Venancio Martínez

A los 33 años de edad y en el campo mismo de batalla murió el misionero agustino recoleto Venancio Martínez de Jesús María, hombre de paz y pacificador, apasionado devoto de la Virgen María. En 1943, un año antes de su muerte, se ofreció como víctima de amor al Amor Misericordioso.

Venancio Martínez nació en Mélida, Navarra el 31 de marzo de 1911. Emitió su profesión religiosa el día 6 de septiembre de 1927 en el noviciado de Monteagudo, Navarrra. Cursada la carrera eclesiástica, se ordenó sacerdote en la abadía benedictina de Buckfast, Inglaterra, el 22 de julio de 1934.

Venancio, al llegar destinado a Lodosa, Navarra, se encontró con fray Mariano Alegría, superior religioso de la misión de Kweiteh/Shangqiu, Henan, China, que estaba de vacaciones. El joven Venancio le abrió su corazón y le expuso su deseo de ser misionero en China. Alegría se encargó de escribir al prior provincial y de dar todos los pasos para, al volver a China, poder llevarle consigo.

El 30 de octubre de 1935, de la mano de Mariano Alegría, llega a la misión fray Venancio. A las dos semanas es destinado al puesto misional de Chutsi, donde estudiaría el idioma chino con el padre Mariano Gazpio.

Ante de cumplir un año de estancia, el 15 de septiembre de 1936 fue nombrado vicerrector y maestro del Seminario, donde enseñó música, gimnasia y latín; esta última materia, con buena dosis de paciencia, férrea voluntad y entusiasmo nada común.

De carácter dulce, siempre con una sonrisa en sus labios, Venancio tenía el don de cautivar a los niños que lo querían como a un padre. Dejó en el año largo que estuvo en el seminario una huella imborrable en los seminaristas.

El padre Venancio era persona alegre y muy optimista, gozaba con los hermanos y en las reuniones con los otros misioneros, para los que era buen compañero y hermano: cariñoso, afable, generoso, servicial y siempre dispuesto a complacerlos.

En julio de 1937 cayó enfermo y tuvo que ir a Shanghai, donde fue operado de apendicitis. En aquel mes estalló la guerra chino-japonesa, y se vio obligado a permanecer allí hasta diciembre de 1938. A su regreso a la misión fue destinado a Yücheng.

Monseñor Francisco Javier Ochoa le encargó al padre Venancio la difícil misión de levantar una casa central de planta nueva para la misión. Para Venancio no existían las dificultades, sino que ante ellas se agrandaba. Con su infatigable y entusiasta carácter no escatimó esfuerzos, y con su constancia y decisión comenzó a escribir cartas, pidiendo limosnas a infinidad de personas conocidas y desconocidas, teniendo incluso el atrevimiento de escribir al multimillonario norteamericano Ford. De este modo, en poco más de un año, llevó a término con éxito esta difícil encomienda.

La ciudad de Yücheng, no estuvo nunca, tras su toma, ocupada permanentemente por los japoneses, sino que hubo alternancia en su ocupación por fuerzas chinas o japonesas en tres o cuatro ocasiones. En esta difícil situación, el intrépido padre Venancio se convirtió en el “abanderado” y salvador de Yücheng, actuando por dos veces, a petición de todos, autoridades y pueblo, como hombre de paz, evitando el derramamiento de sangre por ambas partes.

En su celo apostólico, el padre Venancio se excedió a sí mismo. Era un visitador incansable de las cristiandades de modo que pasaba pocos días en su residencia. Estar con los cristianos era su alegría.

El padre Venancio fue un titán de la caridad. De corazón blando y misericordioso, amaba con predilección a los pobres, que pronto se aficionaron a su persona y a su casa. Acogió en su casa durante un mes a un opiodependiente en estado lastimoso y lo acompañó hasta que quedó desintoxicado y repuesto de su quebrantada salud.

La declaración de guerra entre Japón y Estados Unidos el 8 de diciembre de 1941 vino a marcar una nueva época. Vino la incomunicación absoluta con el mundo, con situaciones de terrible escasez en la misión, hasta el punto de poder encontrarse a personas agonizantes a cada paso. El celo del padre Venancio consiguió que no pocas personas consiguieran el inapreciable beneficio de ser bautizadas in articulo mortis. El padre Venancio no tuvo más ideal que Cristo y las almas, su ideal era ganar para Cristo a todas las almas de su misión.

La fuente de su vida apostólica era su profunda vida espiritual. Venancio era un hombre de Dios, enamorado de Jesucristo y de la Virgen María. Hombre de profunda e intensa oración, tomaba en sus manos todos los días los santos evangelios y hacía de Jesús Sacramentado el centro de su vida. A su amor por Jesús unía un amor profundo a la Virgen. «La Virgen, la Virgen ha hecho todo, y la Virgen hará todo lo que aún queda por hacer», decía el padre Venancio.

En el verano de 1943, encendido en seráfico amor como nuestro padre san Agustín, intrépido y celoso como san Francisco Javier, infantil, místico, esponsal y sacrificial como santa Teresa del Niño Jesús y, siguiendo su ejemplo, se ofreció como víctima de amor al Amor Misericordioso.

Quería imitar, seguir y unirse a Jesús en su pasión, en su camino de amor y sacrificio. Al año de su ofrenda el Señor lo llamó a culminar su misión. Tras arreglarse la dentadura volvió a la casa central de la misión y comenzó a sentirse mal, con terribles dolores de cabeza y con fiebre. No respondió al tratamiento que le dieron, sino que se sentía cada día peor, por lo que llamó a su confesor y, después de confesarse, pidió el Viático y la Unción de los enfermos. Pasó toda la noche invocando los nombres de Jesús y María y haciendo fervorosísimos actos de fe, esperanza y caridad. Los tres días siguientes continuó, a pesar de las medicinas, con una fiebre que lo abrasaba. Su fervor iba también en aumento; para él ya no había más que Jesús y María.

«Por fin, a las diez y veinte minutos de la noche del día 24 de julio de 1944, devorado por la fiebre, pero plácidamente, sin movimientos ni convulsiones, entregó su alma a Dios el celoso y santo Misionero Agustino Recoleto, P. Venancio Martínez de Jesús María».

En la mitad del camino de su vida, a la edad de 33 años, y en el campo mismo de batalla, pero lleno, sin duda alguna, de méritos y de virtudes, murió como el grano de trigo, cayendo su cuerpo en la tierra de su amada misión y dejando su alma este mundo para seguir desde el cielo bendiciendo a sus hermanos recoletos y a sus amados chinos.