre todo a quienes más lo necesitan, por encima de repugnancias, antipatías o clases. Poder hacer esto sí que sería dar un buen vino.
Nos manda Jesús que creamos en Él y nos amemos unos a otros de verdad. Es un auténtico programa de conversión para permanecer injertados a la vid y dar fruto abundante. Por tanto, frente a una sociedad que tributa un culto desmesurado a la imagen, que vive de las apariencias y de aparecer en la última foto, pero sucumbe ante una moral de hacer lo que apetece, nosotros nos dejamos conducir por el Espíritu de Jesús.
Dios nos lo conceda en su misericordia, como una gracia especial de su Pascua.
